25 a 30 de diciembre
De repente fue indudable que Chipi debía volver a su vida real. Todo lo que había sido adorable cuando era un pichón desvalido se fue poniendo suavemente antinatural y hasta un poco bizarro a medida que pasaban las semanas. Sus pulsiones heredadas de los dinosaurios carnívoros bípedos del Jurásico se hacían día a día más patentes. Comía con una voracidad alarmante, y la cantidad creciente de gusanos y orugas que consumía me obligaba a comprar stocks cada vez mayores para mantener un suministro suficiente. Tuve que habilitar un sector de la biblioteca para almacenar cuatro envases de plástico donde se los veía reptar esperando la muerte. Cuando a la hora del almuerzo los volcaba sobre el platito color arena me parecían gladiadores romanos afrontando con entereza su destino. Ya no me repugnaban; ahora mi indiferencia me sorprendía. La manipulación cotidiana de sus cuerpitos angustiados y la rutina de verlos desaparecer de un picotazo sin gritos y sin sangre me habían endurecido, y a la vez me habían liberado de una fobia que había sufrido toda mi vida.
La intimidad con Chipi me pesaba un poco: no podía pasar cerca de ella sin que se lanzara sobre mí desde cualquier rincón inesperado para posarse en mi hombro o mi cabeza y pretendiera acompañarme en todas mis actividades aferrándose a mi ropa o a mi pelo. En un momento dado casi todas mis camisas, todas las superficies horizontales y algunas verticales de la casa tenían recuerdos de su presencia. Durante los almuerzos familiares las opiniones sobre esa cuestión fueron escalando en extravagancia. Una persona que yo siempre había considerado muy racional insistía en que se podía adiestrar a Chipi para que utilizara los sanitarios. No exactamente los mismos que nosotros, pero tal vez una bandeja con piedritas como las de los gatos, sugería, implicando que yo no me ocupaba en forma correcta de la educación de mi hija pájara. Traté de explicarle que es intrínseco a la Clase Aves el completo descontrol sobre ese extremo de su organismo, pero fue inútil. Una amiga que tiene solución para todo llegó alborozada con la noticia de que existían los pañales para pájaros. No me imaginaba poniéndoselos a Chipi pero cedí a la tentación de entrar a los links para extasiarme ante los tutoriales, en los que un demostrador enseña a colocárselos a un pato y a una cacatúa mientras los pájaros le picotean los dedos debatiéndose para escapar del ridículo.
La realidad es que Chipi se había transformado en una pájara trasculturada y nosotros queríamos recuperar nuestra vida de humanos. Todos mis conocidos me habían preguntado qué pensaba hacer cuando ella fuera adulta y reconozco que no le había encontrado al asunto una solución que me pareciera aceptable. Era imposible vivir así para siempre pero tampoco me veía encerrándola en una jaula y no se me ocurría ninguna alternativa intermedia.
Para mí lo único claro era que el intelecto y la afectividad de Chipi no eran menores ni menos complejos que los de un perro, y que no iba a ser fácil separarnos. Tenía muy presentes los libros del primatólogo Frans de Waal que releo con frecuencia para entender mejor a los primates humanos, es decir a mí. Él dice que las personas tendemos a pensar que las aves son menos inteligentes que los monos o los perros porque somos irremediablemente mamiferocéntricos. Creemos que la medida de todo es nuestra propia especie y no comprendemos a los seres biológicamente diferentes, lo que no es raro si pensamos que muchas personas ni siquiera registran los sentimientos de otra si no tienen rasgos de identidad en común con ella.
De Waal demuestra con sus investigaciones la superioridad intelectual de algunos pájaros en relación con muchos mamíferos que consideramos inteligentes. Afirma que son intensamente territoriales y que tienen una memoria prodigiosa: no sólo localizan una semilla que escondieron en el bosque un año antes, sino que también reconocen los rostros de los humanos y no olvidan durante décadas los cuidados o los agravios que recibieron de ellos. Cuando recogí a Chipi de la maceta en que la había refugiado don Robertino y la llevé a casa, me tranquilizaba pensar que no la había alejado de su lugar originario. Podía devolverla en cualquier momento al sitio donde la había encontrado y seguramente ella sabría volver a su hogar.
