A Guillermo Wierzba: in memoriam
Sociedad y psiquis
Para que la mafia se convierta en entidad política deben verificarse algunas condiciones. La primera concierne al nivel psicológico-social de base del poder mafioso. Es posible identificar un “recorrido psíquico” del mafioso, que empieza en el seno de la familia natural y luego se consolida en la familia ampliada que es la famiglia mafiosa. Esto quiere decir que se pueden relevar algunas constantes en la formación del devenir de una identidad mafiosa. Existe un modo específico de concebir la familia y luego la sociedad civil —los primeros núcleos de referencia para la construcción de la personalidad de un individuo— que puede determinar con mayor facilidad el despliegue de un “comportamiento mafioso”.
La familia y la famiglia tienden a actuar como un paravalanchas que ofrece protección y que contiene respecto a las insuficiencias o la persecución perpetradas por otras instituciones. De modo complementario, actúan como aparato ideológico consolidado que fomenta el sentido de pertenencia de los afiliados y que es garantía de secretismo, cohesión y fuerza. Dentro de esa cultura —que es pre-para-intra-estatal—, de ese microcosmos de pertenencia, todo sujeto es educado para identificarse y para devenir menos un ciudadano —un sujeto de una comunidad política— que una especie de “súbdito” de una estructura de poder criminal y antigua que lo contiene, lo realza y que le otorga un sentido vital (G. Lo Verso y G. Lo Coco, La psiche mafiosa, Angeli, 2002). Esta pedagogía afirma que ese sujeto será menos parte de una sociedad nacional que de la sociedad criminal, de la cual derivará su fuerza, poder y status. El mafioso terminará identificándose absolutamente con la Onorata Società, la interiorizará como el único mundo al que pertenece en verdad, la percibirá como el único cuerpo social en el que los sujetos serán dignos de ser reconocidos como personas. Se representará, por lo tanto, a la sociedad nacional como una realidad antagonista a ser depredada y puesta bajo amenaza, un conjunto integrado por sujetos inferiores, a ser subyugados, cuya dignidad humana es negada.
Aquí, la amenaza explícita: un puñado de minutos antes de que la Vicepresidenta empezara a desplegar su clase magistral —“La Argentina circular”— en la inauguración de la Escuela Justicialista, el ex Presidente Macri publicó una carta en la que sobrevuela la intimidación lejos de toda metáfora: “[con las elecciones de 2023] No habrá más años de kirchnerismo, más allá de lo que diga el resultado electoral”. La relación que la Onorata Società establece con la realidad nacional es de reificación pase lo que pase con un resultado electoral democrático.
La cultura mafiosa es la estructura secreta de todo lo que se hace (G. Lo Verso, G. Lo Coco, S. Mistretta, G. Zizzo, Come cambia la mafia. Angeli, 1999). “Somos el cambio o no somos nada”, explica bien esa pertenencia societaria diferencial. Desciende entonces que el recorrido formativo de la sociedad mafiosa es ontológicamente antitético al del desarrollo civil y democrático. La sociedad mafiosa está ligada a la lógica del egoísmo y del privilegio —que se entienda: a prácticas antipopulares—, a la racionalidad de un universo cerrado cuya síntesis política es realizada por un poder “superior”: la Onorata Società.
Es entendible, entonces, la preferencia del poder mafioso por las formas del capitalismo excluyente, por las organizaciones políticas reaccionarias que enfatizan el individualismo, el egoísmo, el particularismo y que niegan los modos democráticos de vivir en común. De aquí también las preferencias de Milei —“Si yo tuviera que elegir entre el Estado y la mafia, me quedo con la mafia, porque la mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente y, sobre todas las cosas, la mafia compite”... y, sin embargo, va por el Estado— y los comportamientos antinacionales de la alianza Cambiemos con la solicitud de la deuda criminal ante el FMI.
(Respecto de Milei, una apostilla: elegir al fascismo como antagonista es un drama, pues la democracia no cuenta con antecedentes históricos de lucha contra ese monstruo.) Y una anécdota: en el período de militancia en el movimiento estudiantil calabrés, en la Università degli Studi della Calabria, un estudiante nos resultaba entre “curioso” y “llamativo”: empleábamos estas palabras para explicarnos algo que percibíamos, pero que no podíamos expresar. Siendo calabrés de nacimiento y con DNI —y haciendo uso de uno de sus dialectos en su vida cotidiana— decía no serlo, incluso cuando nadie se lo preguntaba. Pertenecía pues a otra sociedad.
