Vox populi

El gran poder no tiende a actuar con gran responsabilidad: tiende a abusar de su gran poder.

 

Díganme si alguna vez escucharon una historia así.

Jesse Custer es predicador de una iglesia rural en Annville, Texas. Un día, en pleno oficio, lo asalta una entidad sobrenatural —hija de la cópula entre un ángel y un demonio— llamada Génesis. Cuando se recupera, descubre que estar habitado por ese ente le otorga poderes, como el de una voz con la cual puede conminar a cualquiera a hacer lo que le ordene. (Y que, por lo tanto, lo pone en la situación de tener cuidado con lo dice.) Jesse decide entonces atravesar los Estados Unidos en busca de Dios, que se borró del Cielo cuando Génesis nació, para reclamarle por su abandono de la Creación. Básicamente, lo que quiere es sopapearlo un rato largo y al fin decirle: Viejo, hacete cargo de la que armaste.

(Pista que no califica como spoiler: lo encuentra.)

 

 

 

 

En esta búsqueda lo acompañan su novia Tulip O'Hare, que es más brava que el personaje de Uma Thurman en Kill Bill, y su amigo Cassidy, un vampiro irlandés con ínfulas punkoides, que además de la sangre es adicto al alcohol, las drogas y la joda. En la historia se entreveran con un chico a quien llaman Arseface, literalmente Cara de Culo, a cuenta de un intento fallido de suicidio mediante escopetazo, que le dejó la boca parecida a un ano viejo; y se enfrentan a la organización El Grial, que maneja a los gobiernos del mundo y está liderada por el perverso Herr Starr, a quien Jesse compele a hacerse un tajo sobre su calva para que la bocha se parezca más a un pene...

 

 

Al pobre de Arseface nunca se le entiende lo que habla: hay que traducirlo con un asterisco.

 

 

Podría seguir así un rato largo, pero creo que ya pescaron la onda. Preacher (o sea Predicador, que así se llama) es una de las historias más zarpadas y divertidas con que me topé en mi vida. Y existe por partida doble: como el cómic escrito por Garth Ennis y dibujado por Steve Dillon (1995-2000) y como la serie producida por AMC y distribuida por la plataforma de Amazon. (Sí, existe una serie que cuenta esas cosas y otras tantas igual de perturbadoras.)

Leí el cómic en tiempo real, comprando episodio tras episodio en la Buenos Aires de aquellos años. (Deben estar en alguna caja en la casa de mis viejos. Mas vale que aún estén allí.) Y me convencí de que este señor Ennis era un grosso como escritor de cómics, habiendo hecho de las suyas también con personajes ajenos como Judge Dredd y John Constantine. Pero después le perdí el rastro. Hasta que hace poco di con The Boys, la serie de Amazon basada en el cómic que escribió entre 2006 y 2012, con la intención expresa de dejar a Preacher reducida a la categoría de literatura para niños.

 

 

El perverso Herr Starr.

 

 

En este caso no leí el cómic original, aunque sí vi la primera temporada de la serie y estoy viendo la segunda, que debutó el viernes. Y aunque no estoy convencido de que The Boys sea más guarra que Preacher —que tenía el elemento controversial extra de su cuestionamiento de la religión—, debo decir que la anima el mismo espíritu iconoclasta que Ennis trasunta cada vez que escribe una historia original. Sólo que en este caso se mete con otro culto, una religión original de los Estados Unidos (no, no me refiero a los mormones, sino a otra devoción): las historias de superhéroes.

Yo crecí adorando el género, pero entiendo el hartazgo que produce a esta altura. Estamos de superhéroes hasta la coronilla, en el preciso momento —tal vez exista causalidad entre ambos hechos— en que el poder simbólico de los Estados Unidos anda de capa caída. Si The Boys funciona tan bien como lo hace, es porque está concebida como antídoto. Me recuerda a esa propaganda de gaseosa cuyo slogan dice: Cortá con tanta dulzura. En The Boys hay superhéroes, sí, pero en términos generales son una manga de hijos de puta. Tanto es así, que los primeros episodios del cómic fueron publicados por DC —la casa matriz de Batman, Superman, Flash, Mujer Maravilla & Co.— hasta que, después del episodio seis, DC le cortó el chorro porque el tono general era demasiado anti-superhéroes.

