La vidriera de esa tienda es deslumbrante. Por orden de la gerencia se la lava tres veces al día, de modo que el cristal se conserve inmaculado. El escaparate es un espectáculo en sí mismo: una escena diseñada, armada e iluminada para transmitir una visión idealizada de la realidad — las proporciones perfectas, la armonía en los colores, los maniquíes congelados en un gesto elegante. La demanda de la gerencia en relación a los cristales no es afán sanitario, sino estrategia de venta. Los dueños saben que los vidrios limpios reflejan mejor lo que ocurre delante de la tienda: las luces y los movimientos de la calle, la expresión alelada de aquellos que se detienen a contemplar lo expuesto; y que esa superficie realza el carácter precioso, por lo raro, de aquello que protege, del mismo modo en que el globo de vidrio realza la mínima escena que nieva tan pronto se lo agita.
(Por supuesto, semejante perfección tiene un precio y la gerencia lo sabe. Conviene soslayar ciertas verdades, para no incomodar al potencial comprador. Datos que, por ejemplo, conciernen a la edad inapropiada de quienes confeccionaron las prendas en exhibición; o la condición ilegal de los que mantienen limpia la vidriera. Pero se trata de realidades que la gerencia maneja con discreción. Ellos saben que hay algo tanto o más importante que mantener los cristales limpios, y eso es procurar que nada interfiera entre el potencial comprador y el objeto de su deseo.)
Un día ocurre lo inesperado. La piedra revienta el cristal y la escena estalla. Los maniquíes se desploman, una nube de astillas plateadas lo difumina todo. Donde había perfección estatuaria, ahora hay corrupción. Pero estamos en el corazón de una ciudad sofisticada y las fuerzas de seguridad intervienen al instante. Se mueven con la precisión de un cuerpo de ballet, han ensayado la partitura de la ley. Y en cuestión de minutos se retiran, después de tranquilizar a empleados y curiosos asegurando que el orden ya fue restablecido y escoltando hacia el patrullero al agente del caos, el responsable de ese desastre — la piedra criminal.
Espejito, espejito
Estamos tan habituados al fenómeno de la narrativa audiovisual —esos relatos de los géneros y formatos más variopintos que contemplamos en pantallas de todos los tamaños— que tendemos a olvidar una de sus propiedades más interesantes: la capacidad de devolverle a quien mira una imagen propia. ("Yo seré tu espejo", cantaba Nico en el primer disco de Velvet Undergound, "reflejaré lo que eres / en caso de que no lo sepas".) Cuando se piensa un poco, la idea se vuelve casi obvia. Nos hemos rodeado de superficies pulidas, que cuando están oscuras como obsidiana reflejan nuestra proximidad o nuestro paso y que al encenderlas muestran otras imágenes... sin dejar de albergar la nuestra, que sigue allí aunque imperceptible.
La cuestión es que, además del reflejo físico de quien mira, las pantallas proveen un espejo deformante. Eso constituyen las historias en imágenes que vemos y la reacción que nos provocan. Las emociones y los pensamientos que inspiran son también una proyección nuestra, una instantánea de quiénes somos.
En la mayoría de los casos se trata de una reacción buscada, prevista. La comedia pretende que rías, la historia romántica que te enamores, el relato de terror que tiembles. Pero en casos excepcionales existen relatos que se aventuran más allá y disparan emociones y pensamientos que no se dejan categorizar fácilmente, y por eso resultan inquietantes. Apelo a un ejemplo: Fight Club (El club de la pelea, 1999), de David Fincher, basada en la novela de Chuck Palahniuk. Se trataba de una peli perturbadora: la historia de un tipo que, tal vez a consecuencia de un brote psicótico, desarrolla una segunda personalidad que lo ayuda a reaccionar contra la muerte espiritual a que lo conduce la sociedad capitalista y decide socializar su propia liberación, brindándole a los demás la misma oportunidad de reinventarse desde cero — borrando a bombazos nuestra historia crediticia y liberándonos de todas las deudas.
