YO NO QUIERO VOLVERME TAN LOCO

¿Qué ocurre cuando no es un individuo sino una sociedad entera la que se vuelve loca?

 

Muchos nos preguntamos alguna vez si las personas a las que vulgarmente llamamos "locos" –víctimas de un trauma que las enajena, al punto de que no distinguen delirio de realidad— comprenden que están chalados. Si se dan cuenta de que algo no está bien. Si lo perciben o si, desde la burbuja de su chifladura, son perfectamente impermeables a la lucidez.

Nuestro idioma es maniqueo al respecto. Según el diccionario de la Real Academia, "loco" es aquel que perdió la razón. Lo cual sugiere que existe una razón unívoca, inapelable, de la que no conviene descarriarse, para no correr el riesgo de ser considerado lunático. Pero imagino que el tema de los desórdenes de la personalidad es un poquitín más complejo. Para empezar, reconocen etiologías varias, ya que pueden derivar tanto de problemas físicos —desarreglos en el cableado mental, neuronas en corto circuito—, como ambientales —andá a vivir en un PH contiguo al campo de concentración de Auschwitz, o respirando agrotóxicos—, además de los hechos de la vida privada que producen traumas psíquicos, más una infinita gradación de combinaciones entre los factores mencionados.

Lo que no varía es la idea de que el loco es la excepción, quien se aparta de la norma y por eso llama la atención. En la práctica, somos los cuerdos, los adaptados, quienes alzamos el dedo para señalar a aquel o aquella que no se conforma y por eso produce escándalo, sin siquiera darse cuenta.

 

 

La pregunta que me desvela en estos días es, sin embargo, otra. ¿Qué ocurre cuando no es un individuo sino una sociedad entera, o al menos la mayor parte de sus integrantes, la que padece un trauma inhabilitante? ¿Qué pasaría si —insisto con el término vulgar, porque en este contexto me parece gráfico— estuviésemos todos locos, y como suele pasar con los que están volados, no nos diésemos cuenta de que estamos locos?

Parece hipotética, la cosa. Pero quizás no lo sea.

Yo no soy psicólogo, ni psicoanalista, ni psiquiatra. En consecuencia, la salud mental no es mi tema, ni un área del conocimiento que domine. Tampoco soy sociólogo ni psicólogo social, lo cual me inhibe de hacer afirmaciones tajantes sobre mi comunidad en términos científicos. Pero como escritor, mi tema por antonomasia es la salud del alma o, para ponerlo en términos musicales, su razonable afinación, para que esté en condiciones de producir armonía en vez de ruido y concertar con otros que armonizan en la misma clave. Desde esa plataforma, considero que una experiencia como la de la dictadura tiene que haber dejado marca sobre la sociedad. Y ojo, que no me refiero a las víctimas directas: los que sufrieron la violencia represiva en cuerpo y alma pero sobrevivieron, los que perdieron a alguien amado en el genocidio. El costo psíquico que debe haber pagado y sigue pagando esa gente es innegable. Pero yo me refiero a los demás. A los que seguimos adelante con nuestras vidas, sin sufrir ninguna herida visible. Los que no fuimos secuestrados ni torturados ni encarcelados. Los que no contamos con ningún desaparecido en la familia y tampoco en el núcleo de relaciones sociales. Aquellos que nos miramos al espejo y parecemos enteros.

 

 

Yo soy uno de esos. De los que podría decir: zafé. No me pasó nada. La saqué baratísima. Y sin embargo, llevo más de cuatro décadas preguntándome lo mismo. A pesar, incluso, de que la experiencia personal podría eximirme de pensar en el tema. Soy un profesional razonablemente exitoso, que después de un par de tropiezos colaboró a engendrar una familia con la socia adecuada, y es muy feliz en ella y con ella. (Con la familia y con la socia, quiero decir.) Desde ese punto de vista, podría pretender que soy un modelo de salud mental. Espero que, si llega a leer la frase que antecede, mi psicóloga no lance una carcajada.

