Y los huesos hablaron

Documental sobre el extraordinario trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense

 

Clyde Snow fuma un puro y entra a paso lento en su casa. El antropólogo forense norteamericano que había trabajado desenmascarando casos como el de John Wayne Gacy, “el payaso asesino” que mató a 18 jóvenes y los enterró debajo de su casa, aspira el humo del cigarrillo y cuenta la escena fundacional: cuando recibió un llamado para visitar la Argentina porque “había familias que estaban desesperadas por encontrar a sus seres queridos”. La misión era la de un experto: armar un equipo para exhumar los restos, y así fue que, entonces, conoció a un grupo de “jóvenes notables” entre estudiantes avanzados y graduados, como ocurrió con Julio César Strassera, el fiscal del Juicio a la Juntas, con su equipo de novatos judiciales.

El rostro simpático y ajado de Snow es el puntapié del notable documental El Equipo, dirigido por el méxico-estadounidense Bernardo Ruiz y producido por Quiet Pictures, de pronta exhibición en la Argentina –a partir de septiembre estará disponible en pbs.org–. “Cada esqueleto que encontramos, cada cráneo con un agujero de bala, agrega algo más a nuestro conocimiento acerca de cómo funcionó este sistema de represión y asesinatos en serie”, larga Snow, dando cuenta de aquel momento, en 1984, cuando llegó al país siendo un perfecto desconocido. El documental es una extraordinaria oportunidad para conocer de cerca cómo fue la creación del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), con entrevistas, testimonios y material inédito en altísima calidad audiovisual, justo en estos tiempos donde uno de los organismos con mayor prestigio internacional está cumpliendo 40 años de vida.

 

Los antropólogos trabajando en el Arsenal Miguel de Azcuénaga, en Tucumán.

 

“En el mundo se expande el cáncer de la subversión ideológica. Las Fuerzas Armadas se ven obligadas a tomar el poder”, dice un spot televisivo de la dictadura que forma parte del copioso archivo de El Equipo, con Henry Kissinger hablando maravillas de Videla y las Madres de Plaza de Mayo rogando la atención de los medios internacionales. “Estaba la sensación de no poder hacer nada con los atropellos de los militares, de que no había manera de defenderse. Nosotras íbamos a estudiar y nos revisaban la mochila en largas filas”, recuerda Mercedes Mimí Doretti, quien junto a Patricia Bernardi y Luis Fondebrider fueron de los primeros jóvenes científicos en trabajar con el excéntrico y riguroso Clyde Snow. A comienzos de 1984 la CONADEP y Abuelas de Plaza de Mayo pidieron la asistencia de Eric Stover, entonces director del Programa de Ciencia y Derechos Humanos de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, con sede en Washington. Fue Stover el que contactó a Snow, que venía de identificar el cuerpo de Josef Mengele en Brasil y era uno de los antropólogos forenses más importantes del mundo.

“Los huesos son buenos testigos. Pueden hablar en voz baja, pero no mienten y nunca olvidan”, solía repetir Snow a sus discípulos. Había restos de miles de personas sin identificar cuando llegó a la Argentina. Empezaron con las exhumaciones en fosas comunes en cementerios públicos. “Fueron con topadoras y destruyeron evidencia, fue un desastre”, denunció en la primera de ellas, donde no había ningún profesional autorizado y las familiares lloraban al lado de los huesos. Era un terreno muy improvisado, con los militares agazapados.

Las Madres oficiaron de garantes. Snow no encontraba a nadie preparado para semejante tarea: muchos médicos forenses habían ayudado a tapar los crímenes de la dictadura. Ya estaba por volverse a Estados Unidos, decepcionado, cuando Morris Tidball Binz, su asistente, lo convenció para que convocara a estudiantes de arqueología y antropología. Al principio, “el gringo” no aceptó. Pero luego cayó en la cuenta de que era la única opción.

Snow esperaba a los estudiantes en un hotel, donde comenzó a entrevistarlos. “Un típico tejano, con su sombrero y pipa”, fue la primera impresión de Patricia Bernardi, que acudió a la cita como una principiante. Snow no podía esperar y les propuso exhumar un cementerio en la zona norte de Buenos Aires. Sabía de los peligros y se los advirtió.

La primera excavación se hizo con materiales caseros: utensilios de cocina y un mosquitero que Luis Fondebrider extrajo de la casa de su madre. Había policías cercando el lugar y los chicos estaban asustados, pero se rebelaron cuando los familiares de las víctimas no pudieron entrar. Snow habló con el juez y todo se resolvió en cuestión de horas. Los jóvenes, tan inexpertos como apasionados, habían trabajado en yacimientos arqueológicos, en huesos de guanaco y de lobos marinos. No tenía idea de un resto humano hasta que vieron un cráneo con una perforación de bala. Bernardi se puso a llorar.

Las imágenes dan cuenta de grabaciones caseras de El Equipo: ellos empiezan a documentar su trabajo con fotos y videos al dimensionar la relevancia de la prueba. Fueron aprendiendo el oficio en el terreno, en clases prácticas con Snow. Comían dentro de la fosa, con el especialista norteamericano predispuesto a arremangarse y luego bromear con ellos tomando su clásico Martini seco. Eran épocas “pre-ADN” y había limitaciones técnicas para hacer identificaciones. En las mesas de disección se topaban con fracturas antiguas, datos odontológicos y cráneos destrozados para determinar edades y sexos. Bajo amenazas telefónicas, Snow se cambió de hotel y temió por la protección de los jóvenes de su equipo. La primavera democrática era un campo resbaladizo.