Sigo considerándola una peli genial, pero como se mete con el Poder con mayúsculas (es decir, con el poder que los dueños del dinero tienen sobre nuestras vidas), las reacciones histéricas que despertó en la prensa se volvieron casi tan interesantes como el film. La acusaron de antisocial, de nihilista, de machista, de incitar a la violencia. Pero, aunque aceptemos que se trata de acusaciones con fundamento, lo que importa es que no perdamos de vista lo esencial: que en la rara oportunidad en que un artista pasa al frente con una piedra en la mano y una sonrisa alarmante en la cara, existe cierta prensa que se apura a interferir y pone el cuerpo de defensa de esa vidriera relumbrante que —llamativamente— no es suya ni le pertenecerá nunca.
Eso es lo que está pasando con Joker (Todd Phillips, 2019). Más allá de que su anécdota permite ser sintetizada de un modo que la emparenta a Fight Club (la historia de un tipo que, tal vez a consecuencia de un brote psicótico, desarrolla una segunda personalidad que lo ayuda a reaccionar contra la muerte espiritual a que lo conduce la sociedad capitalista y...), lo que la arrima aún más a la peli de Fincher es la forma en que cierta crítica se apuró a desactivar —o al menos, a intentarlo— la posibilidad de su importancia. Esto resulta aún más imperdonable en medios que la van de progresistas, como el portal The A.V. Club (que la define como un psicodrama sorprendente, pero superficial) o el diario inglés The Guardian, que le tira munición gruesa al proclamarla la peli más decepcionante del año y procede a descargar una serie de juicios (que se parece a pelis viejas de Scorsese pero es peor, que es hueca) que nunca se molesta en fundamentar. Peter Bradshaw es un crítico con experiencia, pero si yo fuese su editor no le habría dejado publicar el artículo en ese estado: a un crítico no se le paga para que aceptemos su juicio olímpico a ciegas, se le paga para que explique por qué llegó a ese juicio — o, como mínimo, para que tenga la honestidad de decir que la peli le revuelve las tripas de un modo que no termina de explicarse.
Quizás lo mejor sería desactivar las expectativas: lo que conlleva el personaje icónico del Joker (una de las joyas de la corona de DC Comics y de los estudios Warner, razón por la cual es una peli producida y marketineada con toda la furia), los puntos de contacto con las pelis de Scorsese —que el mismo Todd Phillips subrayó, entre otros modos al contratar a De Niro para un papel esencial— y la anticipación que genera el hecho de que ganó el premio mayor del Festival de Venecia. Por eso quiero proponer un ejercicio especulativo. Hacer el esfuerzo de olvidar que se trata del Joker creado por Bob Kane, Bill Finger y Jerry Robinson en 1940. (Que en esos orígenes era un asesino psicótico y no el payaso pasteurizado de los comics post McCarthy y la serie naif de los '60.) E imaginar, además, que no se trata de una historia ambientada en una Ciudad Gótica que se parece a la New York sórdida y mugrienta que existía antes de que Rudy Giuliani la disneyficase, sino en las inmediaciones de la villa 1-11-14 que un villano local, y harto real, propuso dinamitar.
El hombre que ríe
El protagonista sería un tipo que vive en los márgenes de la sociedad. Ha entrado y salido de instituciones psiquiátricas, razón por la cual toma siete medicaciones diferentes durante el día y asiste a controles periódicos que dispensa una asistente social. Se gana el mango con uno de esos laburos que nadie querría hacer: disfrazarse de payaso para promocionar un negocio en la calle o entretener a las criaturas del pabellón oncológico del hospital. (Cuando unos pibes le roban su cartel publicitario por joder nomás y le regalan una paliza a modo de yapa, llega la primera indicación de que la actuación de Joaquín Phoenix será de antología: por la forma en que tolera las patadas —sin quejarse, en posición fetal—, entendemos que no es la primera vez que recibe golpizas como esa.)
