Violencia y semi-colonia

Sin reconstrucción de la capacidad estatal de regulación y control no hay gobernabilidad

 

La muerte es el mensaje

No es un chiste que un país como la Argentina esté bajo control parcial de un poder semi-colonial.

Hace ya bastante tiempo –quizás desde los '90– que una parte muy influyente de la elite argentina está convencida de que este país no tiene destino, y que lo mejor que puede hacerse es disolver a este territorio en “el mar de la globalización”. Dejando de lado las versiones edulcoradas, que aluden a una era repleta de tecnologías cada vez más asombrosas que impulsarán nuestra felicidad al infinito, la globalización no es otra cosa que una etapa del capitalismo en el que el poder de las empresas multinacionales y el capital financiero predominan sobre los Estados nacionales y amoldan el mundo en función de sus intereses de acumulación. Todo el resto de las cuestiones humanas, incluida la supervivencia del propio planeta, está subordinado a esta lógica de maximización del poder del capital que proviene de los países centrales.

En ese escenario, sin proponer abiertamente la desaparición de la Argentina, la elite y sus sirvientes avanzan por diversos caminos, como el estímulo incesante del individualismo en contraposición al fortalecimiento de los vínculos comunitarios, el fomento de la desaprensión y el desinterés en lo nacional, la destrucción de la autoconfianza colectiva disimulando todo logro nacional, la denigración sistemática del país y de sus habitantes, y ¿por qué no? la colocación de los ingentes recursos que se producen en nuestro territorio en el exterior.

Cada tanto, alguno de los miembros o lacayos de esta elite alude a la posibilidad de separar alguna provincia más o menos próspera de la Argentina, de esas que poseen recursos que le “interesan al mundo”. El diario más “serio” de esa elite hace años se esmera en publicar incontables artículos enfocados en demostrar lo muy superior y acogedor que es cualquier lugar del mundo comparado a nuestro país.

Y decimos que no es un chiste vivir bajo este poder semi-colonial, que cuenta en la Argentina con partidos políticos que lo representan, que gobiernan territorios y gestionan recursos, y que tiene sus métodos para consolidar ese poder.

El ejemplo más avanzado es la ciudad de Buenos Aires, donde desde hace 16 años gobierna una fuerza cuya ideología no es más que una transcripción local de la ideología de la globalización, de su lógica rentística-financiera, que le asigna a países como la Argentina el rol de municipios del orden global y a sus políticos el lugares de gestores –cuando no fusibles– de ese orden definido desde otras regiones y otros intereses.

 

Macri & Larreta, al frente del gobierno porteño desde fines de 2007.

 

No por casualidad, una clase política formada intelectualmente en la admiración acrítica de todo lo que se hace en Estados Unidos es la que practica un seguidismo típicamente periférico hacia la potencia del norte. Es más: el sólo hecho de considerar a Estados Unidos como una sociedad ejemplar, paradigma de cómo debería ser nuestro propio país, muestra la ignorancia y el satelismo intelectual de la elite local, muy similar al de todas sus hermanas de América Latina.

Lo cierto es que los monitos periféricos, cuando tienen algún poder, se dedican a imitar a sus modelos del norte, copiando de una forma grotesca las peores prácticas de esos países.

No copian a sus políticas científicas y tecnológicas, o su estudio obsesivo del escenario global para detectar oportunidades desde sus propios intereses. Sí copian, en cambio, a las prácticas policiales criminales que asesinaron a George Floyd, ciudadano negro asfixiado vilmente contra el pavimento en mayo de 2020 en Minneapolis.

Cómo típicas burguesías semi-coloniales compran métodos de represión enlatados, indumentarias acorazadas, armas varias, vehículos novedosos, protocolos pensados para Estados Unidos, criterios de manejo de conflictos callejeros basados de otras realidades culturales, técnicas “profesionales” como la que se utilizó para provocar la muerte a Facundo Molares Schonfeld.

En el caso de Floyd, es conocido el racismo de la policía norteamericana, especializada en encarnizarse con ciudadanos pobres. En nuestro caso, la Policía de la Ciudad está siendo adoctrinada, hace ya mucho tiempo, en la idea de que el conflicto social es malo, que la manifestación del malestar popular es peor, y que los que protestan frente a las injusticias o abusos del poder son revoltosos que deben ser puestos en su lugar.

Como diría Patricia Bullrich, hay que poner orden. Claro, no se trata de un orden general. No se trata de una sociedad ordenada, de una “comunidad organizada”. No se trata de poner orden en los precios, en los ingresos de las mayorías, en los alquileres, en los crímenes económicos. Se trata de reprimir la manifestación del malestar de los sectores subalternos. Sólo eso.