Pero, si estuviese tan tranquilo y satisfecho, ¿por qué será que llevo tanto tiempo alentando esta obsesión? ¿Será porque, a pesar de que se trate de heridas invisibles, encuentro que sus consecuencias —las limitaciones que el daño infligido en mentes y almas impuso desde entonces, condicionando percepciones y actos— no han dejado de ser ostensibles, de saltar a la vista, de manera sostenida en el tiempo? Lo pregunto de otro modo, a ver si se entiende mejor: ¿resulta comprensible la historia de los últimos 40 años, si el análisis no considera la cuestión de la salud mental del común de los argentinos, tanto en términos individuales como sociales?

 

 

Yo creo que no. Si dejás ese ingrediente fuera de la discusión, la historia 1983-2023 no termina de hacer sentido. Se convierte en el ejemplo más palpable de lo dice un personaje maldito (Macbeth) en el seno de una obra también maldita. No quedaría otro modo de interpretar lo que nos pasó como "un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada". Permítanme un pantallazo, sobrevolando algunas postales de estos cuarenta años: las sublevaciones militares durante Alfonsín, la hiperinflación, la amnistía a los genocidas, el FMI, Carlos Saúl y su salto de la yevolución productiva a la convertibilidad, las privatizaciones, pizza con champagne, Yuyito, la Feyari, los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA, la dudosa muerte de Junior, el asesinato de Cabezas, De la Rúa y el Grupo Sushi, la Banelco, el FMI, el corralito, el helicóptero, los Presidentes al por mayor, los homicidios de Kosteki y Santillán, Néstor empujando para acabar con la amnistía y juzgar a los genocidas, Néstor saldando la deuda con el FMI, la 125 como kilómetro cero de la restauración oligárquica, el país del Plan Conectar y los satélites y el Bicentenario, Macri como la Argentina manejada por sus dueños y la venganza del machismo, el FMI, el Covid, la fiestita de Alberto y su gobierno estúpido e impotente, los jueces que administran injusticia, el intento de asesinato a Cristina, Milady Presidente, el dengue, chau Estado, otra vez Yuyito, otra vez privatizaciones, otra vez el FMI...

 Ya sé que es un recuento reduccionista. Pero ningún repaso que se precie debería prescindir de esas imágenes que sugieren que, sí, todo esto es un quilombo, un absurdo, una historia sin pies ni cabeza en la que nadie aprende nada, nunca; un rompecabezas destinado a pulverizar la aspiración a evolucionar, de modo que toda superación que no pase por acumular dinero y poder suene utópica, un disparate, más inaccesible que llegar a fin de mes. A la historia argentina del último medio siglo le quedaría pintada la leyenda que Dante imaginó en la Puerta del Infierno: "Vos que vas a entrar, dejá afuera toda esperanza". (La traducción más común es un tanto formal y envarada, yo prefiero una más directa, porque me parece que el original lo es en esta instancia: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.)

Pero existe al menos una forma de que por detrás del derroche de insensatez, de este cambalache donde prima la "maldad insolente" —qué regia descripción de la era Milei peló Discépolo hace 90 años— aparezca algo que insinúa un sentido. Todo este quilombo se articula cuando dejamos de considerlo ruido y furia sin sentido, para comenzar a verlo como el resultado casi inevitable de las maquinaciones e impotencias de una sociedad que se volvió loca.

Y cuando digo loca, no estoy apelando a una metáfora.

 

 

 

 

Las heridas invisibles

Habría que empezar por considerar la extensión del daño. Los que estábamos vivos durante la dictadura —y ni les cuento si nuestra edad era tierna por entonces, y todavía estábamos formándonos—, fuimos sometidos a un terror constante. Tengo claro que no es lo que aparece como primer recuerdo, porque la mayoría de nosotros siguió laburando, yendo al colegio, celebrando cumpleaños y mundiales y navidades. Pero veníamos de una etapa de terror expreso: secuestros, bombas, fusilamientos en la vía pública, cadáveres que aparecían en cualquier parte. Y una vez que los militares usurparon el poder, el terror expreso cedió paso a la calma de los cementerios. Una tranquilidad aparente que, en realidad, encubría otro tipo de terror — el terror sordo.