Vive en un edificio de mierda con su madre, que tampoco tiene todos los patitos en fila: su obsesión por un tipo con el que trabajó hace treinta años hace que hasta su hijo, que se sabe con problemitas, entienda que ella no está bien y merece cuidado.
Para colmo, este pobre tipo —que en el film se llama Arthur Fleck pero aquí debería llamarse Beto, Mencho o El Piru— tiene un tic que lo mete en problemas: una risita compulsiva, que le sale en los momentos más inconvenientes. (Cuando se pone nervioso, por ejemplo; cosa que, tratándose de quien es, no puede sino ocurrir muy seguido.) Por eso lleva encima una tarjeta plastificada, que explica la risa como expresión de una condición médica. El rectangulito está tan manoseado, que se adivina que lo usa a menudo para evitar que le llegue la puteada o la piña de aquellos que piensan que se está riendo de ellos.
Por supuesto, alrededor suyo todo se está viniendo en banda. La ciudad se desintegra: cada vez hay menos laburo y peor pago, la brecha entre los ricos y las mayorías se vuelve escandalosa y para colmo hay un millonario que, en lugar de reconocerse como parte del problema, se ofrece como solución al candidatearse como intendente. Pero todo esto a Arthur —perdón, perdón: al Piru— le pasa por detrás sin que lo advierta, porque con su cacofonía mental tiene más que suficiente. Sólo repara en lo externo si le pega de lleno, como pasa cuando el ajuste acaba con la asistencia social y se queda sin la medicación que ya no podrá pagarse. Pero como está acostumbrado a las privaciones y los golpes, ni siquiera se lo ve angustiarse: se limita a seguir adelante, como un muñeco a cuerda.
En esas circunstancia es casi inevitable que estalle en crisis cada vez más frecuentes y violentas. Pero ni siquiera así es capaz de conectar con lo que ocurre afuera de su alma. Entiende que hay una vaga vinculación entre su primer crimen formal —que ocurrió en el subte, cuando volvía de una changa disfrazado de payaso— y la conmoción social que empieza a cristalizar a partir de ese hecho; pero no comparte el reclamo político de las masas que lo adoptan como símbolo. Todo lo que le gusta de la protesta social que adopta la máscara del payaso como bandera es que lo hace sentir vindicado, visto por vez primera. Pero cuando le preguntan si su maquillaje es un statement de apoyo a los manifestantes, dice: "No, yo soy apolítico". Y es sincero al hacerlo: no puede leer la dimensión política de sus actos — lo cual no quita que puedan ser interpretados de ese modo, así como la película que los recrea.
Para entonces ya es tarde, porque El Piru no puede controlarse y mucho menos desde que entendió que la única forma en que logra que le presten atención es rompiendo cosas. Cuando se portaba bien, cuando era manso, cuando pedía por favor, El Piru no ligaba ni un buen día. ("Odio a la gente cuando no es amable", canta David Byrne en Psycho Killer de los Talking Heads.) Pero ahora que se puso loco, lo siguen las cámaras y suenan los aplausos a su paso. (La forma en que el cuerpo de Phoenix cuenta esa transformación es magistral: de la rama retorcida del comienzo al gesto teatral, expansivo del final; se han escrito óperas enteras sobre figuras menos trágicas e historias más superficiales que la de El Piru / Arthur Fleck.)
Paradójicamente, la relectura que Todd Phillips y Joaquín Phoenix hacen del personaje del cómic es la que mejor evoca su inspiración original. El guionista Bill Finger le mostró al dibujante Jerry Robinson una foto de Conrad Veidt en El hombre que ríe, adaptación al cine de una novela de Victor Hugo (el autor de Los miserables y Nuestra Señora de París) que databa de 1869. Peli y novela contaban la historia de Gwynplaine, un tipo que había sido mutilado de niño; las cicatrices de su cara sugerían una risa tan involuntaria como permanente. Finalmente se descubre que su origen era aristocrático y se lo reivindica, pero ni siquiera así llega la plenitud. Gwynplaine utiliza su nueva posición para dar un discurso en contra de la injusticia social (una experiencia que evoca la del mismo Hugo, que en 1849 pronunció una arenga en contra de la miseria en el marco muy formal de la Asamblea Legislativa de París), pero no genera empatía sino escarnio: los presentes apelan al rictus demencial de sus facciones como excusa para cagársele de risa en la jeta. Pero el lector / público entiende que no se ríen de su máscara trágica, sino de su triste intento de cambiar el estado de las cosas.
