Viejos son los trapos
Un debate semántico que choca con una brutal realidad
Cuando éramos adolescentes y jugábamos al fútbol en el barrio siempre había algún viejo que nos miraba y que, más de una vez, nos criticaba. Al rato, cuando las piernas acusaban el impacto del cansancio por estar tanto rato de pie, el viejo se iba. Nosotros, al unísono, festejábamos diciendo “por fin se fue el viejo pesado”. Pero desde alguna casa una señora nos indicaba que “viejos son los trapos”.
Algunos sectores de la academia y de la política le dieron una vuelta de tuerca al mencionado adagio popular y han avanzado en la teoría de que hay que desterrar, para siempre, el término “viejo”. Esto obedece a que entienden a ese término como un adjetivo calificativo despectivo, un insulto o, incluso, la degradación de la persona a la que se denomina de tal manera. Por estos días se presentó un proyecto de ley que pretende prohibir el lenguaje inclusivo, ese que hoy usan las nuevas generaciones, creyendo que la ley construye a la costumbre. Esta propuesta desconoce la realidad, toda vez que es la costumbre la que, tarde o temprano, se impondrá como ley. El lenguaje es una construcción cultural que se mueve, que jamás está quieta, que muta permanentemente y que nadie –ni siquiera el Estado– puede regular. Por más que se intente prohibirlo, los pueblos seguirán construyendo su propio lenguaje.
Y aunque a las mentes brillantes de la seguridad social les parezca fea la palabra “viejo”, para los argentinos y argentinas, como cantaba Piero a fines de los años '60 o el gran Pappo Napolitano en los '90, el “viejo” y la “vieja” son modismos afectuosos –y nada despreciativos– con los que nos referimos a las personas que más amamos. Son nuestras madres y padres, son esas personas a las que respetamos, admiramos, cuidamos y por las que salimos a pelear cuando un gobierno neoliberal los mató a golpes y decepciones cada miércoles. Eso, y no otra cosa, son nuestros viejos para los argentinos y argentinas. Somos nosotros mismos con algunos años más.
Siempre recuerdo una entrañable anécdota. Estábamos de vacaciones en un hotel con el mayor de mis hijos y su familia. Era una tarde de pileta. Mientras disfrutábamos del agua con mi nieta mayor, que por ese entonces tenía seis años, comencé a observar insistentemente a un chico que llevaba puesto un salvavidas muy particular, y entonces le pregunté a mi pequeña acompañante: “Juanita, ¿te gusta el salvavidas?” Ella respondió al instante y sin dudarlo: “sí, claro, Abu”, réplica que motivó que, raudamente, nos apersonáramos con la familia del chico a preguntarles si lo habían comprado por la zona. Nos dijeron que así había sido y, amablemente, nos entregaron la dirección del local. Volvimos al hotel con Juanita y le prometí que, al finalizar la tarde, iríamos a comprar el salvavidas. Caía el sol cuando, ya bañados y prestos a ir por la compra prometida, comenzamos a caminar hacia el lugar, pero Juanita me dijo “Abu, mejor vamos a preguntarle a Nora (mi esposa) dónde queda el negocio”. Le dije que no hacía falta, que yo sabía dónde era. Pero no hubo caso, ella insistió una y otra vez en que fuéramos a preguntarle a Nora. Hasta que por fin me contó el motivo y me espetó un: “entre vos que sos viejito y yo que soy chiquita nos vamos a perder”. Ante lo irreductible de su angustia, accedí a ir a hacer la pregunta cuya respuesta ya conocía. Ese “viejito” dicho con tanto amor por mi nieta transformó ese instante en uno de los más bellos de toda mi vida. Pero hay una enseñanza extra de la anécdota, y es que yo no era todavía “técnicamente viejo” ni adulto mayor, pero para mi nieta yo era viejito, porque los abuelos son siempre viejitos.