Todo el mundo estaba cagado en las patas, hasta aquellos que, como el adolescente que fui por entonces, ni siquiera entendía por qué estaba cagado en las patas. El régimen implementó un sistema de violencia clandestina, al amparo de las sombras de la noche y de la desinformación deliberada. Y la mayor parte de los adultos agradecieron que no se les permitiera saber exactamente qué estaba pasando, porque eso los eximía de la responsabilidad de actuar en consecuencia. Lo cual no significa que no percibiesen qué clase de cosas ocurrían en las catacumbas.

Tuvieron que pasar cuarenta años y uno más —este último, que dediqué a pensar el asunto intensamente— para que comprendiese las dimensiones escandalosas de la contradicción en que, como tantos otros y otras, fui criado. Porque, si bien es verdad que mis viejos no sabían con precisión lo que pasaba (entre otras razones, porque no querían saber), percibían lo esencial, y por eso vivían aterrados y contagiaban terror, al abrumarnos con precauciones. Incluso en esa circunstancia, la de atravesar la primera y única adolescencia formal de nuestras vidas, pescábamos que los cuidados de nuestros padres no eran normales sino excesivos, moldeados por el pánico. Y eso encendía alarmas. Si todo estaba tan bien, tan como debía ser, ¿por qué nos trataban como si en cualquier momento pudiese aparecer un monstruo en la calle y borrarnos de la faz de la Tierra? Si se había restaurado la paz de la Argentina occidental y católica, ¿por qué vivíamos como en la Transilvania imaginada por Bram Stoker, temerosos de poner un pie en la calle una vez que caía el sol?

 

 

Nos criaron de la manera más esquizofrénica. Estaba todo bien, pero a la noche —como tiempo más tarde diría Charly— estaba todo mal.

No pretendo equiparar al común de los argentinos con aquellos que fueron sometidos a tormentos medievales o perdieron seres queridos. Pero, de todos modos, no podemos negar que vivir de ese modo significó sobrellevar un régimen de tortura psíquica constante. Y respirar terror durante años no es gratis. Tiene que dejar huellas.

Cuando se destapó la olla y ya no hubo forma de negar lo ocurrido, la reacción general prolongó la misma hipocresía. La sociedad se horrorizó, se golpeó el pecho en acto de contrición, se sometió a un montón de películas que mostraban secuestros, torturas y muertes... y después dijo ya está. Pasemos a otro tema, la vida continúa. La prisión de los pocos criminales que quedaron afuera del paraguas protector de la amnistía parecía suficiente, como símbolo de nuestro amor por la justicia. Pero la impunidad de casi todos los que habían cometido atrocidades constituía otro tipo de tortura psicológica. Significaba que vivías en una sociedad en la que el tipo que estaba delante tuyo en la cola del súper podía ser el mismo que, hasta hace poco tiempo atrás, trabajaba de meterle un caño en el culo a un prisionero para después introducir una rata que le royese los intestinos. (No estoy exagerando. Revisen el Nunca más.)

Vivir a conciencia de que estás rodeado de monstruos reales tampoco es gratis. Eso también tenía que dejar marcas.