El pogo del payaso asesino
¿De qué va, entonces, Joker? (Acá le han puesto Guasón, pero esa traducción entraña una burla como la de aquellos que se reían de Gwynplaine: Guasón es el payaso irrelevante de la serie kitsch de los ´60, que no asustaba a una mosca; el asesino psicótico de Finger-Robinson y de Heath Ledger en The Dark Knight Returns es el Joker.)
Por un lado, la peli se inscribe como progresión de una línea narrativa cuyo origen podría fecharse en los '70 por culpa de Taxi Driver (1976), pero que ante todo arrancó con El Padrino (1972): aquel cine que deja de centrarse en los héroes y desplaza su mirada hacia los antihéroes —personajes llenos de fallas pero no desprovistos de humanidad—, e incluso hacia los villanos. Ese cine, que alumbró algunas de las pelis más notables de la historia, pareció entrar en el ocaso para ser desplazado por los blockbusters estilo Spielberg y más tarde por el culto a los superhéroes.
Paradójicamente, lo que acudió al rescate de ese espíritu setentista fue la televisión, a través de series como The Sopranos y personajes como el Walter White de Breaking Bad. De repente podíamos dedicarle temporadas enteras al estudio de personalidades oscuras, en las que impulsos amorosos y criminales convivían en inestable equilibrio. La narrativa audiovisual parece haber llegado a un punto de madurez desde el que asume que, para sobrevivir en un mundo como este, no queda otra que ser un hijo de puta; y que al menos esos relatos nos permiten elegir, entre la generosa oferta, a los hijos de puta que tienen las mejores razones para serlo. (Categoría que, lo aclaro por las dudas, no parecería incluir a los hijos de millonarios que además son fugadores seriales y se roban el dinero de los contribuyentes.) De algún modo, los televidentes optamos por ciertos mafiosos, cocineros de droga y hasta asesinos seriales como Dexter porque, a diferencia de otros villanos, tienen virtudes que casi compensan sus defectos. Como si dijésemos: "Serán hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta".
El éxito que hoy tienen las pelis de payasos asesinos —personajes que además fueron creados hace mucho, como el Joker o el Pennywise de la novela It de Stephen King (1986)— puede ser interpretado como una variación del mismo tema, con el acento puesto en la corrupción de la inocencia. Tomar un símbolo de la infancia para convertirlo en disfraz ideal para un monstruo es otra forma de decir que ya entendimos, que quedó claro que en este mundo no se puede confiar en nadie.
Por lo pronto, Joker no va de supervillano alguno —nada de mastermind, mente maestra: mente rota y gracias—, y se podría decir que ni siquiera de villano: Arthur Fleck es más bien víctima de un sistema deshumanizado que lo torturó desde la cuna, y que cuando le saltó la chaveta por el lado de la violencia procedió a señalarlo con el dedo como si no hubiese tenido nada que ver con su gestación. La actuación de Phoenix también es elocuente a este respecto: cuando trabaja como payaso o incluso en su vida cotidiana, Fleck es más bien gentil, hasta tierno. Mientras continúa así —mientras es sumiso, mientras tolera sin molestar—, el sistema le permite languidecer en la indigencia. En este sentido, la figura de Fleck evoca más bien a Quasimodo, y hasta a Cristo: el cuerpo retorcido que recoge sobre su carne todos los pecados del mundo. Si en vez de quebrarse para el lado de la violencia sublimase por el lado de la religión, viendo a un ángel u oyendo voces que provienen de una zarza, el relato iría en otra dirección pero seguiría contando una historia parecida: la de una criatura que soporta hasta que su mente no da más y recibe el escarnio de una sociedad que no se hace cargo de la parte que jugó en su locura.