En 2010, Sandra Huenchuan y Luis Rodríguez-Piñero, refiriéndose a la vejez, decían: “En primer lugar, no existe un único paradigma de la vejez y el envejecimiento, ambos procesos aluden a una realidad multifacética atravesada no sólo por el paso del calendario, sino también por aspectos fisiológicos, sociales y culturales. Hay que diferenciar entre los aspectos cronológicos de la definición de vejez y su construcción social. Según el criterio cronológico, establecido por la mayoría de los países de la región en sus respectivas legislaciones, la vejez se inicia a los 60 años, frontera que ha variado más en los últimos tiempos que en toda la historia occidental. A principios del siglo XIX se era viejo a los 40 años, mientras que hoy en día la edad a partir de la cual se considera mayor a una persona es difícil de determinar taxativamente. La definición cronológica de la edad es un asunto sociocultural. Cada sociedad establece el límite a partir del cual una persona se considera mayor o de edad avanzada; aunque, sin excepciones, la frontera entre la etapa adulta y la vejez está muy relacionada con la edad fisiológica”.
En general, la edad establecida se correlaciona con la pérdida de ciertas capacidades instrumentales y funcionales para mantener la autonomía y la independencia, lo cual, si bien es un asunto individual, tiene relación directa con las definiciones normativas que la cultura otorga a los cambios ocurridos en el cuerpo, esto es, la edad social. En este contexto, la vejez puede ser tanto una etapa de pérdidas, como una de plenitud. Todo depende de la combinación de recursos y la estructura de oportunidades individuales y generacionales a la que están expuestas las personas en el transcurso de su vida, de acuerdo a su condición y posición al interior de la sociedad. Esto remite a la conjugación de la edad con otras diferencias sociales tales como el género, la clase social o el origen étnico, que condicionan el acceso y disfrute de esos recursos y las oportunidades. En segundo lugar, hay que diferenciar los enfoques que guían las interpretaciones de los temas que abordan las leyes, las políticas y los programas dirigidos a las personas mayores. Los problemas que tratan ese tipo de instrumentos son construcciones sociales que reflejan concepciones específicas de la realidad y que, en el caso de las personas mayores, se relacionan directamente con la concepción de la vejez a partir de la cual se delinean propuestas para lograr ciertos objetivos. Tradicionalmente, la concepción predominante a nivel programático ha sido la construcción de la vejez como una etapa de carencias de todo tipo: económicas, físicas y sociales. Las primeras expresadas en problemas de ingresos, las segundas en falta de autonomía y las terceras en ausencia de roles sociales.
Según mi humilde criterio, la cuestión del término vejez sí o vejez no, en las actuales condiciones, es trivial y se relaciona con los sectores medios de la sociedad. El intentar desterrar el viejismo en una sociedad que aún padece grandes carencias no pasa de ser una exquisitez semántica y una elaboración intelectual que choca con una realidad brutal, que es el maltrato hacia los viejos. Si caminás lento y hay un pasillo donde entra una sola persona, el que viene atrás se te pega a la espalda y bufa como un marrano. Los que vivimos en la ciudad más rica y con más viejos de la Argentina, como lo es la Ciudad de Buenos Aires, cada día que salimos a la calle vivimos un verdadero vía crucis. Cuando llegás a la esquina y pretendés cruzar la calle, luego de esperar que el semáforo te habilite, ponés un pie en la calle y te pasa un rezagado a toda velocidad; das un paso para atrás y te fijás que no quede otro remolón más, pero aparecen los que doblan y que te ponen el auto a diez centímetros para que te apures. Pacientemente lográs cruzar, pero cuidado, ahora hay que hacer lo mismo con la bicisenda. Apenas llegás, uno al que no le importa el semáforo, te pasa rasante. Mirás para los dos lados, no viene nadie, avanzás raudamente, pero ahí te sorprende lo imprevisto junto al cordón: un perro dejó su cargamento fisiológico y en el apuro tu pie toma el regalo. No tenés nada con que limpiarte, raspás el costado del zapato con el cordón de la vereda, lográs disimularlo, pero el olor a excremento te acompañará hasta que vuelvas y cada vez que entres a un negocio la vendedora o el vendedor, y los otros clientes también, querrán que te vayas cuanto antes y cuando te fuiste todos pensarán: “pobre viejo, se cagó encima”. Pero todavía te queda más. Las veredas destruidas, y a mitad de la cuadra aparecen las inefables maderas amarillas y negras que indican que están trabajando para vos. Entonces tomás la más sabia de las decisiones: te volvés a tu casa pensando: ¡La pucha, qué difícil es ser viejo en Buenos Aires!