Para la canónica DC, The Boys era una herejía.

 

 

 

 

Fuerza bruta

Si te lo cruzás por la calle, Garth Ennis parece cualquier cosa menos un provocador. Más bien tiene pinta de bancario, en día libre consagrado a la pesca. Pero imagino que el hecho de haber nacido en Irlanda del Norte debe dejar su impronta. Cuando uno crece en lugares extremos, de pasiones a flor de piel, la mecha que te queda para enfrentar las pelotudeces del mundo es mas bien corta. Por eso presumo que Cassidy, el vampiro de Preacher, es a Irlanda del Norte lo que los personajes de Fellini son a Italia y los de García Márquez a Colombia: el resto del mundo los ve como exageraciones, pero cualquiera que conozca esos países y sus culturas sabe que en realidad son personajes realistas —te encontrás gente parecida por docenas en las calles, en las oficinas, en los bares—, apenas exagerados por sus autores.

 

Garth Ennis.

 

Ennis no reniega de los superhéroes per se. Es el primero en reconocer las maravillas que gente como Alan Moore y Warren Ellis concibieron en ese arenero creativo. Pero como no se come una, en The Boys imaginó qué ocurriría hoy en los Estados Unidos si hubiese gente con poderes extraordinarios. Su respuesta es más que plausible: serían reclutados por una corporación —se llama Vought-America, que suena igual a "me compré (bought) América"—, que marketinearía sus figuras ad náuseam y les concedería vivir como estrellas de rock mientras los blinda contra las consecuencias legales de sus actos. (Acá estoy con Ennis: al desplegar sus poderes, esa gente generaría daños colaterales que cómics y películas pasan por alto, pero que en el mundo real significarían una montaña de demandas. En el arranque de la historia, el superhéroe llamado A-Train —velocísimo al estilo Flash— se lleva puesta a una piba cuando corría medio colocado y la deja hecha pulpa. De tan sólo soñar con las posibilidades que le abriría este filón, al doctor Burlando se le hace agua la boca.)

 

Lo único que le queda a a Hughie de su novia, una vez que A-Train se la lleva puesta.

 

Sobre el final de la primera temporada, se revela que Vought busca apoyo estatal. Quieren que al menos parte del dinero que el gobierno gasta en fabricar armas vaya a manos de la corporación que fabrica superhéroes. (Porque en esencia Vought es una compañía farmacéutica, que creó a esos semidioses administrándoles desde críos una fórmula llamada Compuesto V. En lo que respecta a lo de las corpos exprimiendo la teta del Estado, se ve que el tema es universal.) Y a todo esto, el líder de ese team de superhéroes tiene sus propios planes. Bautizado Homelander —literalmente hogareño, o por extensión patriota—, este sujeto tiene todas las características de Superman: fuerza impar, capacidad de volar, ojos de mirada láser... pero es completamente amoral. Su persona pública es parangonable a la del personaje de Siegel y Shuster, desde el aspecto físico hasta su preocupación por el ciudadano de a pie y su defensa del american way. Pero es parte es show, nomás; el guión que la empresa le suministra para que diga en público. Por detrás de la fachada, Homelander es un psicópata. O si prefieren, para regresar a las categorías religiosas que a Ennis se le dan con naturalidad: un personaje de perfiles demoníacos.

 

 

El Homelander de la serie, Antony Starr.

