Vida de Salo y alrededores
La primera novela de Mauricio Kartun bucea en los inexplicables territorios del amor
Durante casi toda la pandemia el dramaturgo Mauricio Kartun se guardó en su casa de Pinamar. Con teatros sin fecha de reapertura y clases canceladas, le quedaba muy poco para hacer acá. Ese privilegiado exilio costero fue su mejor barbijo. Protegido, pudo parar la máquina y descubrir nuevos caminos de pensamiento y de creación. En esas largas jornadas entre paréntesis empezó a garabatear un divertimento que inicialmente publicó por entregas en las redes y del que obtuvo una rápida repercusión. Jura ahora Kartun que, sin darse cuenta, juntó una cantidad de relatos que, de a poco, se convirtieron en un singular acompañamiento y posteriormente en su primera novela. Después de todo, luego de firmar más de 30 obras de teatro tan valoradas como representadas, lo que hizo no fue otra cosa que ampliar su capital narrativo.
El libro se llama Salo solo, el patrullero del amor y presenta en 15 estampas la vida de Salomón Goldfarb, un viudo de 60 y pocos, de origen judío, que quiere volver a vivir. A partir de la sugerencia de un psiquiatra que le pide “circule, Salo, circule” alternará Rivotril con Viagra y probará numerosas experiencias para escaparse de la soledad: desde participar en un seminario de filosofía judía a ser extra de cine; de inscribirse en una escuela de baile para aprender swing a zambullirse en clases de aquagym. Infatigable, frecuenta primas y vecinas y amigas de amigas, casi todas mujeres solas, algunas contemporáneas y otras no tanto, con las que busca compartir un abrazo reparador y si es posible un momento de nocturna cercanía. A veces le sale, en otras pierde como en la guerra, pero siempre lo intenta. Salo quedó viudo de Miriam, que todavía le respira en la nuca, en la parte de la memoria. Tiene dos hijos, uno contador y el otro mecánico dental, que no les salieron como hubiera querido. Cuando ellos y las nueritas vienen, Salo fue y volvió varias veces. Es un chistoso por naturaleza al que casi nada lo abochorna, aunque en ocasiones su estilo se vuelve inoportuno o extemporáneo, pero toma muy en cuenta lo que alguien le dijo: “Ojo, mirá que al gracioso se lo estima, pero no la pone nunca”. Es de tomar riesgos, como cuando, solita su alma, se va a un camping en la costa o cuando ranquea en un torneo de burako. Y tanto más.
Vuelvo al autor. La pandemia nos privó a todos la posibilidad de frecuentar los lugares de siempre y desarrollar nuestra habitualidad, gloriosa o patética. La reclusión originó una excursión temible: encontrarse con uno mismo. Kartun se hizo cargo, se visitó y salió indemne con un texto escéptico, irreverente, impiadoso, como a veces es el humor de Salo y como el que lo debe hacer reír a él mismo. Tanto que ni siquiera le perdona la vida a su mundo más cercano: el teatro. “Los asientos de las salas chicas los hace el verdugo”; “La obra es rara. Rara para ser benevolente. Y larga: interminable en realidad”; “Aprendan a espectar, espectadores”, dispara Kartun en un estilo que a quien esto escribe lo remitió a Terrenal, una de sus obras más aplaudidas y con muchas temporadas en cartel. Con frases cortas, remates potentes, jubilosos juegos de palabras y permanente ironía, la novela consigue meternos en una vida ajena, la de Salo, que, por momentos (los de pérdidas e imperfecciones) bien podría ser la nuestra. En lo que me llevó la lectura, volvía a ella ilusionado en saber qué nuevas cosas le pasaban y esperaban a Salo. El texto no tiene un narrador convencional, en primera o segunda persona. Hay sí una voz minuciosa y permanente que se nos convierte en compañía y que nos vuelve muy fácil ponemos cerca y de su lado.
Vida de pícaro
Hay una parte del pasado de Kartun que no esconde. Su ocupación inicial fue la atención de un puesto de su padre en el Mercado de Abasto. En circunstancias similares, Salo heredó del viejo Goldfarb la peletería que el cambio de costumbres, el calentamiento global y la recurrente crisis económica convirtieron en un comercio maldito. Reconvertido en negocio de cuero, ahora ni siquiera es eso y lo poco que rinde es gracias al alquiler del local. En una entrevista, Kartun, nacido y criado en un hogar mixto (madre católica, padre judío), afirma que solo sabe 20 ó 30 palabras en idish. Solo que a lo largo del texto las incluye en los momentos adecuados y eso hace que parezcan muchas más. Lo cierto es que el autor de El niño argentino y Ala de criados sabe de idisch (“No hay goi que no te sepa, por lo menos, tujes”) y de lunfardo (bote, nabo, la entrañable farabute que hacía décadas que no leía); escuchó Modart en la noche y a Los Redonditos de Ricota y a El Kuelgue, el grupo de su hijo Julián, también actor y conductor de radio. Sorprende el detalle, la memoria notable acerca de nombres, productos y lugares que, por lo menos a mí, me llevaron a otros tiempos: Sugus, Cinerama, cha cha cha, colimba, fascículos de Salvat, entre muchas.
El palabrero
Sabio a su manera, Salo circula a veces por colectoras filosóficas: “La cuestión no es lo que se lleva, sino lo que se trae”, o “me querés decir adónde mierda se fue el tiempo”. Sueña despierto y cuando no le queda otra enfrenta al paso de los años: “Soy de la temporada pasada: voy derecho a liquidación”. Sin embargo, no se achica más chiquito de lo que es. Ahora que está solo piensa más en mujeres y en los, con frecuencia, inexplicables territorios del amor.
¿Quién enamora a quién?, se plantea y, con sinceridad, concluye: “No es que ella me guste. Me gusta porque gusta de mí”. Aún necesitado de cariño, no se sube al primer colectivo que pasa: “Mabel se conserva y es menor que yo, pero me da tía. Hay mujeres que dan tía y no hay caso”. Luego de pasar un encuentro regocijante reconoce: “Pero mirá, Moishe, fíjate todo lo que había por aprender”. Es capaz de oscilar entre la superioridad del que mira el mundo por encima de todos, como cuando se dirige a un tal Mario Singer: “Se hacen los modernos los viejos. No te hace más joven ser moderno, te hace más pelotudo nomás”. Y también puede hundirse en la conmiseración: “Un péquele soy. Eso: el paquetito de las sobras, un resto solitario que se reparte envuelto al final de la fiesta”. Lo que de principio a fin sostiene el atractivo edificio de Salo es el suntuoso festival de palabras e imágenes enjundiosas que aporta el constructor Kartun. El libro empieza con una frase que en modo cosmovisión 2.0 expone al hombre y a su circunstancia: “Puso menudito en Tinder y la cagó”. Y termina cuando en una sesión de aquagym Salo, ese menudito, se da cuenta que, en la pileta, una mujer más bajita lo mira con algún interés e incluso lo salpica. “¡Cómo me gustan las confianzudas! –confía el patrullero del amor–. Siempre habrá una rota para un descosido”. El propio Kartun ha reconocido que, como ocurría en los folletines de antaño, esta historia casi seguramente tendrá segunda parte, en la que Salo nos seguirá sorprendiendo y acompañando. Será en un libro, como este, que editó Alfaguara, pero también puede caber en un podcast, en una miniserie de varios capítulos, en una película dirigida por Winograd con Moldavsky, que aun no da sesentón pero podría parecerlo si un maquillador con buen arte le echa unos cuantos años más encima y hasta podría reaparecer en una próxima dramaturgia del mismísimo Kartun. Seguro continuará…
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