Coqui Pereyra, de Abuelas, se acercó a ellos. El caso de su hija, Liliana, fue uno de los primeros en que el EAAF logró la identificación en 1985. Estaba enterrada en el cementerio de Mar del Plata y por la pelvis se comprobó que había dado a luz. ¿Cómo hacían los científicos para controlar las emociones? “Miren, si tienen que llorar, háganlo a la noche”, sugirió Snow, y las palabras se convirtieron en un mantra.

El documental El Equipo puede verse en una secuencia conjunta con El juicio, de Ulises de la Orden, o la película Argentina, 1985. La declaración de Clyde Snow en el juicio a las Juntas fue bisagra. Allí, bajo un silencio sepulcral en la sala, contó de qué modo se identificó a Liliana Pereyra. “Habló de que nuestro trabajo no era sobre huesos sueltos, sino que ellos representaban a gente que tenía una vida, una cara, un cuerpo”, reflexiona Patricia Bernardi, destacando el momento en el que se proyecta el rostro completo de Liliana en una pantalla frente a los jueces.

 

Declaración de Snow en el Juicio a las Juntas.

 

Cuando arrancaron con las primeras excavaciones, los jóvenes científicos no sabían cuánto tiempo les llevaría ni pensaron en armar un equipo de manera profesional. Snow se fue a Estados Unidos y poco después regresó. Los casos florecían y tenían la confianza de los familiares. Se sumaron nuevos voluntarios, como Carlos Maco Somigliana, estudiante de abogacía y de antropología. Al poco tiempo se instalaron en una oficina y en 1987 formaron una asociación civil.

“Ellos habían adquirido más experiencia que nadie en el mundo. Y desencadenaron una revolución”, desliza Snow, que los lleva como peritos especializados a misiones internacionales, como en Chile, donde Pinochet seguía en el poder. El foco del documental se desplaza a Centroamérica. En 1990 se forma el equipo de antropólogos guatemaltecos en ese país. Patricia Bernardi y Mimí Doretti trabajan en el esclarecimiento de la masacre de El Mozote, en El Salvador. Snow deja de llamarlos “chicos”. “Los eché del nido, me desprendí de ellos. Empezaron a tener vuelo propio”, dice en voz en off en el documental.

En El Salvador, Bernardi y Doretti recogen decenas de testimonios. Cuando excavan, hallan un niño detrás del otro. Batitas, escarpines, huesos dentro de sandalias. Una atrocidad a cielo abierto. Fragmentos diminutos, de niños recién nacidos. Lo convocan a Snow y a otros científicos norteamericanos. Snow, con sólo mirar una dentadura, parecía sacar la edad del niño. “Que estuviera Clyde y su equipo certificando que hubo una masacre tuvo un peso político en demostrar la intervención yanqui a Centroamérica”, remarca Bernardi.

Las heridas permanecen abiertas a través de generaciones. Las amnistías a los represores son un duro golpe para el equipo. “¿Tiene sentido que sigamos trabajando?”, se plantearon al ver que las causas judiciales a las que aportaban pruebas se habían frenado. Pero el apoyo de los familiares y de los organismos de derechos humanos, una vez más, fue inexorable.

El EAAF pasó de Bolivia al Congo –llegan a 50 países recorridos– y sus miembros se hicieron famosos en su expertise. Los cadáveres tienen distintos patrones, las formas de eliminar al ser humano varías según los contextos. Tener un familiar desaparecido es un dolor universal que trasciende cualquier religión, cultura o ideología. “No buscamos nunca reconciliación sino reparación, memoria y justicia”, define Luis Fondebrider. El EAAF se amplió a cerca de 50 personas que actualmente trabajan en varias oficinas de la Argentina.

Al morir Snow, en 2014, sus restos se diseminaron por su expreso pedido en el sector 134 del cementerio de Avellaneda y otras partes en Guatemala. Como si sus restos estuvieran repartidos con los que ayudó a identificar. “Vivimos un costo personal muy alto”, asume Fondebrider, y el filme entra en una dimensión colosal: México. Los femicidios ocurren mientras los antropólogos forenses estaban trabajando en las fosas. Son cuerpos en estado avanzado de descomposición, no restos óseos. Los familiares todavía los buscaban con vida. El equipo siente el impacto: Patricia se retira y Mimí toma la posta.

Todo se vuelve más peligroso con el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. A las científicas les pinchan sus teléfonos y hay ataques a dirigentes de derechos humanos de parte del gobierno. Mimí se muestra firme, incólume, y desmonta la versión oficial enfrentando al Poder Judicial. “Perdón por meterlos en este lío”, les había dicho Clyde alguna vez. “Si sólo una familia tiene un poco de paz, justifica el trabajo. Por eso lo seguimos haciendo”, dice Fondebrider. En 2020, el EAAF fue postulado al Premio Nobel por primera vez.

El trabajo continúa.

 

 

 

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