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Bajar la edad de punibilidad, subir la indigencia infantil

 

Hay un acuerdo bastante asimilado entre los operadores del sistema penal de la infancia de nuestro país en que, desde la vigencia de la Convención de los Derechos del Niño (aprobada en 1990 por ley 23.848), los antiguamente llamados “menores” pasen a ser denominados legalmente “niños, niñas y adolescentes”, léase sujetos privilegiados del ámbito protectorio de derechos humanos. No se trata de una mera nominalidad sino de dejar atrás el Patronato que rigió durante los siglos XIX y XX, dejó huellas culturales y sus resabios aún siguen vigentes.

La lucha por los derechos de la infancia implica hacer cuerpo las declamaciones en cada acto administrativo y jurisdiccional. Erradicar modos y prácticas es un activismo del día a día, pues el cambio de paradigma hacia el sistema de protección integral implica un cambio en el trato del “menor” objeto de tutela al “niño” sujeto de derechos.

Esta verdad de Perogrullo para cualquier entendido en la materia no parece ser entendida por algunos diputados de La Libertad Avanza, para quienes sería necesario retroceder a antes de 1990 y utilizar un sistema conceptual que el Estado de derecho (al menos desde lo formal) ha intentado dejar de lado.

 

El proyecto de reforma como retroceso

Hace pocos días se presentó en Diputados un proyecto de Ley Penal Juvenil que llevaría la firma del Álvaro Martínez, cuya terminología sigue en el pasado y denomina a aquello que pretende legislar como “los menores”, aplicando institutos vetustos como las “medidas de internación” o “la libertad asistida”. Esa confusión conceptual salta a la vista de quienes trabajan a diario en el sistema penal juvenil (nacional o provincial).

El Código Penal de 1921 establecía la edad de punibilidad en 14 años. En 1954 pasó a ser de 16 años. La dictadura militar de 1976 volvió la edad a 14, que se modificó en el decreto-ley 22.278 por el cual se estableció el Régimen Penal de la Minoridad o del Patronato a partir de los 16 años. Y así quedó fijada en un régimen que dura hasta hoy. Todo ello pese a la ya mencionada ley 23.848, el régimen convencional incorporado al artículo 75 inciso 22 de la Constitución Nacional y la ley 26.061.

Por el momento nada impide que niños que no cumplieron los 16 años puedan ser tratados como objetos de disposición (artículo 1, ley 22.278); de hecho –aunque en pocas situaciones– en nuestro país sigue habiendo encierro de niños no punibles por motivos asistenciales. Y en el caso de jóvenes entre 16 y 18 años (artículos 2, 3 y 4, ley 22.278), nada impide que se los juzgue y se les apliquen penas similares a los adultos, con la facultad discrecional del juez a los 18 años de reducir la misma de conformidad con la pena establecida para la tentativa (conforme parámetro del Fallo CSJN, “Maldonado”).

Varias veces durante estos últimos 40 años de democracia se ha discutido sobre la necesidad de reformar el sistema penal juvenil y adaptarlo a la pauta de la Convención de los Derechos del Niño (véase nuestra nota ¡Otra vez sopa!). Y cada vez que esto ha ocurrido, ha sido al calor de un caso resonante en el que ha estado implicado un adolescente, en función de bajar la edad de punibilidad a una edad inferior a la establecida por Jorge Rafael Videla en el decreto/ley 22.278.

Así, el proyecto presentado por Germán Garavano a principios de 2017 funcionó como impulso-reacción al crimen de Brian Aguinaco, cometido supuestamente por un adolescente de 15 años. La propuesta trataba de un sistema normativo estudiado, que conservaba pautas del viejo proyecto de reforma del experto Emilio García Méndez. El proyecto en sí implicaba niveles de regresividad en derechos moderados (se establecía la responsabilidad penal desde los 15 años de edad y penas desproporcionadas para mayores de 16 en determinados delitos).

Más allá de la discusión en torno a la baja, el instrumento legal propuesto durante el macrismo guardaba cierta coherencia interna. Contenía cierto avance en aspectos de derecho restaurativo, remisión, especialidad, protección de víctimas, etcétera. El calor de la discusión parlamentaria podría haber definido un sistema penal juvenil, quizás mejor que el que tenemos en la actualidad.