 

 

Así como el argentino Leo Oyola se preguntaba en Kryptonita, con todo derecho, qué habría ocurrido si en vez de caer en las inmediaciones de Smallville la nave espacial que traía al superpibe hubiese impactado en el Conurbano, The Boys se pregunta qué sería de una criatura todopoderosa si en vez de criarse con los Kent hubiese sido tutelada por una corporación; y si en vez de respetar las leyes y el poder político del país donde creció, no quisiese hacer otra cosa que lo que se le canta.

No deja de tener gracia que haga falta un escritor tan extremo como Garth Ennis para traer al foro una observación tan sensata. Porque si hay algo que la Historia demuestra es que el gran poder no tiende a actuar con gran responsabilidad: por el contrario, el gran poder tiende a abusar de su gran poder. Piénsenlo en términos de países o imperios. ¿Qué hacen cuando, por hache o por be, obtienen gran desarrollo económico y/o tecnológico? ¿Erradican la pobreza de sus territorios y se convierten en una influencia virtuosa en la región y en el mundo? Bollocks, diría Ennis. Una vez que las castas superiores disciplinan al pobrerío local, se lanzan a la conquista de otros territorios —empresa que otrora fue militar, y hoy es económica— y someten al resto del mundo para que se amolde a su compulsión de acumular poder y riquezas sin límite. En esencia, siguen haciéndonos lo que los conquistadores le hicieron en su momento a los pueblos originarios: nos fuerzan a entregar la riqueza natural de nuestro territorio a cambio de chucherías — sólo que ahora no se trata de abalorios, sino de porquerías de plástico made in Asia.

 

 

El Homelander del cómic.

 

 

La misma lógica aplican aquellos que, en el mundo real, se parecen más a un superhéroe: los megamillonarios, que no tendrán habilidades sobrehumanas pero poseen el poder de comprarlo todo. ¿Qué tiende a hacer la gente que ya nace forrada en guita? ¿Se someten a la regla política de sus países y respetan sus Constituciones, como Superman? ¿Mueven sus fortunas para crear trabajo y desarrollar tecnología y conocimiento que poner al servicio de su comunidades? ¿O mas bien hacen lo que se les canta, pasándose la democracia y las leyes por el upite? Los países poderosos y los sujetos poderosos se inclinan a abusar de su fuerza bruta, mientras profieren palabras altisonantes así como Homelander repite el libreto que le escribió la empresa. (Dato simpático: ¿cómo determina Vought lo que le conviene hacer públicamente con los superhéroes de su propiedad? ...Sí, adivinaron: ¡hacen focus groups!) Hablan de democracia, libertad y leyes y actúan como dictadores, despojando a millones de la oportunidad de disponer libremente de sus vidas y reduciendo la ley a mecanismo diseñado para reprimir y enjaular pobres.

La confluencia entre la primera magistratura de nuestras naciones y el poder económico encarnado por gente como Trump y Macri es un signo de estos tiempos. Un proceso histórico que se dio sin que lo advirtiéramos a tiempo, y al que prácticamente nos acostumbramos, pero que merece un sacudón como los que propina Ennis. Piénsenlo un segundo como si nuestra realidad fuese un cómic. Miren a Trump, a Macri, a Bolsonaro: cómo hablan, cómo se visten, cómo gesticulan, los rictus que frecuentan sus rostros —ya de por sí sus conductas son hiperbólicas, como exageradas por un satirista— y el desastre a lo Atila que producen por donde pasan.

Estos tipos están escritos y dibujados como supervillanos.

 

 

 

 

 

Contra el doble comando

Sin comerla ni beberla quedamos atrapados en una tragedia olímpica, de esas que requerían de un Sófocles con orden extra de coro supersized para ser contadas. (En la Grecia antigua la humanidad también sufría, porque ya por entonces dioses y semidioses medraban en sus asuntos.)

