Calculo que habrá sido en la última semana de noviembre, porque nuestra relación duró unas diez semanas y para la segunda de enero ya se había terminado todo.
Como casi todos los días mi ajetreo hiperkinético me llevó esa mañana por el puesto de flores de don Robertino, al lado del muro del Hospital Alemán. Nos saludamos al pasar, pero esta vez algo me dejó clavada al piso: de una de las macetas apiladas sobre los estantes salía la voz de un pájaro. Me acerqué y vi sobre un fondo de trapitos un pichón desplumado y despeinado que chirriaba con esa pertinacia frenética de los pajaritos bebés. Robertino hizo un gesto de impotencia:
—Ma qué se yo qué hacer con este desgraciado. Lo encontré a la madrugada en el techo del puesto. Se ve que se cayó del nido por la tormenta de anoche. Acá en cualquier momento se lo come un gato. Y si sale de la maceta, addio: lo pisa un colectivo.
Intercambiamos opiniones sobre temas universales como lo frágil que es la vida y cómo todo puede cambiar en un segundo; después pasamos a imaginar el susto del pichón cuando el viento lo arrancó de su nido y lo arrojó empapado por la lluvia junto con ramas y hojas destrozadas, contra el techo de lona del puestito. A medida que ese diálogo ritual languidecía, iba creciendo entre los dos una tensión subterránea de cosas no dichas. Yo no me animé a pedirle el pichón porque pensé que él quería conservarlo y, aunque adivinaba mi intención, él no me lo ofreció porque no me creía capaz de criarlo. Aunque hace años que nos conocemos e intercambiamos información sobre flores, plantas y desgracias ajenas, yo no dejo de ser una señora de Recoleta y se sabe que no hay nada menos confiable que esa subdivisión del género humano, sobre todo para criar un pajarito. Consciente de mi handicap tuve el coraje de preguntar:
—¿Me deja que me lo lleve y lo críe, Robertino? Yo vivo acá enfrente; si quiere puede visitarlo en mi casa o se lo traigo de vez en cuando para que lo vea—, dije con un tono que a mí misma me sonaba sospechosamente melifluo.
A medida que la desconfianza de Robertino iba en aumento, me sentía como una apropiadora de menores. ¿Pensaría que planeaba marinarlo para preparar un plato thai? ¿O que lo querría para un ritual satánico?
En lugar de convencerlo, mi propuesta exacerbó su recelo. Yo sabía que podía criarlo porque lo había hecho años atrás con un pichoncito aún más inmaduro: un gorrión del tamaño de mi pulgar, completamente lampiño y con una piel rosa tan finita que se le transparentaba la comida que bajaba por el esófago hacia el buche.
—Ma sí, llevalo si querés. Pero cuidalo bien—, dijo en un impulso y, con cierta brusquedad, me entregó al pichón envuelto en los trapitos.
Parecíamos una madre y un padre hostiles, acordando la tenencia compartida. Crucé la calle con mucho cuidado como si llevara un tesoro fragilísimo y conmovida por algo que siempre me mata de los pájaros: lo rápido que les late el corazón y la tibieza que irradia de un cuerpo tan minúsculo.
Me senté en la biblioteca con el pajarito contra el pecho, un largo rato. Ya era la madre. Había leído las obras de Konrad Lorenz cuando era adolescente y esta era la segunda vez que iba a experimentar su teoría del imprinting. Lorenz dice (y otros lo observaron antes que él) que los pájaros reconocen como madre a cualquier persona u objeto que se mueva cerca de ellos dentro de las primeras horas de su salida del huevo. A mi primer pájaro adoptivo le ocurrió exactamente eso, con una precisión que no había creído posible. Parecía que Simón había leído todo Lorenz; no quería separarse de mí pese a que era un gorrión enorme y autosuficiente. Aunque con gran esfuerzo logré que se reintegrara a su familia biológica, siguió volviendo a casa y cantando a grito pelado desde la cornisa de mi dormitorio, durante todo un verano. Hasta que en marzo cerré las ventanas y no lo vi más.
En una caja de cartón rellena con trozos de diarios coloqué un círculo acolchado de papel higiénico retorcido y deposité al pájaro envuelto en sus trapitos. En cuanto se encontró fuera de mis manos, reanudó su grito (ni con la mejor buena voluntad podía llamársele canto) que sonaba como un monótono y desesperado chipi, chipi, chipi.
En la cocina remojé una galletita de cereales, la hice papilla y la llevé en una taza a la biblioteca. Mojé el meñique en la pasta y cuando se lo acerqué a la cara Chipi alzó el pico y lo abrió en esa forma desmesurada de los pichones que es la imagen misma de la codicia, descoyuntando las bisagras amarillas de las comisuras. Con infinito cuidado, metí la punta del dedo hasta la entrada del gaznate y dejé caer un poco de alimento. Esa es la parte más delicada de la operación porque en los pájaros la vía digestiva y la aérea están muy próximas; si el alimento toma el camino equivocado, entra a los bronquios y los asfixia. La yema del meñique funciona bastante bien porque es sensible y acolchada, pero para ese uso era demasiado grande. Tenía que conseguir un instrumental más apropiado. Mientras repetía una y otra vez el circuito dedo-papilla-gaznate siguiendo el reclamo urgente de Chipi, mi cabeza evaluaba ventajas y contras de las alternativas. La jeringa de plástico más finita tenía un tamaño adecuado, pero una punta rígida que podía lastimarlo; un hisopo podía desarmarse y desprender un pedazo de algodón; un escarbadientes era muy peligroso por el extremo puntiagudo.
Entre los infinitos objetos de mi vida humana, tenía que haber uno que remedara la forma y la consistencia del pico de la madre biológica de Chipi. De repente me acordé de los sorbetes de plástico flexibles, para tomar gaseosas. Pedí varios en el kiosco y, después de perfeccionar el diseño probando cuatro o cinco cortes diferentes, llegué a una imitación de pico redondeado, inofensivo y eficaz para cargar el alimento y dejarlo caer con suavidad en la entrada del buche.
Chipi se alegró con la aparición del falso pico. Sorbía con avidez y exigía la papilla a un ritmo frenético: una ración tras otra durante cinco minutos, hasta que el buche hinchado de papilla se asomaba a través de las plumas. A ese estado le sobrevenía una hora o dos de somnolencia durante las cuales el buche se vaciaba y el resultado —abundante y oloroso— iba impregnando los trapos de Robertino.
A mi tarea de alimentación le agregué entonces la de limpieza (no demasiado, tampoco: los nidos verdaderos son algo muy sucio y no quería transformar a Chipi en un trasculturado obsesionado por la higiene), cambiando la base de papeles por otros limpios. Ese primer día mantuve la secuencia: Alimentación 5’, Descanso 30’, desde las 11 de la mañana hasta las seis de la tarde, hora en la que mágicamente metió la cabeza debajo del ala desplumada y se quedó dormido.
(CONTINUARÁ)
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