Ahora bien, el retroceso abismal entre aquel proyecto y el que acaba de presentar el legislador de LLA resulta notable. En efecto, de una lectura de su articulado queda en evidencia la ausencia de elementos conceptuales o la confusión de principios y el bajo rigor doctrinario en la materia penal juvenil.

Como señalamos al inicio de esta nota, la jerga de la fundamentación es extraña a los operadores del sistema penal de la responsabilidad penal juvenil. Conserva una semántica del viejo Patronato para denominar la realidad que pretende designar.

Así, los capítulos y los artículos refieren a “los menores” y a las “medidas de internación”. La internaciones eran prácticas terapéuticas sobre personas medicalizadas, también menores en “situación irregular” de los que disponer. El moderno sistema penal juvenil habla con propiedad procesal bajo el concepto de medida cautelar y penas, con una finalidad de prevención y –en todo caso– de “responsabilización”.

Por otra parte, hoy en día los instrumentos que reglan la cuestión penal juvenil siguen los parámetros establecidas por el Comité de Derechos del Niño de la ONU en su Observación 10. El proyecto en danza no sólo no los sigue, sino que al usar semántica institucionalizadora refrenda las viejas prácticas tutelares.

Por otro lado, a contramano de lo recomendado por el Comité que insta a los Estados a que establezcan una edad mínima de responsabilidad penal adecuada y a que se aseguren de que esa reforma jurídica no dé lugar a una posición regresiva al respecto (Observación 24, punto 27), el proyecto de reforma establece que “se aplicará a las personas mayores de 12 años de edad y menores que no hayan cumplido los 18 años de edad al momento de la comisión de un hecho delictivo”.

Llevar la edad de punibilidad de los 18 años a los 12 años es regresivo de manera ostensible. No pasaría ningún test de constitucionalidad, aun cuando se pretenda un régimen penal diferencial.

 

Una política criminal cruel hacia la infancia

De aprobarse el proyecto del actual oficialismo, se provocaría un impulso punitivo hacia las franjas más pequeñas de edad, con consecuencias catastróficas para las infancias más vulnerables.

Sólo para tener una idea de esta implicancia, traigamos a colación los datos sobre homicidios que publica el Ministerio Público de la Provincia de Buenos Aires en relación a la cantidad de IPP (investigaciones penales preparatorias) del último registro de 2023 del Fuero penal Juvenil, donde la tasa de homicidios cometidos por jóvenes de entre 16 y 18 años ha sido –sólo en 2023– ha sido de 41 (hechos consumados), frente a 516 casos de adultos. Vale decir que la incidencia en la formación de causas penales es muy baja y representa tan solo el 8%.

Esta baja incidencia no justifica incluir a toda una población hasta la edad de 12 años como ámbito de selectividad punitiva y encarcelamiento, más cuando la realidad de estos días da cuenta del deterioro de todas las variables sociales, y cuando 8,6 millones de chicos menores de 18 años viven en hogares que no alcanzan el piso mínimo de ingresos monetarios o en entornos de privación de derechos (vivienda, salud, educación, entre otros).

Profundizar el impulso punitivo a una edad cada vez más temprana, sin más diagnóstico que un deseo de criminalización, cuando las cifras oficiales son contundentes en demostrar que no existe un fenómeno criminógeno juvenil real y mientras –en paralelo– se produce un recorte profundo en el gasto del sector público en partidas destinadas a niñez y adolescencia, sería, más que error, una verdadera crueldad.

 

El retorno del Patronato

Pero retornemos al proyecto de ley presentado en Diputados hace pocos días. Dicha regulación, en vez de hablar de juicio de responsabilidad penal juvenil conforme al artículo 37 de la Convención de los Derechos del Niño, o de crear un régimen especial y diferenciado, propone que a “menores a quienes se les atribuyere o comprobare responsabilidad, como autores o partícipes de una infracción penal, se le aplicarán las medidas establecidas en la presente Ley”.

En vez de referir en un sano criterio procesal a “medidas cautelares”, las medidas no son otras que la vieja práctica de la institucionalización tutelar de menores que el artículo 18 del proyecto denomina “Medida de internación” ante el delito.