 

 

Hoy puedo reconfigurar la génesis de Kamchatka —la película y la novela— en ese marco. Fue la reacción de alguien que no concebía que hubiésemos reemplazado el duelo por la frivolidad del menemismo y la Alianza, mientras los asesinos seguían entre nosotros. Una convicción que compartí con el director Marcelo Piñeyro: no podíamos creer que la gente pretendiese que el asunto había quedado saldado, y que lo deseable era pensar en un futuro venturoso, cuando los genocidas continuaban en condiciones de actuar. (Eran, según el eufemismo de la era, mano de obra ddisponible.) Una situación tan absurda, tan inconsciente, como sobrevivir de pedo a una pandemia y negarte a vacunarte. En ese sentido, Kamchatka fue una señal de salud mental, primero de nuestra parte y más adelante de todos y todas quienes vieron el film y leyeron el libro. Una forma de recordar que el horror no había quedado atrás sino que convivía con nosotros, y que no había forma de construir una vida plena en un país democrático si no se lidiaba seriamente con los monstruos.

Después llegó Néstor y se encargó de ellos. Pero, si la historia argentina reciente fuese una película de terror biológico, habría que encajarle uno de esos finales dobles a que el género es tan adepto. En el climax, los héroes contienen a los microorganismos que producen la peste y todo el mundo es feliz y baila en las calles. Pero, en el último segundo, el espectador advierte que nadie ha enfrentado a los dueños del laboratorio donde se crearon los microorganismos, esos millonarios que, además, conservan la fórmula tóxica. Así fue en la vida real, y eso es lo que hoy estamos pagando. Contuvimos a los violentos, pero no a quienes los inspiraron y financiaron — los dueños del país de entonces, tan parecidos a los dueños de hoy.

Es decir, no estuvimos lúcidos. Nos dejamos engañar, nos auto-engañamos y formamos a las nuevas generaciones en la misma mentira. ¿Y cómo llamamos a la gente que actúa como si uno de los rasgos de realidad no estuviese allí, operando como siempre opera? ¿Qué diríamos de quien sale con tapado de piel en enero, convencido de que es invierno? ¿De aquel que se sienta en una reposera en mitad de una avenida, creyendo que está en el campo? ¿De aquel que confunde un cactus con un cucurucho de helado?

Que está loco. Trastornado. Ciego ante un aspecto de la realidad.

 

 

El problema se magnifica cuando no se trata de una persona, o de un puñado de individuos, sino de una sociedad entera, que acuerda ignorar en conjunto una arista de lo real, actuar como si no existiera. Imaginen un pueblo donde todos los habitantes pretendiesen que la noche no existe y por ende que el descanso no es necesario. A los tres días estarían tumbados sobre una lona en la madrugada, contando con broncearse. Esa fase sería hasta graciosa. Pero a los siete días empezarían a caer como bolsas en cualquier lugar, vencidos por el sueño, o morirían víctimas de accidentes producidos por alguien que se durmió cuando no debía.

Venimos actuando desde hace décadas como si fuésemos presa de una psicosis colectiva. Hemos negado sistemáticamente la realidad de que es imposible vivir en paz cuando existe gente poderosa que considera que todo bien material es suyo, y que puede esquilmarnos —¡como lo está haciendo!— sin rendir cuenta de sus actos. Hemos negado sistemáticamente la realidad de que una democracia es inviable sin un Poder Judicial que cumpla y haga cumplir con la Constitución.

Estamos como estamos porque no nos hicimos cargo de nuestra salud mental como sociedad. Como parecía que, aunque a trompicones, la cosa funcionaba, insistimos en negar los problemas de fondo. Hasta que lo tapado y bloqueado se acumuló por demás, y llegó toda la factura junta, tan indexada como la de los servicios.

Y ahora, simplemente, estamos a esto de un brote.

 

 

 

 

Fingir cordura

Insisto, por las dudas: no estoy hablando de la salud mental de la sociedad en términos clínicos ni científicos. La uso como recurso narrativo, porque me ayuda a reflexionar sobre aspectos que considero que no han sido suficientemente pensados. Juro que, hasta hace pocos días, yo creía que mi planteo —la pregunta sobre el daño psicológico que la dictadura infligió no sobre sus víctimas directas, sino sobre la sociedad en su conjunto— era una obviedad. Por eso consulté a dos profesionales de la salud mental a quienes respeto, pidiéndoles bibliografía. Su primera respuesta fue un pasmado silencio. Después aceptaron que no conocían de primera mano trabajos serios sobre el tema. Finalmente improvisaron un par de ideas que iluminaron, lo cual agradezco, pero la necesidad de improvisar confirmó que estaban casi tan en pelotas como yo al respecto.