El primer paso del proceso de desarraigo fue la compra una jaula que dejé abierta un día entero en la biblioteca para que Chipi la explorara. A la mañana siguiente la engatusé para que entrara mediante el truco de poner adentro un gusano empanado con semillas de amaranto y cuando cerré la puertita no se alarmó. La llevé a pasear en jaula por la casa y me pareció que le gustaba el vaivén suave y controlar desde adentro todo lo que se movía alrededor. Al mediodía fuimos hasta el puestito de don Robertino, quien nos recibió sorprendido y maravillado. Aunque le había mostrado varias veces fotos de Chipi en las distintas etapas de su evolución, verla en vivo lo conmocionó. También a él le pareció que tenía edad suficiente para arreglárselas en la naturaleza, así que nos subimos a un banquito y pusimos la jaula sobre el techo de lona, abrimos la puerta y esperamos. Yo me había imaginado una reacción hollywoodense, algo como un batir de alas apurado y un vuelo impetuoso hacia la libertad, pero no. Chipi estaba nerviosa; se acurrucaba en un rincón y para mi sorpresa no mostraba la menor intención de volar hacia el árbol de donde había caído. La saqué de la jaula y se quedó sobre mi mano abierta piando con desesperación, asida a mi dedo con sus garritas. La acerqué a una rama baja, la desaferré de mi mano y la obligué a quedarse en el árbol.
Se quedó allí gritando un chipi chipi desesperado hasta que me fui con la promesa de Robertino de observarla todo el día y llamarme si algo andaba mal.
Esa noche hubo uno de esos temporales tropicales que inundan las calles, aplastan autos y arrancan árboles de raíz. Con la idea loca de divisar algo en la oscuridad que de a ratos un relámpago ponía lívida y tenebrosa, pasé toda la noche mirando sin ver desde mi ventana hacia el árbol de Chipi, imaginando su pánico y su dolor por haber sido abandonada. Ella había confiado en mí y yo la había traicionado, echado de mi casa y devuelto al peor escenario de su vida. Después de pasar la noche maldiciéndome por mi error y odiándome por mi crueldad, fui temprano hasta el puesto de flores esperando encontrarla muerta en la vereda. Ella no estaba, pero Robertino sí. Taciturno me dijo que Chipi había estado todo el día posada en el borde del muro, cantando con una voz que no era canto sino llamado y queja. Él tampoco había podido dormir desde que empezó la tormenta.
—Te llamó toda la tarde, pobre pacarito. Ma, ¿para qué te lo llevaste si no lo querías tener en la casa tuya?—, me reprochó.
Iba a entrar al jardín del Hospital Alemán para buscarla caída al pie del árbol cuando la oí chirriar con más frenesí que nunca desde el borde del muro. Le hablé y le acerqué mi mano pero ella no se subía; se balanceaba nerviosa, como tironeada entre dos emociones. La confianza se había quebrado.
Caminé apurada para volverme a casa, llorando por haberle hecho daño pero a la vez contenta porque había sobrevivido a la tormenta y había decidido quedarse en su mundo. Como cuando crié a mi primer pichoncito, me fascinaba confirmar en la práctica el fenómeno del imprinting. Chipi me reconocía; había bajado a decirme algo que tal vez fuera un reproche pero era también amor, intensidad y comunicación apasionada con su madre pájara.
Antes de llegar a la esquina me sobresaltó el aterrizaje brusco de Chipi en mi cabeza y el raspar de sus uñitas aferrándose a mi pelo. Bajó a mis hombros y subió otra vez varias veces frotando el pico contra mi cara como queriendo abarcarme toda con su contacto.
Unos turistas holandeses o algo parecido me rodearon alborotados. Uno me comentó que ya les parecía exótica la existencia de los paseaperros, pero esto de que las señoras anden por la calle con pájaros en la cabeza era un verdadero prodigio latinoamericano que merecía ser inmortalizado en fotos, selfies y videos.
(CONTINUARÁ)
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