VOLVER MEJOR Y MEJORES

¿No será hora de volver a hablar de imperialismo?

La masiva reacción contra las violencias del Régimen que se mantiene desde el último diciembre ha suscitado optimismo en distintos ámbitos del campo popular. Es una realidad alentadora frente a un gobierno que no fue elegido para perseguir opositores; cercenar la libertad de expresión; bloquear el desarrollo industrial, científico y tecnológico,  la disminución del presupuesto educativo y toda expresión de soberanía; reducir salarios y jubilaciones; incrementar la pobreza, la desnutrición y las mortalidades infantil y materno-infantil; etc., etc. Un gobierno que no es otra cosa que un campo de disputas entre fracciones del capital, y que vio facilitada la ejecución de su proyecto por la colaboración de eso que los opinadores del rótulo fácil llaman el peronismo racional, que entregó sus votos para que se convirtieran en ley las iniciativas a través de las cuales se formalizó el desastre planificado: añejas tradiciones del Régimen las de absorber a los dialoguistas o ramificarse y penetrar en los partidos políticos tradicionales, tan añejas como la de denostar a quienes representan un peligro para sus intereses.

Pero para que esta realidad alentadora adquiera eficacia política, es decir, capacidad para revertir tan dramático retroceso, tiene que trascender la queja y la denuncia: debería ser el comienzo de un proceso que exija mucho más que reacciones motorizadas por la espontaneidad. Ya durante los doce años de Néstor y Cristina, los del “populismo kirchnerista”, el espontaneísmo fue impulsor de muchas de las transformaciones realizadas, pero también un indicador de ciertas carencias del proyecto nacional.

Para empezar, es importante que aquellxs compañerxs cuyas inquietudes se agotan en las candidaturas, propensxs a las alquimias electorales tributarias de la confusión entre la realidad política y la abstracción aritmética, asuman que el infranqueable techo electoral de Cristina es una fantasía más de las tantas que la derecha ha difundido hasta el hartazgo con su aparato de propaganda. Justamente, esta continua y duradera insistencia, más los permanentes ataques mediáticos y la incesante persecución judicial, son fuertes indicios de que el Régimen teme enfrentar a Cristina en las urnas. Si en 1916 la consigna fue Yrigoyen o el Régimen y en 1945 Braden o Perón; tal vez para las próximas elecciones debieran ser los publicistas quienes elijan la más efectiva entre las que expresan la lucha de clases en la actualidad: El FMI o Cristina; Magnetto o Cristina; Vidal o Cristina, o sus combinaciones.

Sin embargo, sería una torpeza estimar la importancia del liderazgo de CFK exclusiva y excluyentemente en función de una contienda electoral. Las tareas por venir imponen, en primer lugar, el máximo grado posible de unidad entre los fragmentados frentes del movimiento nacional: el político, el sindical, el estudiantil y ciudadanos sin una pertenencia específica; requisito para cuya concreción nadie está en mejores condiciones que Cristina. La atomización del movimiento nacional es una de las claves de la estrategia oligárquico-imperialista, a la que prestan auxilio los desaciertos intelectuales de quienes todavía no saben dónde está el enemigo.

Asimismo es evidente la importancia central que adquieren Unidad Ciudadana y sus aliados, pues deberán realizar en el terreno político los postulados de la transformación; los protagonistas del triunfo electoral gravitarán si son encuadrados adecuadamente en materia de organización y movilizados tras una política transformadora con objetivos claros, tácticas y métodos de intervención adecuados, coordinados en una estrategia que dé respuesta global al statu quo que nos condena. Una de las condiciones para que el movimiento nacional y popular asuma la conducción del proceso nacional —para que tome el poder— es el rechazo de las formas ideológicas que corresponden a la organización económico-social vigente y la consecuente creación de una visión del mundo propia: eso es la teoría popular de la transformación. De lo contrario, quedaremos librados a decisiones inspiradas en la pura intuición, a la yuxtaposición de tácticas que no se integran en una estrategia o a los callejones sin salida en los que podrían meternos los burócratas, siempre propensos al acuerdo que les quede más cómodo.

Así, un aspecto fundamental a tener presente sería el correlato entre el orden institucional y la ideología del Régimen. Es asombroso que en los análisis de la situación política y económica que concluyen en una crítica negativa al proceso iniciado en diciembre de 2015, realizados por compañerxs que explicitan su pertenencia al amplio campo popular —avalada por sus trayectorias—, rara vez aparezca la palabra imperialismo. Esta curiosidad invita a recorrer el proceso histórico.