Los modelos de comportamiento mafioso, sin embargo, pueden ser puestos en crisis por los modelos elaborados por las instituciones y los agentes de “socialización secundaria”: la escuela pública (gran conglomerado educativo que incluye la universidad), los sindicatos, los movimientos sociales, los partidos de tradición emancipatoria, incluso la iglesia, aquella enlazada con el cristianismo social.
Un movimiento
En Italia se logró interrumpir (relativamente) la formación del devenir identitario mafioso con el desarrollo de una cultura de los arrepentidos. Se impulsó con el artículo 41 bis de la Ley Penitenciaria. Esa norma fue elaborada para cercenar la comunicación entre los mafiosos detenidos —tanto en la cárcel, como con el exterior— para evitar que pudieran organizar delitos dentro y fuera del sistema carcelario. A través del aislamiento —con la afirmación de un régimen carcelario diferencial— y de la privación del sostén informativo, psicológico y material de la organización, los “hombres de honor” empezaron a desertar de la Onorata Società y a colaborar con el Estado. En la Argentina, podemos experimentar otro derrotero —que puede ser mucho más interesante— para elaborar un modelo alternativo al modelo mafioso determinado por la “socialización primaria” proyectada por la famiglia. Deberíamos ser capaces de constituir un movimiento de resistencia permanente al poder mafioso, que aglutinara todas las mejores fuerzas del campo popular. Debería saber ubicarse en el seno de los organismos de derechos humanos, en las organizaciones sindicales de lucha, en los movimientos sociales y en los partidos políticos de tradición “laborista” (pienso en la experiencia de las izquierdas, del peronismo, de buena parte del sindicalismo posterior al anarquismo). La inspiración de ese movimiento tendría que ser un principio fundamental: de lucha contra las manifestaciones criminales del poder mafioso y también contra sus raíces sociales, políticas e institucionales, económicas, judiciales y comunicacionales. Luchar quiere decir tejer un estado de conciencia plural, diseminado, reconocible en su diversidad y permanente. Un movimiento de este tipo debería proponerse desanudar los lazos del poder mafioso: su entrelazamiento con el poder legal, encarnado en las instituciones del Estado y de la sociedad civil. Ese movimiento deberá afectar la criminalidad de los poderosos.
Comodoro Py es el puerto de las nieblas de un segmento del Poder Judicial que desconoce la igualdad de todxs lxs ciudadanxs ante la ley y la sujeción de lxs magistradxs a esa misma ley. Un ejemplo lo constituye la investigación de la excursión de jueces, funcionarios y empresarios a Lago Escondido. Entre esa sede tribunalicia, un segmento del espectro político y la mediaticidad monopólica, existe una homogeneidad que en algún momento de la historia popular nacional habrá que trocar en heterogeneidad. Esa homogeneidad tiene terminaciones nerviosas en los altos rangos del Poder Judicial. Lo ratificó el diputado Leopoldo Moreau en una entrevista del 21 de abril en AM 750 con Cynthia García: “En el caso del Consejo de la Magistratura se han traficado sentencias y en el caso de la coparticipación se han negociado sentencias, por ejemplo en el caso de la famosa sentencia del 2x1”. Además, esa homogeneidad —aunque con notables y encomiables excepciones— despliega omisiones y encubrimientos, avocaciones y competencias negadas, conexiones “creativas”, persecuciones ad mulierem y otros artificios para no perturbar las estructuras de poder existentes. Respecto de ese poder el movimiento del que estoy hablando deberá sostener la igualdad de todx ciudadanx ante la ley y la sujeción de los magistrados a la ley —pública— porque esta, en la Argentina, ha sido colonizada por la “ley privada” de la de la mediaticidad monopólica. Vemos entonces juicios paralelos que se desarrollan menos en el aula de tribunal que en el set televisivo o en la tapa de dos diarios de circulación nacional que cada vez más son uno solo. Esa escenografía concentra un mecanismo mafioso porque la fuerza de lo privado incide sobre lo público y hasta tiene un poder predictivo: “la bala que no salió y el fallo que sí saldrá”. De esto desciende que el Poder Judicial ya no condena; se limita a validar a través de la práctica de su género discursivo —las sentencias— un proceso que nace y se estimula en el ámbito de la mediaticidad monopólica. Esta forma de proceder, de una Justicia mediatizada que funciona sobre la base de un resorte mafioso, en Italia encuentra un antecedente relevante. Giulio Andreotti había sido reconocido responsable de colusión con la mafia siciliana hasta 1980. Sin embargo, a fuerza de repetidas participaciones televisivas para conversar sobre los temas más dispares, entre los que deslizaba a menudo sus asuntos judiciales, el senador vitalicio logró convertirse en “víctima inocente de una conspiración” (GC. Caselli, G. Lo Forte, Lo stato illegale, Laterza, 2020). Con una especie de juicio paralelo vertiginoso —una rotation televisiva— desplegó un perfil muy alto de sí mismo y salió indemne de su condición mafiosa (ratificada por la Sentencia N.º 1.564, del 2/5/2003, emitida por la 1ª Sezione penale, Corte di appello di Palermo). Aquí la escena está preparada de un modo un tanto distinto y no por eso menos eficaz: “lo que existía, y existe aún en Argentina, era y es un suprapoder que se impone sobre los tres poderes instituidos por la Constitución para arrancarles decisiones a partir de la presión mediática” (CFK, Sinceramente, 2019, p. 548).