Y como la protesta callejera no encuadrada es el único instrumento autónomo para expresarse que tienen los que no tienen ningún otro poder ni influencia, si se les arrebata esa posibilidad no queda ningún otro canal de expresión que no sea el desgano, la apatía, la resignación y el votar cada dos años sin ninguna esperanza de que cambie nada.

En definitiva, tratar a gremios, sindicatos, organizaciones sociales, pueblos originarios o agrupaciones estudiantiles como enemigos del orden, a las que se les deben aplicar las “modernas” técnicas represivas aprendidas –y pagadas– de los del norte, lleva a desastres como el que presenciamos el jueves de esta semana.

Una represión impostada, sin sentido, hecha para mostrar mano dura anticipando el escenario de conflicto que busca explícitamente la derecha local, convencida de que por ahí pasan sus intereses semi-coloniales.

 

Los hechos y las palabras

¿Son intercambiables los hechos y las palabras? No siempre, y no totalmente, pero en el terreno de lo social existe cierto margen flexible para que se puedan distribuir –o quitar–bienes reales, y reemplazarlos por bienes simbólicos. Como cuando el macrismo aplicó sin misericordia sus tarifazos, llevando a la quiebra a numerosas empresas pequeñas. Mucha gente lo avalaba diciendo que “no podíamos seguir pagando chaucha y palitos”, una declaración ciudadana que parecía expresar una especie de dignidad personal, pero puesta al servicio no de la Patria, sino de los monopolios privados prestadores del servicio.

La derecha sabe mucho de eso, y lo explota incesantemente. Distribuye bienes “simbólicos”, siempre al servicio de la desposesión concreta de las mayorías. Y las mayorías muchas veces compran esos bienes simbólicos, y advierten tarde la estafa.

La derecha logra, por ejemplo, vender su idea del orden social como un problema de tránsito. “Sacar a los piqueteros de la calle”, tema que se presenta como un incordio de taxistas, es sacar en realidad a un vasto sector social de la discusión sobre la distribución de la riqueza y sobre cómo debe estar organizada la sociedad.

Si, por ejemplo, se adoptara oficialmente el criterio de establecer un ingreso universal garantizado para todas las personas, esa decisión implicaría un replanteo del sistema impositivo y de la administración tributaria.

Si, en cambio, se decidiera reducir la jornada laboral y repartir las horas de trabajo entre todos los trabajadores, habría que avanzar sobre la legislación laboral y sobre lo que las empresas consideran sus prerrogativas indelegables.

Finalmente, si se decidiera avanzar con potentes planes de creación de puestos de trabajo en el sector privado, haría falta un Estado interventor dotado de recursos y facultades para promover actividades empleo-intensivas.

Por lo tanto, para los conservadores liberales mejor que no se plantee la discusión pública, para lo cual hay que sacar a la gente de la calle –en la que cobran visibilidad– con la excusa del tránsito. La habilidad es transformar una discusión de fondo sobre el orden social, en una pelea de guapos por un embotellamiento.

En el fondo, el consumo de odio anti-kirchnerista –ese bien simbólico que se suministra vía medios de comunicación– es tan provechoso que justifica incluso llevar a la quiebra a la empresa propia, quedarse sin clientes ni crédito, pasar penurias personales y familiares, o caer en el fatídico desempleo, con tal de que suban al gobierno los que estén dispuestos a desplazara a esa “gentuza” del espacio político.

Da la casualidad que los que están en condiciones de desplazar y perseguir a los K son exactamente los mismos que van a producir las grandes transferencias de recursos y derechos de los pobres y los sectores medios al 5% más rico de la población.

 

Donde dice “orden”, léase “caos”

Un aspecto llamativo de las grandilocuentes declaraciones de los candidatos sobre las futuras transformaciones que va a ejecutar la derecha es que hablan de efectuarlas en las primeras semanas ¡o días! de gobierno, como si se tratara simplemente de desearlo para lograrlo.

Larreta o Bullrich hablan como si ya contaran con mayorías parlamentarias lo suficientemente amplias como para poder implantar todas las medidas de agresión a los intereses populares que ya vienen anunciando. O como si pudieran sacarse las principales medidas por decreto, cuando se supone que por su trascendencia requieren la debida legislación parlamentaria.

Hablan, Larreta y Bullrich, como si fueran a ser los Presidentes de una dictadura, régimen que sólo requiere la determinación del Poder Ejecutivo para promulgar cualquier cosa, y luego coraje de los conductores para bancarse la bronca social que esa legislación (están seguros) va a producir.

Es cierto: saben que cuentan con la total complicidad del Poder Judicial. Efectivamente, se trata de ese mismo Poder Judicial que traba todas las disposiciones progresistas de los gobiernos populares.

