Ni cerezos en flor, ni carpas koi, ni tatami, ni samurái, ni secuelas de radiación atómica, ni sake, ni código bushido, ni ceremonia del té, mucho menos tokonoma, kimono o geishas; nada de eso. Sin embargo Hotel Iris es una novela absolutamente japonesa. Un hotelucho de mala muerte en un balneario pueblerino ostenta tras el mostrador de la recepción a Mari que con sus diecisiete años y fresca cabellera encarna la indecente belleza de la juventud. Ella intenta luchar contra una madre no menos despótica que codiciosa, quien la fuerza a ejercer una suerte de prostitución no sexual, una asistenta cleptómana, el calor agobiante y los pasajeros pedigüeños que la sumen en un tedio cuyo exclusivo destino es postergar todos y cada uno de sus deseos.
“¡Cállate, puta!” es la orden, ruego, pedido, que en plena noche un señor sesentón espeta a su acompañante que huye más o menos despavorida. La voz alcanza a conmover alguna escondida fibra de la joven recepcionista:” Jamás había yo escuchado una orden rodeada por eco de semejante hermosura, dicha con tal serenidad, dignidad y firmeza. Incluso la palabra ‘puta’ me había sonado bella. Probé repetirme a mí misma aquellas palabras: ‘Cállate, puta’. El hombre, sin embargo, ya no volvió a abrir la boca”. Secuencia clave que tiñe al conjunto del relato de Yoko Ogawa (Okayama, 1962), escritora casi desconocida en estas playas, cuya obra escrita en 1996 recién ahora es importada en una tan castiza como prolija traducción de Juan Francisco González Sánchez.
Renovada brisa para una literatura como la de Japón, que fue en forma paulatina dejando de lado esa sutileza con las palabras jalonada desde Sei Shonagon y Muarasaki Shikibu (circa 990) hasta Natsue Soseki (1876-1916), Yukio Mishima (1925-1970) o Yasunari Kawabata (1899- 1971), entre tantas otras plumas que ejercieron una poética atravesada por una narración potente. La irrupción de Ogawa contrarresta el bestsellerismo de aquellos, como Haruki Murakami (Kioto, 1949) o Banana Yoshimoto (Tokio, 1964) que, como los bárbaros que quisieron ser romanos, intentaron colarse a la fiesta norteamericana del matrimonio Paul Auster y Siri Hustvedt, pero se equivocaron de puerta.
Hotel Iris retoma ese fervor por el lenguaje que le permite a una novela erótica – que vaya si lo es- evitar la sordidez del cachondeo tanto como el exhibicionismo de las acrobacias explícitas. Prosa regida por un principio de palabra exacta a fin de permitirle al lector abrir un abanico de reflexiones por sobre los juegos de la carne y los jugos corporales. Por fuera de Mari, los restantes personajes rehúyen del nombre propio y pasan a definirse por sus funciones: la madre que peina, la sirvienta que roba, el músico de la plaza del reloj floral, el sobrino mudo, el traductor; todos en minúscula. Es este último quien deslumbra con su voz a la adolescente que procura dejar de serlo y con quien emprende una aventura de carne, dolor y goce que jamás podría definirse como romántica tanto como en ningún momento deja de serlo: “Los dedos que habían deambulado por la oscuridad apenas unos instantes antes ahora se limpiaban en mis mejillas y me dejaban la cara empapada de una humedad pegajosa. - ¿Te gusta? – preguntó el hombre. Sacudí el mentón: no sé si con la intención de afirmar o de negar, pero cualesquiera de las dos opciones podrían darse por válidas”.
Traductor del ruso al japonés -y vuelta- se dedica por lo general a prospectos, manuales de instrucciones de aparatos electrónicos, cartas comerciales; se desquita llevando a su lengua materna una novela decimonónica sobre un amor imposible que parafrasea a Dostoievski y cuya protagonista se llama Marie, casi como la recepcionista. De código literario a trama contemporánea, de cirílico a ideograma, de epistolar a carnal, Hotel Iris amenaza y en seguida zafa de lo previsible. Recupera esa textura, esa atmósfera y ese relato despojado hasta el pudor, característicos de las mejores letras japonesas que nunca se detienen ni ante la pasión ni ante el horror. Por momentos Ogawa toma ese recurso de aumentar la apuesta a cada paso, cuya máxima expresión son las películas feministas de Keni Mizoguchi (Tokio, 1898- Kioto, 1956) para quien lo trágico es suplantado por lo horrible y éste por lo espantoso, sin perder -eso sí- la emoción estética. De tal modo, al sobrino que se comunica mediante papelitos no le basta con ser mudo; le amputaron la lengua, ingiere solo comida licuada, la boca es una oscura caverna y al besar… en fin, imaginensén.
Sería un simplismo perezoso circunscribir el vínculo entre el traductor y Mari en un marco sadomasoquista. Tan necio como interpretar vaya a saber qué rollo de la recepcionista con su padre tempranamente asesinado. La situación es otra: “se me hacía insoportable la idea de no ser capaz de cumplir sus deseos. Un pensamiento así me atemorizaba en mayor grado aún que el propio dolor que el traductor pudiera infligirme. ¿Y si me convertía en un ser inútil para él? Con una sola de sus órdenes que no fuera yo capaz de satisfacer, me parecía que a todas y cada una de las palabras de amor escritas en sus cartas se las llevaría el viento. Terribles imágenes surgían en mi mente”. Adjudicar amor a las palabras escritas por el traductor requiere de una torsión tan forzada como congelar la frase iniciática (“¡Cállate, puta!”) nada más que como una orden. Pues tanto ella sin querer saber que lo sabe, como el traductor, muy consciente, avanzan sobre los pliegues del deseo y él lo dice una y otra vez con todas las letras: “No me importa equivocarme mil veces, y hasta dos mil, si es por la esperanza de verte. Ni siquiera soy capaz de diferenciar entre mi deseo de que aparezcas y el de permanecer todo el tiempo así, esperándote”. Lo dicen y lo hacen, allí su valentía. En este aspecto Hotel Iris es una novela épica, toda vez que captura eso que rara vez ocurre: detectar que se desea, elegir lo que se desea y llevarlo finalmente acabo.
FICHA TÉCNICA
Hotel Iris
Yoko Ogawa
Traducción de Juan Francisco Gonzáles Sánchez
Madrid, 2018
253 págs.
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