“Si el coronavirus hubiera surgido en África, nosotros no podríamos ni siquiera hacer las compras. Cuando pasó lo del ébola era así. No querían acercarse porque decían que estábamos enfermos”, cuenta Ndjame. Al igual que muchos miembros de la comunidad senegalesa, llegó a la Argentina en 2011 con 19 años. En 2019, la policía lo detuvo tres veces por “venta ilegal” y “atentado con resistencia a la autoridad”. Apenas le confiscaron la mercadería en venta, tuvo la certeza de que no la recuperaría. Hoy, vive junto a su hermano Shimi y un amigo, Abdul, en un pequeño dos ambientes a metros de la Avenida Rivadavia.
Como muchos senegaleses, Ndjame es monotributista y, por ende, le correspondería cobrar el Ingreso Familiar de Emergencia. “Me parece una medida excelente, pero decido no pedir el subsidio porque creo que hay gente que lo necesita más”, explica el joven, que también hace hincapié en el rol de la comunidad ante situaciones críticas: “Somos muchos, y a la gran mayoría no le aceptaron la solicitud. Pero entre todos nos organizamos y le damos una mano a quienes más lo necesitan”.
Desde que comenzó el aislamiento obligatorio, la rutina en el departamento se volvió monótona. Ndjame se despierta a las 12 y hace ejercicio. Para salir a comprar se rotan y van cada tres días. Una de las primeras veces que a él le tocó ir al supermercado, se cruzó con uno de los policías que lo detuvo en Once. El uniformado lo miró de forma intimidante, pero no hizo nada más. “Quiero que se sepa que no va a haber ningún senegalés detenido por violar la cuarentena”. Por su parte, Abdul arranca más temprano. Va al baño y se lava. Primero las manos, después la cara, a lo último los pies. Su kaftane -vestimenta típica de Senegal- es de color gris marfil. La ablución que acaba de realizar tiene como objetivo purificarse antes de rezar.
Mientras Ndjame y Shimi deciden qué van a comer hoy, Abdul despliega una tela con un estampado en la habitación del fondo.
La trama, tejida en azul y amarillo, remite a una mezquita. Deja su rosario a un lado y comienza. Se arrodilla, toca el suelo con la frente, siempre apuntando al mismo lugar: la Kaaba en La Meca. Después de un rato, comienza a pasar las cuentas del rosario.
Cuando el ritual termina, sale de la habitación, se saca el kaftane y lo dobla con sumo cuidado. Las luces de la tarde se meten por las ventanas, y él se dirige al frente del departamento, donde todavía no se decidió la comida. Abdul pone la pava eléctrica, que contiene medio litro de café condimentado con especias. Ahora, el turno de rezar es de Shimi.
Para acceder a la habitación de Bathie hay que franquear la puerta de una casona antigua. Después de subir una escalera, hay que volver a bajar a un pequeño sótano. La puerta, cerrada con candado y cadena, se abre fácil. “Esta es mi pequeña guarida y tengo todo lo que necesito”, dice Bathie, mientras señala algunos objetos: un televisor de tubo, una estufa pequeña, su pava eléctrica y varios alimentos, entre los que destacan varios paquetes de yerba. “Me volví fanático del mate”, confiesa.
“Por suerte no me falta la comida. Tengo una heladera y puedo comprar algunas cosas para guardar”, relata Bathie, que llegó hace más de 20 años al país. Tiene la esperanza de que el gobierno vuelva a contemplar su solicitud para cobrar el Ingreso Familiar de Emergencia: “Ojalá sea como dicen y revean los pedidos de las personas que no lo pudieron cobrar. Hay mucha gente que lo necesita”. Se divierte haciendo zapping, hablando con su esposa que vive en Senegal, y admite ser fanático de todas las telenovelas. Lo que nunca cambia de su rutina es que, sin importar cuando se despierte, la primera acción del día es preparar el mate.
Hace dos semanas se instaló la polémica en Francia. Durante una entrevista, Jean-Paul Mira -jefe de los servicios de medicina intensiva y reanimación de uno de los hospitales más importantes de París-, comentó la posibilidad de realizar pruebas científicas relacionadas al COVID-19 en África, “donde no hay máscaras, ni tratamientos, ni reanimación. Es lo que se hace en otros países para estudiar el SIDA, y con las prostitutas”. Desde aquel momento, varios africanos publicaron fotos suyas con la inscripción “África no es un laboratorio”. Durante una conferencia, la escritora Chimamanda Ngozi Adichie dijo que, cuando estudiaba en Estados Unidos, sus compañerxs no podían creer que en Nigeria hubiera universidades. “África puede ser un lugar terrible pero hay las mismas cosas que en cualquier otra parte del mundo”, sostuvo la principal referente del feminismo en África.
Bouba llegó a la Argentina hace 23 años. Primero pasó por Brasil, con la intención de entrar a Estados Unidos. Pero terminó en la Argentina, donde atiende un kiosco desde 2009. Su rostro amable y de sonrisa fácil adquiere un rictus de enojo cuando se refiere a la posibilidad de que utilicen África como laboratorio. El flujo migratorio de Senegal hacia Sudamérica recién comenzaba y era difícil encontrar compatriotas. Pero “siempre hubo alguien que me ayudó. Cuando llegué, un amigo me prestó un lugar para dormir y me ayudó a conseguir mercadería para vender”. Su experiencia laboral es amplia: vendió en la calle, en ferias, fue mozo, ayudante de cocina e incluso maître. "Una vez me contrataron de un restaurant árabe solo porque sabía un poco del idioma", cuenta.
“Tengo suerte de trabajar cuando muchos no pueden. Pero también es riesgoso porque podés contagiarte”, explica Bouba, mientras ordena los papeles del negocio. Por suerte, el día laboral está a punto de terminar. Son las 18, Bouba baja la persiana y se prepara para tomarse el colectivo que lo llevará a su casa.
Al escuchar a los senegaleses, es muy clara la identidad escindida propia del ser migrante. Por un lado, la cultura africana y musulmana de la rama sunita. Por otro, los rasgos aprendidos en la Argentina. Muchos eligen no hablar o comenzar a olvidar la lengua de los colonizadores. Tal es el caso de Ndjame: “Si hoy empiezo una frase en francés, la termino en español”. La cultura se encuentra en constante movimiento.
El mito de que todxs lxs argentinxs son descendientes de blancos rubios europeos sólo puede sostenerse mediante la invisibilización y criminalización de los migrantes, que en 2017 eran más de dos millones, según un relevamiento de la ONU . Quizás la historia hubiera sido otra si en las escuelas hubieran enseñado que Adolfo Bullrich, antepasado de Patus, colaboró con el gobierno de Julio Argentino Roca durante la campaña del desierto. Un siglo y medio después, el decreto 70/2017 endureció los controles migratorios y agilizó las deportaciones. El macrismo terminó. Pero los mecanismos de invisibilización continúan.
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