Pero puede ser que no cuenten con los apoyos parlamentarios suficientes, o que las medidas una vez conocidas no reciban el respaldo entusiasta de la mayoría de la población. ¿De dónde sacaron que son institucionalmente viables? ¿Están pensando medidas adentro de la ley, o fuera de ella?

Al final de cuentas, está el tenebroso ejemplo de Mauricio Macri: para endeudar al país con el FMI se salteó todos los pasos institucionales legalmente establecidos, la medida sin embargo entró en vigor con efectos tremendos para el país en su conjunto, y no ha pasado absolutamente nada en términos de revisar y castigar los procedimientos delictivos que se usaron para implementar una decisión tan trascendente.

Las instituciones, cuando se trata de los intereses dominantes, son un tigre de papel.

 

¿Y por casa, cómo andamos?

Si por el lado de los candidatos de la derecha existe la convicción de implementar su programa de gobierno –o piñata de negocios– sin importar qué digan las instituciones, no es lo mismo para el candidato de un gobierno de origen popular. Luego de la experiencia de Cristina Kirchner y de Alberto Fernández, queda claro que cualquier iniciativa progresista se encontrará con un sistema cerrado de trabas, limitaciones y obstáculos legales –o de acciones directas ilegales, como durante la resolución 125– para poder avanzar.

Una de las lecciones que deberían sacarse de la actual etapa de gobierno es que cualquier candidato de un espacio político que no responda directamente al poder hegemónico debería tener un Programa de Reconstrucción del Poder Estatal. De nada vale enunciar proyectos atractivos, si luego no se podrán implementar por falta de recursos, de poder político o de capacidades de gestión estatales.

Sin reconstrucción de la capacidad estatal de regulación y control no hay gobernabilidad económica popular, como mostró este gobierno a lo largo de su gestión. Fue esa debilidad político-institucional la que lo llevó a la grave crisis de gobernabilidad de mediados del año pasado, y a la actual fragilidad macroeconómica que afecta sus posibilidades electorales.

También en el campo mediático la cuestión está sesgada a favor de la derecha.

Para Sergio Massa será un desafío presentarse como el candidato de Unión por la Patria, siendo ministro de Economía de un gobierno que no puede mostrar logros en materia de protección de los ingresos de las mayorías.

No alcanza con la actual actitud de “pedir disculpas” por las fallas cometidas. Tendrá que poder enunciar, frente al aguijoneo mediático constante, qué hará para frenar la inflación y mejorar los ingresos populares. Conviene que sea capaz de explicar qué habrá de nuevo en su próximo gobierno que no haya habido en éste para poder lograr los éxitos anti-inflacionarios que hoy no aparecen.

La asimetría grosera de poder entre JxC y UxP es que esas mismas preguntas no se les efectúan a los candidatos de la derecha. ¿Qué va a hacer la derecha con la inflación? ¿Qué va a hacer la derecha con los salarios, con los comportamientos monopólicos, con los abusos del mercado?

Pareciera que las preguntas que se le hacen al candidato del oficialismo no son relevantes para efectuarlas a los candidatos opositores. En parte porque el periodismo mayoritariamente está con ellos y porque no se prestan a ser entrevistados por ningún periodista que los incomode o que exponga sus inconsistencias.

Pero además porque el público conservador no les exige nada a ellos en ese terreno, sólo les pide anti-peronismo, anti-kirchnerismo, demagogia antipopular.

 

Escenario post-PASO

No cabe duda de que avanzamos en lo económico por un desfiladero muy complicado. Arrecian las presiones externas e internas para una devaluación oficial. Se sabe que un eventual movimiento en el dólar oficial será utilizado inmediatamente para impulsar remarcaciones masivas de precios, con la consiguiente aceleración inflacionaria. Se buscará cualquier excusa –a pesar de que la suba de los activos argentinos, sean títulos públicos o acciones privadas, sigue en ascenso incesante– para hacer saltar el dólar.

Sin embargo, las cosas en materia electoral no están dichas, a pesar de que JxC muestre cierta ventaja, aun cuando está encapsulado en su público de siempre. La novedad es Milei –que ni remotamente junta un tercio del electorado– y su ejército de reserva de votantes a la derecha, que no terminan de entender qué fiasco están apoyando.

Ya definida la situación de las PASO, la campaña oficial deberá asumir contornos más precisos y apuntar a objetivos más claros. Debe ofrecer imágenes concretas de un futuro mejor. No va a ser con un discurso impreciso y vaporoso que pueda enfrentarse el embate político de la derecha. Deben aparecer promesas atractivas y se las debe acompañar por acciones gubernamentales que prefiguren esa mejoría.

Las muertes de la última semana son expresión de un país brutalizado que debe ser cambiado.

Las próximas batallas electorales van a definir si se profundiza el camino de la brutalización social, o si empiezan a revertirse las causas profundas de este retroceso civilizatorio.

 

 

 

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