Por eso me indigna la hipocresía de estos críticos, que actúan como protectores de un sistema de mierda que siega y arruina vidas a destajo en el mundo entero y acusan a la peli de irresponsable por empatizar con un violento. La violencia no la crea personaje alguno, en el peor de los casos el personaje corporiza, tematiza un problema social. (Para eso está la ficción, entre otras cosas: para problematizar, para crear escenarios hipotéticos que nos permitan conjurar un problema social, político, existencial antes de que nos estalle en la cara.) Son comunicadores irresponsables, en tanto acusan por la rotura de la vidriera a la piedra, mas nunca a la mano que la arrojó. Lo cual los convierte en cómplices de un imperio que sólo llegó donde llegó merced a su capacidad de compartimentalizar su mente y separar actos de consecuencias. La producción industrial le permite al obrero deslindar su responsabilidad sobre la fabricación del tornillo que servirá para armar una bomba de hidrógeno. La desconexión respecto de lo que pasa en el mundo le permite al ciudadano soslayar la causalidad que existe entre la política colonial y el atentado terrorista. La ignorancia que torna posible al pobre de derecha le impide ver que la facilidad para comprar armas de guerra en el chino de la vuelta tiene relación directa con las masacres que sufren cada dos por tres.
Mientras escribo estas líneas, leo que un cine del sur de Huntington Beach, California, que anunciaba el estreno de Joker, cerró después de recibir una amenaza que la policía halló verosímil. Días atrás se difundió que tanto en Nueva York como en Los Ángeles se dispondría de vigilancia especial para las salas, así como la prohibición de una práctica que siempre es tolerada — la de disfrazarse o maquillarse como un personaje de la peli. Me recuerdan esa escena de Apocalypse Now en la que Willard (Martin Sheen) remata a una mujer herida y reflexiona sobre el absurdo de procurar una curita para el pueblo al que cagaste a balazos. Los relatos que priman en las sociedades satisfechas —o en los sectores satisfechos de las sociedades en llamas— apuntan siempre a aislar el síntoma de sus causas. Cuando ocurren un atentado o un crimen, siempre se trata de un fanático religioso o de un loco suelto o de un pibe chorro a quien se pulveriza de inmediato y se sigue adelante, acá no pasó nada. Pero pasó, pasa y pasará, mientras sigamos sin atender las causas profundas de esos hechos que parecen aislados cuando no lo son, porque forman parte de la misma trama.
De eso va el Joker, entre otras cosas. De las sociedades que no se hacen cargo de lo que ven en el espejo de esa historia y fingen no ser culpables de lo que ocurre en grado alguno, en su marcha despreocupada hacia el abismo. Si al Joker la perjudican las comparaciones con Taxi Driver y El rey de la comedia (muchos olvidan que Scorsese iba a ser productor de la peli, hasta que la filmación de The Irishman le impidió hacer doblete), se debe ante todo a que hablan de mundos muy diferentes. La corrupción a lo Sodoma y Gomorra que empujaba a Travis Bickle a ponerse apocalíptico la solucionó Rudy Giuliani, convirtiendo Nueva York en un parque temático, una versión idealizada de su propio ser a imagen y semejanza de la postal hollywoodense que el cine creó de ella. Pero la Ciudad Gótica de Joker está al borde del apocalipsis real al que nos empujan los ricos de este tiempo, que acumulan más guita que nunca mientras crean más pobres que nunca y los hacen vivir indignidades que ya no se toleran. Esta tensión no la inventó la peli de Todd Phillips; el escándalo de la situación presente lo envuelve todo, está ahí, aunque pretendamos no verlo.
Lo que hace Joker es repetir, todavía con voz calma, la admonición que en Fight Club daba Tyler Durden. Don't fuck with us.
No jodan con nosotros.
Si repetiremos la frase una tercera vez es algo que está por verse. Parte de la valentía de Joker es que se atreve a preguntarse quién —si ellos o nosotros— será el que ría último.
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