Tales “medidas de internamiento” no tienen otra naturaleza jurídica que el vetusto Patronato. Pues desde el punto de vista estrictamente procesal no tienen fundamento (los niños, niñas y adolescentes tienen los mismos derechos que los adultos y un “plus”, por lo que no se entiende por qué tendrían que tener institutos de coerción de otra naturaleza). De ahí que que no se trata de otra cosa que de una práctica invasiva-tutelar que el Estado de derecho ha intentado dejar de lado con la ley 26.061, a la luz de los artículos 18 y 75 inciso 22 de la Constitución Nacional. Es decir, se viola palmariamente el principio de legalidad.

Hay una desproporción en la duración de la restricción de derechos y el menoscabo flagrante a las libertades de la infancia, a las que encima evita llamar “penas” dando otro instituto para el “menor” denominado (eufemísticamente) “internamiento” de largos plazos. Se crea así un régimen de excepción del estatuto legal de la infancia, que está a años luz del Estatuto da Criança e do Adolescente – ECA de Brasil, que se cita para pretender justificar el nuevo régimen.

Así, los “internamientos de menores de edad” tienen para el proyecto del ministro Cúneo Libarona una duración de acuerdo al mínimo y máximo respecto de la pena de cada delito. El máximo será de siete años, salvo los casos en que incurren en responsabilidad penal por los delitos graves contemplados en leyes penales especiales, donde pueden llegar hasta 15 años (en el caso de los mayores de 16 años); y hasta diez años en el caso de menores de entre 12 y 15 años de edad.

Cuando se trate de los delitos de asociaciones ilícitas, organizaciones terroristas, ley de estupefacientes, pandillas o cualquier otra agrupación criminal, el juez impondrá medida de internación, cuyo término máximo podrá ser de hasta 20 años cuando fuere cometida por un menor que hubiere cumplido 16 años, y hasta de 15 años cuando se tratare de un niño, niña o adolescente que tuviese entre 12 y 15 años de edad.

Como vemos, todas las escalas son exorbitantes (recordemos el caso “Mendoza vs. Argentina, Corte IDH, 2013) y no guardan razonabilidad alguna. El Estado ha sido condenado no sólo por dictar penas perpetuas, sino también desproporcionadas o excesivas, como lo puede ser una de 15 ó 20 años de prisión a personas de 12 a 16 años. Por lo tanto, dichas penas son inconstitucionales y el proyecto, de aprobarse, podría generar responsabilidad internacional a la luz del caso “Mendoza”.

Llama la atención que esta desproporción punitiva ni siquiera guarda armonía con las declamaciones de derechos y garantías que se enumeran en el mismo proyecto: la “excepcionalidad” de la privación de la libertad, o su aplicación “como última ratio”, o lo que se describe como “no regresividad” (véase el artículo 3).

Estas patentes contradicciones de artículos internos dentro del mismo ordenamiento pendulan entre exceso de castigo y mera declamación de garantías, apelando –una vez más– al lenguaje del Patronato de la Infancia. Todo ello hace del proyecto un sistema no armónico, con deficiente técnica legislativa, contrario a los estándares más básicos de la materia en cuestión.

Recordemos que, al presentar la ley Bases, el gobierno de la LLA intentó desguazar la Ley de Salud Mental (26.657) retrotrayéndola al paradigma manicomializador. No sólo se buscaba relajar criterios de internación, sino también establecer formas proclives al “internamiento” involuntario (para niños y adolescentes). Las críticas llovieron de muchos lugares y –por el momento– esa idea parecería haber naufragado. Es evidente que este intento de reforma de la ley penal juvenil es asimilable a aquel de la Ley de Salud Mental (funcionarían en tándem), en tanto otorgamiento de amplias discrecionalidades tutelares y mecanismos de encierro como retroceso al paradigma del Patronato y sus peores prácticas.

No decimos aquí que la reforma de la Ley de Responsabilidad Penal Juvenil no sea necesaria. De hecho lo es, pero distinto sería una ley consensuada por todos los partidos, UNICEF, los organismos de derechos humanos y los movimientos de defensa de la niñez. Un instrumento que establezca sistemas graduales y armónicos de derechos, garantías, tipos de penas y formas de resolución de conflictos. Es decir, que se preste a dar respuestas serias, racionales y proporcionales (no demagógicas ni crueles) y que guarde perfecta armonía con el sistema constitucional y convencional.

 

 

 

* El autor fue Defensor penal juvenil en la Provincia de Buenos Aires entre 2008 y 2014.

 

 

 

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