Uno de ellos me prestó un párrafo de Lacan, tomado de su Proposición del 9 de octubre del '67, donde habla de lo mojigato en relación con lo real. Según este profesional al que consulté (es su interpretación y no la mía, para mí Lacan es el equivalente literario del Impenetrable chaqueño), al hablar de lo real sólo desde lo mojigato se potencia lo peor, o se niega o banaliza lo real importante. La palabra que usa Lacan es bégueule, que suele traducirse como "tartamudear, balbucear". De cualquier forma, el salto del traductor o traductora hacia la palabra "mojigato" me gusta. Es un buen adjetivo para nuestra sociedad. Significa "pacato, puritano, hipócrita, santurrón". Nos queda perfecta, ¿o no? Alude a un déficit de honestidad a la hora de relacionarse con la realidad. Pienso en Wado de Pedro, a quien la experiencia del terror en carne propia le trabó la lengua, lo dejó bégue, tartamudo. El terror que los demás vivimos fue indirecto, pero de todos modos nos condenó a no poder nombrar lo real más que a través de vacilación y palabras entrecortadas.

 

 

También me habló este hombre de las dificultades que proceden de la imposibilidad de hacer el duelo por las víctimas. Cuando lo escuché pensé que la idea no me servía de mucho, porque aplicaba tan sólo a los parientes y amigos de los desaparecidos. En ausencia del cuerpo y de la sepultura, son los deudos quienes se ven privados del duelo. Pero después me pregunté si no había allí algo más. Porque el duelo por los desaparecidos no debería concernir exclusivamente a sus deudos, así como el duelo por las víctimas del Holocausto no concierne tan sólo a sus parientes sino al pueblo judío en su conjunto y, por extensión, a la humanidad. No poder hacer el duelo por tu mamá, tu papá, tu hermano o tu amigo es tremendo. Pero asimismo lo es que parte de la sociedad argentina no haya entendido que también le correspondía hacerlo, aunque las víctimas no formasen parte de su familia. No asumir la necesidad del duelo general también es una tara, una actitud propia de mojigatos. Negar el peso de miles de muertes innecesarias y arteras sobre la membrana de la conciencia —conciencia individual, pero también social— es esconder bajo la alfombra una mugre que con el tiempo termina por permearlo todo.

La tolerancia que estamos teniendo ante hechos imperdonables es un signo de enajenación de la realidad. Ya veníamos negando fulero: retacearle importancia al intento de asesinato de Cristina fue tan insensato, en términos psicológicos, como lo que hacen los estadounidenses con Hiroshima y Nagasaki y lo que se hizo acá mismo al ningunear el bombardeo sobre Plaza de Mayo durante décadas. Pero esto de la Argentina de Milei es francamente un escándalo. Se trata de una carga frontal (ultraviolenta, diría con regocijo el protagonista de La naranja mecánica) contra el bienestar de la mayoría de los argentinos. Pero, a excepción de sectores definidos —como los jubilados y los estudiantes, que están resistiendo donde y como se debe—, la actitud generalizada es la de echarse al suelo en posición fetal, para abandonarse al pensamiento mágico y pedir que las balas pasen de largo sin tocarnos.

 

Macbeth.

