Voluntarismo imperial

Las decisiones de Trump en Gaza y Ucrania conducen a la implosión del orden internacional

 

La Carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco (Estados Unidos) el 26 de junio de 1945, incluía una declaración de principios que expresaba el deseo de los firmantes de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces durante nuestra vida –en obvia referencia a las dos guerras mundiales del siglo XX– ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”. La Carta reafirmaba “la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas”. Señalaba la necesidad de “crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones, promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad”. Las secuelas de las sangrientas guerras, libradas básicamente en Europa, llevaron a la convicción de que la libertad política y la libertad económica no podían existir sin reglas y que el orden internacional debía garantizar la aplicación ecuánime del derecho, evitando toda pretensión hegemónica. No obstante, el diseño del Consejo de Seguridad, que otorgaba a los miembros permanentes el derecho de veto, suponía una cierta deserción pragmática de esos principios generales. Otro paso en la errónea dirección fue dejar sin ejecución el artículo 47 de la Carta que establecía un Comité de Estado Mayor, integrado por los jefes de Estado Mayor de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que tenía a su cargo la dirección estratégica de todas las fuerzas armadas puestas de disposición del Consejo, es decir que disponía la formación embrionaria de un ejército internacional.

 

La caída de la URSS

Toda esa arquitectura internacional quedó sometida a fuertes ráfagas durante el período de la Guerra Fría. Con la caída de la Unión Soviética, el Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush (padre) hizo una solemne declaración de intenciones, comprometiéndose a “aprovechar los dividendos de la paz”, en referencia a iniciar una etapa de desarme que permitiría destinar recursos al desarrollo de los países. El 8 de octubre de 1990 Bush se dirigió a la Asamblea General de las Naciones Unidas, declarando su fe en “un nuevo orden mundial y una larga era de paz: una asociación basada en la consulta, la cooperación y la acción colectiva, especialmente a través de organizaciones internacionales y regionales; una asociación unida por los principios y por la ley y apoyada en un reparto equitativo de costos y contribuciones; una asociación cuyos objetivos han de ser más democracia, más prosperidad, más paz y menos armas”. Durante este período se celebró una cumbre en Moscú, en julio de 1991, en la cual Bush y Gorbachov firmaron el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START I). Fue también en esa época cuando Estados Unidos prometió a Gorbachov que la OTAN no avanzaría “ni una pulgada” hacia el Este si una unificada Alemania permanecía en la Alianza Atlántica. Según el testimonio de Alexander Lukashévich, representante ruso ante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), esa promesa se la hizo en 1990 a Gorbachov el entonces secretario de Estado, James Baker. El mismo año Baker le repitió dicha promesa al ministro de Exteriores soviético, Eduard Shevardnadze.

 

La expansión de la OTAN

Esos compromisos –que no se habían reflejado en acuerdos escritos–fueron ignorados cuando los ex miembros del Pacto de Varsovia –una versión soviética de la OTAN– ingresaron a la OTAN en la década de 1990. Luego, en 2004, se unirían las tres ex repúblicas soviéticas: Estonia, Letonia y Lituania. En junio de 1997, 50 destacados expertos en política exterior habían firmado una carta abierta dirigida al Presidente Bill Clinton en la que decían: “Creemos que el actual esfuerzo liderado por Estados Unidos para expandir la OTAN… es un error político de proporciones históricas” que “perturbará la estabilidad europea”. El diplomático estadounidense George F. Kennan, padre de la doctrina de contención de la Guerra Fría, también advirtió en 1998 sobre las consecuencias de la expansión de la OTAN. Más tarde, en la conferencia de la OTAN de 2008 en Bucarest, Alemania, Francia, Italia, Bélgica y los Países Bajos se opusieron enérgicamente a invitar a Georgia y Ucrania –dos países con fronteras con Rusia– a unirse a la alianza atlántica. La canciller alemana Angela Merkel se mostró especialmente molesta por el hecho de que George W. Bush (hijo), desviándose de la agenda acordada, insistiera en plantear el tema y exigir de hecho que la OTAN extendiera esa invitación. Con en esa decisión se sembró la semilla que derivaría en la guerra lanzada por Putin contra Ucrania.

 

Merkel y Nicolas Sarkozy en la conferencia de la OTAN de 2008.

 

Otra grieta de importancia en el orden internacional de posguerra la causaron los Estados Unidos y sus aliados con el bombardeo de la OTAN a Yugoslavia en 1999. Ese ataque no contó con una autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, por lo que con arreglo a la Carta de las Naciones Unidas representaba una clara agresión contra un Estado soberano. Con posterioridad Washington se retiró del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM) en 2002, del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) en 2019, y del Tratado de Cielos Abiertos en 2020.

