A cien años de la reforma: ¿universidad elitista y excluyente, o universidad democrática y popular?
En los dos años y medio de gobierno de la Alianza Cambiemos, y a tono con la política de “reducción del déficit fiscal” que impulsa un ajuste de la inversión pública en todas las áreas del Estado que aseguran derechos sociales y programas indispensables para el desarrollo nacional, se ha producido una erosión constante del presupuesto destinado al sistema universitario. Desde el comienzo de su gestión, el gobierno de Mauricio Macri lleva a cabo un proceso de desfinanciamiento de las universidades públicas, a través del efecto combinado de la sub-ejecución o ejecución tardía de las partidas presupuestarias asignadas por Ley, y el impacto de la inflación. Tras una década de crecimiento sostenido del presupuesto universitario, hecho que tradujo la convicción política de que era necesario fortalecer el sistema público de educación superior y de producción de conocimientos para acompañar el desafío de trasformar la estructura productiva y la matriz de distribución de las riquezas de nuestro país, las universidades públicas vuelven a estar sometidas a la presión extorsiva del ajuste financiero.
Desde enero de 2016, la sub-ejecución o transferencia tardía de partidas se produjo selectivamente sobre aquellas áreas del presupuesto que sostenían programas destinados a la inclusión y el bienestar estudiantil, la ampliación de infraestructura y el equipamiento, la consolidación de nuevos proyectos y unidades académicas, y las acciones de vinculación con el territorio y con distintas áreas del Estado. El efecto inmediato y recurrente de esta decisión es la paralización de programas fundamentales para la democratización integral del sistema universitario, o el entorpecimiento de su desarrollo, junto al comienzo de un nuevo ciclo de exclusión del estudiantado más afectado por el impacto económico y social de las políticas del gobierno, y de deterioro de las condiciones de trabajo. El desfinanciamiento se completa y profundiza, además, como consecuencia de la inflación, en la medida en que los presupuestos propuestos por el Poder Ejecutivo para 2017 y 2018, y aprobados en el Congreso por una mayoría parlamentaria identificada con el programa de gobierno o dispuesta a conciliar con sus intereses, se han elaborado siempre sobre la base de estimaciones del incremento de los precios que se situaban manifiestamente por debajo de toda previsión razonable. De este modo, también las partidas destinadas a gastos de funcionamiento se han visto mermadas en relación a requerimientos normales, dado que en ellos inciden los aumentos de las tarifas de servicios públicos y otros bienes que deben ser adquiridos por las instituciones para sostener el desarrollo de sus actividades.
Los salarios docentes, que en el período 2003-2015 habían sido notoriamente mejorados en términos de su poder adquisitivo, comenzaron también a sufrir el impacto de una política que centra en la reducción del costo laboral su apuesta a una redistribución regresiva de los ingresos que discipline la fuerza de trabajo. Tras producirse una pérdida de alrededor del 8% en el primer año del gobierno, la movilización del colectivo docente universitario permitió llegar a un acuerdo razonable para el año 2017, tras un extenso conflicto que desbarató la intención gubernamental de socavar la capacidad de acción sindical dilatando la negociación paritaria. Este año, la estrategia de la Secretaría de Políticas Universitarias —que insiste en ofrecer un exiguo 15% de incremento salarial, sin admitir la inclusión de una cláusula de actualización automática– apunta a desgastar la protesta, sin percibir que la propia política económica del gobierno contribuye a enervar los ánimos del profesorado que, como el conjunto de la población asalariada, sufre el golpe tarifario, la inflación y la angustia ante un futuro en el que el presagio de una crisis es la única certidumbre.
En estos días la movilización universitaria vuelve a cobrar fuerzas, alumbrada el último jueves 17 por antorchas que rememoran las históricas protestas del año 2001. En aquella jornadas, las y los universitarios, conducidos por las organizaciones gremiales, reaccionaron al recorte presupuestario y salarial promovido por el entonces Ministro de Economía Ricardo López Murphy, quien pronto tuvo que renunciar a su cargo. Lejos de desactivarse, ese movimiento, que convocó multitudes inesperadas en el mundo académico incluyendo a sectores de la UCR que conducía la Alianza gobernante, enfrentó también la decisión del Ministro de Economía sucesor, Domingo Felipe Cavallo, de aplicar un recorte del 13% sobre los salarios estatales y las jubilaciones. Con el recetario del FMI en la mano, la Alianza contribuyó a consolidar los puentes intersectoriales que pronto dieron origen a los “piquetes policlasistas” en los que a lo largo del segundo semestre del 2001 el movimiento de trabajadoras y trabajadores desocupados, los sindicatos y el estudiantado comenzaron a descontar las horas del programa neoliberal en nuestro país.
Si hemos aprendido algo de la lección de la década del ’90, deberíamos saber que la reducción presupuestaria es siempre, además, la condición material que apunta a facilitar la implementación de reformas que, autonomía mediante, las instituciones deben estar de algún modo dispuestas a aceptar. Previsiblemente, el proyecto de la oligarquía gobernante restaura una visión elitista de la educación superior, y por eso no novedad que recrudezcan los ataques permanentes sobre la universidad pública que proceden de una derecha que jamás admitió que haya “universidades por todos lados”, y mucho menos para todos y todas. Pero ocurre además que, para el programa neoliberal, que avanza convirtiendo todo lo que toca en mercancía, la educación superior y universitaria es también una posibilidad de lucro, una potencial fuente de inmensas ganancias. El neoliberalismo viene a conquistar aquellos territorios que aún en aquella década aciaga no pudo someter, particularmente la educación. La universidad pública argentina, ya mellada por las reformas implementadas en aquel período, pero aún resistente y luego fortalecida durante los gobiernos kirchneristas, es hoy un territorio en disputa.
Mientras la política de ajuste procura favorecer una reconfiguración transnacionalizada del sistema público de educación superior bajo el imperio de grupos económicos que buscan expandir su esfera de apropiación de ganancias —con la adhesión de sectores que entienden la universidad como su privilegio, y la complicidad silenciosa de quienes rinden tributo al pragmatismo de la supervivencia—, existe también una universidad que afianzó su compromiso político con la lucha de nuestro pueblo y que se reivindica como un derecho colectivo. Es esa universidad la que, hoy, con sus antorchas, honra el espíritu democrático y latinoamericanista de aquellos estudiantes que, en 1918, conmovieron para siempre la paz de los claustros que reproducían su distinción excluyendo e ignorando al pueblo. La universidad argentina ha estado desde entonces atravesada por esa disputa: la universidad elitista y excluyente, o la universidad democrática y popular. A pocas semanas de celebrar ese Centenario, el legado reformista es una convocatoria a unir fuerzas con el movimiento social para luchar contra los privilegios, y contra todas las formas de la opresión.
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