Los mayores problemas de la vejez, tradicionalmente, han estado determinados por dos cuestiones: la pobreza y la violencia. Hoy habría que agregarle quizás, una tercera: la tecnología, o las llamadas TICs (tecnologías de la información y la comunicación). La pobreza en la vejez, en la situación actual, es irreversible. Por ello, si se quiere hacer algo por las personas mayores, lo primero es asistir a esta población con urgencia. Desde el viejo de la bolsa de nuestras infancias, el linyera del barrio y ahora las personas en situación de calle, todos ellos –por lo general– han sido y son personas añosas pobres de pobreza absoluta. La cuestión de la violencia en los viejos es otro tema que requiere ser analizado y de imprescindible resolución. Las causas de la violencia son múltiples: para quitarle el dinero de su jubilación o pensión, o porque no tiene ningún beneficio previsional y, por ende, se transforma en un estorbo, o para hacerlos trabajar. En un ámbito violento, cualquier causa es suficiente para descargar la crueldad en el más débil, y sabemos que la violencia puede ser física o psicológica, o ambas a la vez. Por último, actualmente los procesos de comunicación con los organismos públicos o privados se desarrollan por la vía informática. Desde pedir un turno para cualquier trámite, hacer una consulta médica, tramitar una jubilación o averiguar el banco donde se cobra el beneficio, todo, pero todo, se hace por Internet y con procesos virtuales. ¿Y qué pasa con aquellos viejos que no tienen Internet, ni computadora o que aun logrando que le presten una no saben cómo usarla? ¿Qué hacen? Podrá decirse que todo viejo tiene un nieto, familiar o amigo que lo puede ayudar, pero ¿si no es así? ¿Por qué hay que admitir esa reducción de la autonomía de una persona porque simplemente no tiene Internet o computadora? A decir verdad, el hecho de que los funcionarios no busquen, o peor aún, que ni siquiera piensen en alternativas de atención personal para estas personas, me parece de una crueldad inaudita.
En definitiva, creo que de tanto intelectualizar algunos temas pueden quedar fuera de foco los verdaderos problemas de la vejez. Pienso que hay gente muy bien intencionada trabajando en las distintas problemáticas de la vejez, pero también creo que la dispersión es un enemigo feroz para la resolución de estos temas. Si alguna experiencia positiva dejará la pandemia es que todos comprendimos que el desparramo de recursos y servicios es el peor de los males de un sistema de salud fragmentado. Un Estado presente y dinámico rompió con esa dispersión y los resultados están a la vista: pocas voces que siempre coinciden y una única dinámica nos están llevando a buen puerto con el mayor plan de vacunación de nuestra historia. Sería muy bueno utilizar la misma metodología para lograr una seguridad social más inclusiva, aunando esfuerzos, unificando estrategias y desarrollando una tarea que optimice recursos y dé por tierra con los problemas asociados a la pobreza.
El camino hacia un sistema de seguridad universal, solidario e integral sólo es posible si se toma la no siempre grata, pero sí eficaz, decisión política de terminar con muchas mentes que piensen distintas políticas para los beneficiarios de la seguridad social y malgastan recursos que juntos podían ser usados para, de una vez y para todas, terminar con indignidad de la marginalidad y la pobreza a la que los condenó el neoliberalismo en solo cuatro años.
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