 

La guerra de Irak

La guerra de Irak se inició en marzo de 2003 cuando una coalición de varios países encabezados por Estados Unidos invadió Irak y consiguió derrocar al gobierno de Sadam Husein. La principal justificación de esta operación que ofreció el Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush y sus aliados en la coalición, fue la afirmación de que Irak poseía y estaba desarrollando armas de destrucción masiva (ADM), violando un convenio de 1991. Luego se verificó que se trataba de un mero pretexto para sortear la intervención del Consejo de Naciones Unidas, que no autorizó la operación militar. Los profesores norteamericanos John Mearsheimer y Stephen Walt, en su libro El lobby israelí (Taurus), ofrecen su versión de las causas de esa guerra. Señalan que “muchos estadounidenses creyeron que la de Irak fue una ‘guerra por el petróleo’, pero existen pocas evidencias directas que apoyen esa tesis y muchas que la ponen en duda. Otros observadores culpan a asesores políticos como el republicano Karl Rove y sugieren que la guerra formaba parte de un plan maquiavélico para mantener a Estados Unidos en pie de guerra y, por lo tanto, garantizar un largo período de gobiernos del Partido Republicano (…) Frente a estas explicaciones alternativas, nosotros sostenemos que la guerra se debió, al menos en parte, a un deseo de aumentar la seguridad de Israel”. Añaden que “hay considerables evidencias de que Israel y los grupos proisraelíes –especialmente los neoconservadores– desempeñaron un papel muy importante en la decisión de invadir Irak”. En cualquier caso, es evidente la voluntad hegemónica de los Estados Unidos y el desprecio más absoluto al sistema de relaciones internacionales establecido en la Carta de las Naciones Unidas.

 

Gaza

La última puntada al orden internacional lo representa la campaña militar lanzada por Israel sobre Gaza con la asistencia militar de los Estados Unidos. La destrucción sistemática de la infraestructura edilicia de la franja, incluyendo escuelas, hospitales, universidades, mezquitas y barrios enteros de viviendas, son pruebas inequívocas de que el propósito final de esta ofensiva es convertir la región en inhabitable para forzar el traslado de sus habitantes. Este propósito, que supone actos considerados constitutivos del delito de genocidio por el derecho internacional, ha sido asumido por el nuevo Presidente de los Estados Unidos como un método razonable para conseguir convertir la franja de Gaza en una suerte de Riviera francesa. No obstante, todo hay que decirlo, la presidenta de la Unión Europea no se ha quedado atrás en su apoyo a Israel. Úrsula von der Leyen, que había calificado el bombardeo de estaciones de generación eléctrica en Ucrania, efectuado por Rusia, de “crimen de guerra” y “terrorismo”, pocos meses después, tras manifestar su apoyo inquebrantable a Israel, mantuvo silencio cuando el gobierno israelí ordenó cortar la electricidad, el gas y el agua a Gaza, así como impedir la entrada de alimentos, una medida que el ministro de Defensa israelí, Yoav Galant, justificó por estar combatiendo a “animales humanos”. El doble rasero aplicado por la presidenta europea es una constante en las relaciones internacionales. Es la causa que impide también que la Unión Europea pueda expresar una posición común en materia de política internacional.

 

La llegada de Trump

El regreso de Trump y las recientes decisiones adoptadas en materia de política internacional, muestran un apartamiento escandaloso de las normas internacionales y de las prácticas consuetudinarias de la diplomacia, como se ha señalado desde distintos lugares. En un duro editorial, el diario El País condena “el desprecio de Trump por las estructuras de la democracia y por los derechos humanos”, señalando que se ha asestado un duro golpe al paradigma occidental de gobernanza liberal. Añade que estamos asistiendo a “un embrutecimiento de las relaciones internacionales, donde la diplomacia cede paso a un modelo imperialista en el que las grandes potencias se reparten el planeta y sus áreas de influencia”. Otros análisis coinciden en señalar que el mundo, con las últimas decisiones de Trump, avanza hacia un nuevo orden, caracterizado por la expansión de las lógicas imperiales que reivindican el regreso a las esferas de influencia de las grandes potencias. Justamente el orden que dio lugar a las dos guerras mundiales del siglo XX y que la Carta de Naciones Unidas se comprometió a eliminar.

 

 

La mayoría de las dificultades para establecer un orden internacional permanente desde el fin de la II Guerra Mundial derivan del objetivo de las élites conservadores de los Estados Unidos de obtener la supremacía militar para imponer su propia visión, evitando políticas de equilibrio entre todos los actores implicados. El modo de Trump de abordar los conflictos armados en Gaza y Ucrania demuestra ese voluntarismo imperial que a larga resulta contraproducente. Si finalmente el entramado institucional diseñado en 1945 colapsa, y se impone la política del más fuerte, es muy probable que la humanidad tenga que volver a enfrentar el escenario que Thomas Hobbes describió en 1651 sirviéndose de aquella vieja locución latina que atribuye al hombre la condición de lobo del hombre (homo homini lupus).

 

 

 

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