El régimen establecido en la Constitución de 1853, que en lo esencial se mantiene intacto, constituye la aplicación local del sistema de instituciones del capitalismo, entonces en pleno ascenso. Las ideas inspiradoras apuntan a debilitar al Estado con el argumento de asegurar la libertad y la igualdad de los ciudadanos pero también para excluirlo de toda intervención en el terreno de los hechos económicos, en el que la burguesía había reemplazado las formas feudales. Las mayorías no pueden ejercer los derechos que teóricamente les otorgan las constituciones, salvo en una sola dirección, la que favorece el control del Estado por parte de los sectores dominantes. Más aún, la oligarquía no solamente es dueña de las cosas, también es dueña de las palabras: libertad, democracia, república, moral, transparencia figurarán cuantas veces sea necesario en un decreto que dé el zarpazo a los derechos más elementales en el país, como las libertades civiles. Como esas palabras se definen a partir del esquema de valores de la oligarco-burguesía, cualquier tentativa de sustituir la explotación económica o de recuperar porciones de soberanía está al margen de la convivencia, no contribuye al diálogo. El Estado debe servir al poder económico y ser implacable con los rebeldes.

En los grandes países industriales el régimen liberal funcionó sin mayores perturbaciones durante muchos años porque la prosperidad general, obtenida mediante el desarrollo de las fuerzas productivas y la expansión imperialista, permitía una mejora constante de las condiciones de vida. En buena medida se regulaba la lucha de clases con los ingresos provenientes de la depredación colonial.

En los países dependientes como el nuestro, en los que una importante proporción del producto nacional se desviaba y se desvía hacia las capitales financieras, el régimen liberal sólo servía —sirve— a la oligarco-burguesía, cuyo enriquecimiento era —es— resultado de su comunidad de intereses con el imperialismo, mientras el país y el pueblo se empobrecían... y empobrecen. Esto implica que la liberación no se consigue derrotando a los sectores dominantes, sino terminando con la dominación imperialista, que tiene en el orden institucional y en el ideológico dos de sus bastiones.

Durante la Década Infame el partido radical (UCR) se pasó trece años sin ver lo que estaba pasando, tanto en lo relativo a los cambios sociales como al saqueo inglés; se hablaba de cosas sueltas pero no de imperialismo, porque eso no era serio. Es contrafáctico y, por lo tanto, una fantasía imaginar qué hubiese pasado si los radicales no hubieran permanecido congelados en una ideología ya entonces destrozada por la Historia; pero no es una extravagancia suponer que, si no hubieran dado por sentado que objetar los principios liberales o tocar la Constitución era un acto de “totalitarios” —ahora dirán populistas— y un atentado contra la “libertad y la democracia” —ahora agregarían la república— y otras zonceras, muchos habrían comprendido lo que significaba la política imperialista, y que más grave que el fraude eran los intereses que se escondían detrás del fraude.

Se pensaba y se piensa como en los países más adelantados, Estados Unidos o Francia o Inglaterra, que nunca han usado el término imperialismo como es lógico en potencias imperialistas, pero no en países preponderantemente agrícola-ganaderos que son víctimas del despojo. Es que la ideología liberal parte del supuesto de que la libertad es un valor absoluto que la burguesía ha definido para todo tiempo y lugar. Por lo tanto, cuestionar las instituciones de los burgueses es atacar la libertad, no la forma concreta de libertad de esa clase social; entonces resulta que la libertad es la misma cosa en Francia, Irak, Inglaterra, Cuba, Estados Unidos y la Argentina. No obstante, hay que reconocer que durante el siglo pasado hubo un avance: se informó que la libertad son los Estados imperialistas occidentales y que cuando se los critica se está atacando un valor sagrado.

El primer peronismo hizo mucho para combatir esta grave zoncera, sin embargo no pudo derrotarla: una de las armas más poderosas del Régimen nunca fue neutralizada. Esto explica parcialmente, primero, la supervivencia del partido radical y ahora su total asimilación al Régimen; pero también que el kirchnerismo no haya podido sostener ante buena parte de la sociedad un factor decisivo de su antiimperialismo práctico y defensivo, el control de cambio o regulación de la compra-venta de la divisa dominante; que el Régimen haya sometido nuevamente el país al yugo imperial, convirtiéndolo en juguete de las pujas entre Estados Unidos, la Unión Europea —Alemania— y China sin que esta claudicación le haya generado pérdida de legitimidad sino todo lo contrario; y que, a pesar de la debacle generada por el macrismo, un importante sector de la población crea todavía que los problemas se solucionarán cambiando a Macri por Vidal.

El arraigo y la extensión de este desvarío ideológico es tal que, con sutiles variantes de estilo, se encuentra también, por ejemplo, en quienes con razón se deslumbran ante la organización o la calidad del producto de alguna transnacional pero no son capaces de ver que nos están ganando una guerra económica; o en los admiradores de nuestros verdugos: son países democráticos —dicen—, en los que se respeta la ley. Tan democráticos y respetuosos de la ley que, tal como en otros casos en más de cien años, en 1983 el Congreso estadounidense aprobó por unanimidad la invasión de la pequeña Granada que decidió Reagan; y, por si a semejante agresión le faltaba alguna legitimación más, el Parlamento Europeo no dudó en convalidarla: cuna del liberalismo y de la democracia occidental, la Europa subimperial aplaudía la hazaña del imperialismo principal.

Para volver mejor y mejores, cambiemos. No es fácil, es indispensable.

 

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