 

Esa es lisa y llanamente la acción de un loco, porque entraña la renuncia a lidiar con la realidad. Como si en medio de una batalla, mientras vuelan los espadazos, en vez de defenderte te tapases los oídos y empezases a decir la la la la sin parar. Eso sí: no me sorprende, porque deriva de una decisión previa que apesta a locura. Estamos como estamos porque, en un momento de crisis, la mayoría de la sociedad prescindió de los profesionales de la política —para ponerlo en términos simbólicos, ya que nos ronda Macbeth: los nobles, los héroes militares, los magistrados, los sabios— para decantarse en cambio por el bufón de la corte, a quien en inglés se llama The Fool, o sea El Tonto o, también, El Débil Mental.

Lo llamativo es que la expresión du jour es "fingir demencia", cuando en realidad hacemos lo contrario: fingimos normalidad, fingimos cordura a pesar de que todo lo que nos rodea es demente. Hacemos de cuenta que no pasa nada fuera de lo común, mientras el mundo se derrumba alrededor para darle el gusto a los poderosos más necios que hayamos conocido. Y mientras tanto, nos vamos a acostumbrando a cosas a las que no debíamos acostumbrarnos. Vuelvo al personaje maldito de la obra maldita, porque es nuestro pariente espiritual más próximo en estos días. Poco antes de concluir que la vida es un cuento contado por un idiota que nada significa —esto es: justo antes de concluir que su propia vida perdió todo sentido—, Macbeth oye el grito de una mujer y reflexiona. Dice que antes, ante un grito semejante se le habrían puesto los pelos de punta. Pero que ahora que se reconoce lleno de horrores y pensamientos criminales, un aullido así no le produce nada.

Así estamos nosotros. Escuchando gritos espantosos que no nos conmueven, que fingimos no oír.

 

 

De todos modos, el hecho de que estemos en condiciones de advertirlo es auspicioso. Significa que todavía no nos rompimos del todo. Que, aun estando jodidos, conservamos un resto de cordura que defender, que no cortamos definitivamente el lazo con la realidad. Pero, para que la salud mental de la sociedad argentina cunda, para que sane y prospere, hace falta que dejemos de ser mojigatos. Lo cual requiere, primero, que la cortemos con el balbuceo y llamemos a las cosas por su nombre. Y en segundo término, que banquemos la parada de la palabra clara con el cuerpo.

Esta semana hubo dos situaciones muy difundidas en las que ocurrió exactamente eso. Una, el flashmob de los y las estudiantes de la UNA en la estación de Once, al ritmo de un hit de Lali Espósito. Fue un mensaje clarísimo: No nos vas a quitar el arte, no nos vas a impedir bailar. (Cualquiera que haya visto bailar al Presidente Milady entiende cuán elocuente es ese aviso. Milady gobierna como baila, pero los pibes y las pibas viven como bailan — su acción fue un manifiesto político, en el sentido más amplio.) La segunda fue la actitud de Riquelme al interponerse entre las barras de Boca y Gimnasia. El gesto de un dirigente que entiende algo esencial: que ser responsable con la posición que asumió voluntariamente —porque nadie lo obligó a estar donde está— implica poner el cuerpo, aunque esto suponga arriesgarlo. Riquelme es más responsable que el 95% de la dirigencia política, que disfruta de las mieles que vienen con el rol que eligieron asumir, pero nunca se exponen para proteger al pueblo al que técnicamente representan.

 

 

 

Fueron dos hechos menores, en medio de una marejada demencial. Pero yo no los minimizaría. Entiendo que, cuando se superan las marcas tolerables de angustia, abrazar la locura —el paisaje imaginario, fraguado en la desesperación, por encima del real— se convierte en una tentación. Pero, al mismo tiempo, brotan signos de que en sectores de nuestra sociedad no se ha cortado el hilo que enhebra el deseo de vida, la palabra honesta y el cuerpo. Usemos esa brújula para acercarnos a aquellos cuya compañía sana, al demostrar que, aun ahora y en una situación como esta, se puede vivir con elegancia y virtud.

No es necesario que nos convirtamos en un modelo de cordura. Basta con que reconozcamos que, como lo confesaba Charly en el '82, no queremos volvernos tan locos.

 

 

 

 

 

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