La comisión
En la Argentina parecería verificarse una necesidad de mafia porque la legalidad parecería impedir el devenir del curso “normal” de la sociedad. Quien se propone afirmar la legalidad —el ejercicio democrático del vivir en común— sufre una campaña de martilleo permanente, de denigración, promovida por una bien conocida facción política, mediática, económica y judicial. Esto nos requiere una reflexión profunda sobre las modalidades propias de una lógica mafiosa practicada por esas subjetividades y sobre cómo se constituyó un consenso sobre las acciones determinadas por esa racionalidad. Solapar esa reflexión significaría una abdicación de la verdad (por más de que esta siempre implique una inconclusión). Estas cuestiones hablan de un problema de democracia: no identificar y luchar contra las modalidades propias de la lógica mafiosa significa su inconcebible y peligrosa legitimación.
Una comisión parlamentaria debería investigar las relaciones entre mafia y política. Su objetivo principal tendría que consistir en discriminar entre responsabilidad política y penal, pues esta sería de incumbencia del Poder Judicial si en el Código Penal existiera la tipificación de asociación mafiosa y si toda la Magistratura se sujetara a la ley. En cuanto a la responsabilidad política, debería verificar la eventual incompatibilidad entre un sujeto que ejerce un cargo público y sus funciones. Incompatibilidad a probar sobre la base de hechos que es necesario examinar sin condescendencia y sin que necesariamente constituyan delito aún, pero que sin embargo se consideren como posibles de conducir a un juicio de incompatibilidad. Por más que sea una obviedad, la función de un servidor público es servir al bien común. Y si focalizamos la deuda criminal solicitada por el gobierno de la alianza Cambiemos al FMI, emerge cómo se constituyó en un presente griego que ha arruinado el hoy transformando en ruina un pasado de liberación desplegado por Néstor Kirchner cuando reestructuró la deuda. Ese empréstito que están pagando las clases trabajadoras en su conjunto no ha significado ningún beneficio para el bien común ni para quienes la estamos solventando. La deuda ante el FMI puede ser leída en clave mafiosa porque los eventos que despliega el poder mafioso suelen darse de manera fragmentada y tener baja inteligibilidad de conjunto. Eso se debe a la condición de invisibilidad de ese poder: el mafioso es invisible porque el lugar en el que concibe y ejecuta el delito no coincide con el lugar en el que se advierten sus efectos, y sus víctimas también son invisibles porque a menudo están ausentes de la escena del crimen y no son conscientes de su victimización (que recibe cualquier otra explicación).
La responsabilidad política debería focalizar también hechos ajenos al político, si de esos hechos se deduce un juicio de carencia de confiabilidad sobre el político (por haber demostrado) que no supo elegir o que no constató o toleró comportamientos inadecuados de sus subordinadxs. Sobre la base de la responsabilidad política deberían exigirse sanciones precisas —de incumbencia de la comisión, del Parlamento y de las fuerzas políticas— tendientes a la separación del político de las funciones ejercidas. Y el juicio de incompatibilidad debería examinar hechos políticos pasados con vistas a generar conciencia ciudadana, esto es: a condicionar la representación futura si los sujetos políticos que obraron contra el bien común se propusieran volver a postularse a cargos públicos. Si estas líneas se sofisticaran, si la comisión imaginada se constituyera, si sus preceptos se aplicaran éticamente, el poder mafioso podría ser contenido y sus acciones, reducirse. Si todo esto no es pensando por las fuerzas del campo popular, será el campo antagonista el que intervendrá sobre estos asuntos con consecuencias catastróficas para la vida en común y el Estado de derecho.
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