Hasta hace poco, los poderosos del mundo disponían de un mecanismo perfecto para hacer de las suyas mientras prosperaban: el Estado contemporáneo. Un vehículo de monumentales dimensiones, cuya cabina de conducción era ocupada por los políticos profesionales, generalmente electos. A esta gente se le permitía dar una vuelta, a lo sumo dos, al volante de ese vehículo, siempre y cuando no se apartase del circuito predeterminado. Si se les ocurría la peregrina idea de probar un derrotero nuevo, los poderosos de verdad les recordaban que no llegarían lejos, desde que el suministro de combustible, neumáticos y repuestos mecánicos no estaba en manos del Estado sino de privados. Y así los funcionarios de turno se resignaban a dar la vuelta del perro por el circuito de siempre, o cuando se apartaban de la trocha terminaban varados en un barrio bajo, sin auxilio mecánico que respondiese. (Pregúntenle a Alfonsín.)

 

 

Arseface, Jesse, Tulip, Cassidy en "Preacher".

 

 

En la práctica, los que dirigían el Estado eran los poderosos, desde un segundo comando invisible a los ojos del público que, llegado el caso, se imponía a los mandos de la cabina oficial. Por eso les costaba tan poco obtener de los políticos decisiones ejecutivas, leyes y fallos a la medida de sus deseos y necesidades. Eso les permitió enriquecerse como lo hicieron, habilitando negocios que no estaban abiertos para nadie más. Y cuando ocurría un accidente y estallaba el escándalo, se atribuía la responsabilidad a los funcionarios que manipulaban el volante de fantasía. (Siempre es útil que otro ponga el cuerpo si la cosa se pudre y la plebe pasa el plumero a sus guillotinas.)

Hay una escena al comienzo de la segunda temporada de The Boys en la cual el CEO de Vought, Stan Edgar (Giancarlo Esposito), negocia con el Secretario de Defensa de los Estados Unidos las condiciones bajo las cuales los superhéroes prestarán servicios al gobierno. Cuando el Secretario le pregunta a quién responderán los superhéroes en el campo de batalla, Edgar dice: "A quien le han respondido siempre. A mí". (Acá te cagamos, Garth Ennis. La escena hubiese sido mucho mejor si Edgar decía: "Y a quién le van a responder. ¿Al Presidente? Puesto menor".) Acto seguido, el Secretario protesta porque la empresa se compromete apenas a hacer lo mejor que esté a su alcance para que sus superhéroes no produzcan víctimas colaterales. El Secretario quiere un compromiso más explícito, que le sirva de paraguas legal. A lo cual Edgar no sólo se niega, sino que además arranca una concesión al gobierno. Si los superhéroes de Vought producen por encima de un 34% de víctimas colaterales respecto del 100% posible, se hacen cargo ellos. Pero si se mantienen por debajo del 34%, se hace cargo el Estado. Lo cual sintetiza la mentalidad de los empresarios que ocupan el segundo comando desde que existe el Estado contemporáneo: Los muchachos trabajan para mí, pero los platos rotos los pagás vos.

 

 

El Jesse Custer de la serie (Dominic Cooper).

 

 

¿Funcionaba el mecanismo? Para ellos, de puta madre. Ninguno de los poderosos del segundo comando fue agredido ni conoció prisión, a pesar de que burlan la ley con un savoir faire que hasta el Petiso Orejudo envidiaría. ¡La mayor parte de la gente no sabe siquiera quiénes son! Sin embargo, llegó un momento en que a algunos la cosa dejó de parecerles perfecta. Como lo que ganaban ya no les contentaba, como se les dio por codiciar el ornato del poder formal (el balcón, las banderas, la aclamación pública), decidieron eliminar al intermediario y ocupar también el comando visible. Y ahí nos encontramos hoy: en ese escenario, en plena tragedia. En manos de "conductores" como Trump, de una incapacidad tan evidente que terminó revelando quién movía las palancas del segundo comando. Porque gente como Trump y Macri proviene de familias que conducían desde las sombras. Pero al dar un paso adelante y ubicarse en el spotlight, dejaron el tinglado al aire y le cagaron el kiosko a los Magnetto y los Rocca, que vivían muy contentos moviendo hilos desde el lado oculto del telón.

