Mi vida como madre pájara (segunda entrega)

1 a 10 de diciembre

Después de cuatro días de convivir con Chipi me encontraba exhausta como una madre de mellizos recién nacidos. El problema era que teníamos horarios a contramano. Cuando él se iba a dormir a mí me quedaban unas seis horas de actividad, y al amanecer, cuando se despertaba y me llamaba exigiendo mi presencia y su comida, yo estaba soñando con halcones asesinos que se arrojaban en picada sobre mi espalda o con bandadas de pajaritos minúsculos con dientes que se enredaban en mi pelo. Las pesadillas bizarras y llenas de escenas maravillosas que me cautivan y no me dejan despertar son la primera señal de que mi estabilidad psíquica empieza a fallar cuando estoy en déficit de sueño.

Mientras tanto Chipi había ganado peso, plumas y confianza durante esos días de alimentación a destajo con galletitas integrales remojadas.  Después de comer le encantaba que le acariciara la cabecita y cuando tenía hambre se subía a mi mano para recibir la papilla con el pico abierto de par en par.

 

 

Ya no tragaba pasivamente las porciones de alimento que le depositaba en el buche con ayuda de un sorbete plástico tallado en forma de pico maternal. Ahora sorbía con la actitud combativa de un ave de presa y graznaba con furia entre una y otra ración. Al quinto día reemplacé las galletitas por polenta y a esa nueva mezcla le agregué cada vez un ingrediente distinto: un poquito de manzana rallada, mijo o unas semillas de sésamo integral. Un día empecé a sospechar que el veganismo no era parte de su naturaleza; entonces cambié las semillas por carne picada. Chipi se embuchó el nuevo menú con gran entusiasmo y en pocos días fue visible que la nueva dieta lo ponía más grande, más fuerte y más autosuficiente. Una capa de plumitas suaves iba cubriendo las áreas de pellejo calvo que tenía en la cabeza y en el lomo y cumplidos los ocho días de nuestro concubinato emprendió vuelos cortos desde mi mano hasta un estante de libros y desde allí hasta mi cabeza. Durante el día se quedaba en su nido de papeles y cuando bajaba el sol se ocultaba en un hueco entre los libros de los estantes altos para hacerse un bollito y quedarse dormido.

No quisiera entrar en detalles acerca del estado en que iban quedando todas las superficies de la biblioteca pero no es difícil imaginarlo. Mantener limpia esa habitación era un empeño tan inútil como vaciar el océano con un dedal. Opté por cubrir todo con sábanas y cubrecamas que lavaba cada dos o tres días y aun así un intenso olor a gallinero iba trascendiendo en forma lenta pero perceptible por toda la casa.

Todos los días le llevaba a don Robertino noticias de nuestro hijo emplumado. Era evidente que se alegraba pero también era visible que no creía del todo en lo que le contaba. Me comentó que la esposa del dueño del local más paquete del barrio le dijo que yo lo estaba engañando porque no era posible criar un pichón tan chiquito. La desconfianza de Robertino me hacía gracia, pero la de la vecina me indignó. Vieja urraca, pensé. Pero no lo dije y en cambio le dejé mi celular anotado en un papelito para invitarla a casa a visitar a Chipi. Nunca me llamó.

A las dos semanas de convivencia empezó a comer de otra manera. Ya no levantaba el pico ni lo desarticulaba pero tampoco era capaz de picotear la variedad de semillas que le presenté. Las miraba desconcertado, las empujaba con el pico y las abandonaba. Entonces preparé una papilla más sólida de harina de maíz y carne picada y la amasé en forma de pellets cilíndricos que le acercaba al pico uno por uno y él tragaba con avidez. Habíamos superado la etapa del sorbete, un salto evolutivo tan importante como dejar los pañales o la mamadera.

 

Era evidente que Chipi continuaría su vida sin problemas. Transmitía sus sentimientos con claridad: le asustaban los truenos y las caricias le gustaban; le entusiasmaba probar sus nuevas habilidades y le encantaba esconderse para dormir. Bastaba con entender y atender sus deseos con ternura para que todo fluyera suavemente. Después de criar tres hijos con un resultado aceptable no me estaba resultando difícil criar un cuarto aplicando los mismos principios. Pero entonces, a mi larga lista de preocupaciones neuróticas se sumó un nuevo tópico de preocupación que me hizo pasar varias noches sumergida en pensamientos tortuosos. Tal vez Chipi era vegetariano y yo le dañaba los riñones dándole proteína animal. O era estrictamente carnívoro y le estaba lesionando los intestinos atiborrándolo de semillas y cereales. Tenía que averiguar qué clase de pájaro era, porque no es lo mismo un vegetariano que un carnívoro. Se me ocurrió googlear videos de pájaros argentinos para que Chipi los escuchara. Pensé que ante el canto de su familia biológica reaccionaría de una manera especial. Pasaron los benteveos, los jilgueros, los cabecitas negras, los tordos y los chingolos y él los escuchó muy serio parado en el borde del monitor sin manifestar ninguna emoción especial. Sólo cuando cantaron los horneros hizo algo diferente; dejó de picotear la pantalla y cerró los ojos como un chico que se adormece oyendo la conversación de los adultos. Era un dato llamativo pero no tenía sentido. Estaba claro que Chipi no era un hornero. La prueba había fallado.

Hice circular sus fotos y videos entre los biólogos y los veterinarios que conozco y recibí las respuestas más bizarras. Una especialista en aves insistía en que era una calandria. Un despistado aseguró que era un pichón de paloma. Amigos que jamás se habían detenido a observar otro pájaro que no fuera un pollo a la parrilla repetían circularmente que era un gorrión. Un amigo veterinario aventuró que podía ser un tordo y me aconsejó que le diera carne sin miedo, pero no la triste carne picada que le estaba dando, sino carne viviente.

—Es la manera más confiable de saber si es carnívoro—, dijo mi amigo. Te vas a dar cuenta enseguida porque se va a volver loco si le das un gusano.

Odio los gusanos. Me provocan repeluz desde los seis años, cuando mi papá me convenció de comer uno que había aparecido en mi manzana con el argumento de que se había alimentado exclusivamente a manzana toda su vida. Cuando me di cuenta de la inconsistencia de su razonamiento ya era tarde, tanto para el gusano como para mí. La marca me quedó toda la vida. No me veía consiguiendo gusanos vivos y alimentando con ellos a Chipi. Sin embargo, como todas las madres pude sobreponerme a mis fobias y lo hice. En internet encontré una señora fabricante de gusanos, orugas y larvas de diversos tamaños y para distintas necesidades. Ofrecía la larva común y la larva Plus, la oruga mediana y la XL, y tres tamaños de gusano: mini, mediano y grande. Le expuse el caso de Chipi por teléfono y me aseguró que yo andaba necesitando cien gusanos mini para la primera etapa. Así que fui a su elegante departamento de Palermo, toqué el portero eléctrico y la hija (una chica muy linda de la que yo nunca hubiera sospechado que fabricaba y vendía vermes) me entregó un envase de plástico lleno de aserrín donde reptaban sin cesar unas horribles formas oscuras.

 

(CONTINUARÁ)

 

Foto Mónica Muller
Mónica Müller es médica, escribe y dibuja
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