(Una de las subtramas de Preacher pasa por la voluntad de la organización El Grial de llevar al poder a un descendiente del Jesús histórico, que según esa ficción habría tenido hijos. El problema es que, con la intención de mantener puro el linaje, alentaron la endogamia. Y en consecuencia, los herederos actuales de esa sangre tienen menos luces que el castillo de Drácula. No sugeriré que con Trump & Co. ocurrió algo similar, pero no caben dudas de que, si pudieran, los demás portadores del apellido enviarían las cadenas de ADN de sus parientes infames al taller mecánico.)

 

 

La Tulip de la serie "Preacher" la deslumbrante Ruth Negga.

 

 

En su necedad, estos estafadores asumieron que en la función pública tendrían la impunidad de que gozaban cuando se decían empresarios. Pero eso no ocurrió, porque la cabina del comando formal estaba diseñada para responder a otras reglas: sus conductores deben apegarse a la ley a cada paso o responderán por sus actos ante la Justicia, transparencia forzosa a la que no estaban habituados; y —segunda instancia de control— los votantes premian o castigan su desempeño cada pocos años, en el cuarto oscuro.

Más allá de las consecuencias que afrontarán personalmente, lo cierto es que Trump & Co. lograron que hasta los ciudadanos más desinformados pescasen quiénes son los responsables de que las cosas estén como están. Desde el Ancien Régime que no se ve una casta tan impopular al timón de la nave social, como esta de ciertos "empresarios" actuales del mundo entero. Y casta recalcitrante, además, puesto que se niega a negociar el comando ni aun viendo que perdió la dirección y nos conduce a todos a pegarnos el palo — si esta gente tiene una característica, es esa: no puede parar.

Por eso hay que pararlos. Antes de que terminen de estrolarnos. Es menester tunear el comando principal, para que pueda conducir sin interferencias arteras y nos saque del circuito-noria, llevándonos al buen camino. Si contásemos con la voz ultraterrena que Génesis le presta a Jesse Custer, bastaría con que le dijésemos a nuestros poderosos: Cumplan con la ley, y todo cambiaría del día a la noche. Imagínense. Chau sobornos. Chau monopolios y despidos ilegales. Chau fuga. ¡No sabríamos qué hacer con tanta guita circulando! Pero como no contamos con Jesse, debemos apuntalar con nuestras gargantas la voz del Estado democrático. Para que esté en condiciones efectivas de hacer respetar la ley, empezando por aquellos que están acostumbrados a burlarla o amañarla. Para que el vehículo-Estado lleve a su destino a todos sus ciudadanos, en lugar de seguir yendo hacia donde unos pocos, siempre los mismos, quieren.

 

 

Cuando Jesse habla con esta voz, no queda otra que obedecerle.

 

 

Este no es tiempo para superhéroes. Miren lo que le pasó al pobre Batman. La noticia es que el protagonista de la nueva película del Hombre Murciélago, Robert Pattinson, se pescó Covid y tuvieron que parar la filmación y aislar a los laburantes. Pero las resonancias simbólicas del asunto van más allá. Resulta difícil no pensar que ni Bruce Wayne, con todos sus millones, consiguió preservarse de la peste. La realidad nos está bajando el copete a todos, incluyendo a aquellos que lo tenían más alto.

Este es de esos tiempos en que la gente común —como Jesse Custer, como Juan Salvo— se ve llamada a hacer cosas extraordinarias. Nosotros también deberíamos salir en busca de aquellos que se comportaron en este mundo como si fuesen dioses, sin serlo. Y decirles, millones de voces tronando al unísono, como el coro que somos: Háganse cargo de la que armaron.

Calculemos la guita que tienen y la que habrían ganado de no haber hecho abuso de posición dominante. Y saquemos la diferencia.

Es hora de que empiecen a garpar.

 

 

 

 

 

 

 

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