¿Verdad?
Parafraseando a Tu Sam: cierto cálculos pueden fallar cuando no se toman sobre la base correcta
Truth or Truthiness. Sería algo así como “Verdad o lo que parece Verdad”. Ese es el título de unos de los libros que escribió Howard Wainer [1]. Antes de compartir una de las historias que allí cuenta, quiero presentarlo con un breve extracto de lo que dijo en una entrevista reciente:
“Desde chico advierto que hay una situación que ni tiene sentido ni es sustentable. Hay una evidencia abrumadora de que en esta sociedad algunas personas se benefician enormemente, mientras que otras (la mayoría) no. Es imposible vivir en una sociedad con estas características, porque ‘tarde o temprano’, la gente que está en la parte de ‘abajo’ de la pirámide comenzará a protestar y a objetar el sistema, en forma pacífica primero, y después, de manera más violenta, sobre todo si no es escuchada…. Creo que nos estamos acercando a esas instancias. Hay un grupo de personas que tienen ‘casi’ todo y que increíblemente, cada vez tienen MÁS. Por el otro lado, el resto de las personas, la enorme mayoría que tiene ‘poco’, cada tiene MENOS… Cualquier persona racional advierte que esto no puede durar: va a reaccionar (o lo está haciendo) y en forma más seria”.
La traducción, que quise literal, esconde la pasión con la que esas palabras fueron dichas. Posiblemente yo no sea capaz de transmitir la potencia de su alocución, pero que alguien en Estados Unidos, y de semejante reputación, se apure a mostrar la incongruencia e INJUSTICIA de sociedades como las nuestras, no creo que llame la atención. O en todo caso, no debería.
Más allá de escucharlo y leer algunos de sus libros y artículos, vale la pena exhibir la potencia de alguno de sus razonamientos. El que sigue es una versión libre mía de un artículo que publicó en la revista Chance, y que luego apareció en el libro que mencioné más arriba: Truth or Truthiness.
Se trata de dos historias que parecen desconectadas, pero que usted verá que no son así. Tengo un par de cosas para proponerle antes de embarcarse en la lectura:
- Mientras vaya leyendo, piense qué conclusiones usted sacaría usted (si es que alguien se las pidiera), qué es lo que usted daría como cierto. Después verá que ‘esa’ verdad no es tal. ¡No es la verdad!
- Los dos ejemplos que usted va a encontrar más abajo tienen que ver con dos temas que no son habituales, al menos para mí e intuyo que para las grandes mayorías tampoco: competencias de atletismo y música clásica. De todas formas los detalles son irrelevantes, lo que importa es el mensaje subyacente.
Acá voy.
Como escribí más arriba, es muy probable que usted no esté familiarizado con el atletismo y las marcas mundiales. Decididamente yo estoy entre ellos. Sigo, como casi todo el mundo, lo que sucede en los 100 metros llanos, aunque más no sea por todo lo que representa la figura de Usain Bolt, el jamaiquino quien desde hace muchos años es el hombre más rápido del planeta. La presencia de Bolt en cualquier competencia obliga a prestar atención. De todas formas, hasta allí llego. Si alguien me detuviera y me preguntara cuál ha sido la evolución del hombre en los últimos 100 o 150 años, o cuánto más rápidos somos como ‘especie’, podría balbucear algunas vaguedades. Diría:
“Supongo que con las nuevas técnicas de entrenamiento, las nuevas dietas, preparación física, atlética, médica, psicológica, descanso… con la nueva aparatología, estrategias de recuperación, cámaras hiperbáricas, los instrumentos que sirven para la medición de las fibras musculares, mejoras en la nutrición, suplementos vitamínicos, nuevas drogas (legales o no)… sería natural esperar que hayamos mejorado todas las marcas mundiales en el último siglo”.
Supongo que usted se sentiría satisfecha/o con una respuesta parecida, ¿no es así? Ahora, acompáñeme en lo que reseña Howard Wainer.
Consideremos el tiempo con el que el hombre recorre una milla. Una digresión: es curioso porque las competencias mundiales de relevancia, todas se miden con el sistema métrico decimal: 100 metros, 200 metros, 400 metros, 800 metros, 1.500 metros… Los diferentes maratones se miden en kilómetros, etcétera. Pero la única competencia importante que se mide en otras unidades es ‘la milla’. Me apuro en escribir que una milla es un poco más que 1.600 metros, casi 1.610. Ahora, mire lo que sucedió.
El primer registro que hay corresponde al año 1855, y el corredor más rápido para ‘la milla’ fue el británico Westhall: 4 minutos y 28 segundos. Sin embargo, voy a empezar el análisis en el siglo XX porque es desde allí en donde los datos ofrecen el rigor de haber sido controlados por la misma entidad (la Federación Internacional de Atletismo) y por lo tanto, las mediciones estaban hechas usando la misma ‘vara’.
El hombre más rápido del mundo en ese momento (en correr la milla) fue el norteamericano John Paul Jones. Su tiempo fue de 4 minutos y 14 segundos y lo estableció en mayo de 1913.
En promedio y haciendo las aproximaciones necesarias, el récord mundial fue ‘mejorando’ alrededor de cuatro décimas de segundo por año desde ese momento. Pero nadie lograba quebrar los cuatro minutos. Esa barrera se transformó en algo así como una obsesión.
Tuvieron que pasar más de 50 años, hasta que el británico Roger Bannister pudo lograr lo que parecía imposible. El 6 de mayo de 1954, en Oxford (Inglaterra), exhausto y sin poder levantarse de la pista ni bien cruzó la línea de llegada, Bannister logró el milagro: había corrido la milla en 3 minutos 59 segundos y 4 décimas.
Yo sé que usted estará pensando: ¿y a mí qué me interesa todo esto? Téngame un poquito de paciencia y verá el ángulo que propone Wainer.
Sigo. Diez años más tarde, al récord de Bannister lo pulverizaban por todos lados. De hecho, para ponerlo en sus propios términos, alumnos de colegio secundario corrían la milla en menos de cuatro minutos. ¿Qué pasó? ¿Es que de pronto el hombre mejoró tan brutalmente su condición física, mental y atlética? De hecho, justo sobre fines del siglo XX, en julio de 1999, en Roma, el marroquí Hicham El Guerrouj estableció un nuevo récord mundial: 3 minutos, 43 segundos y 13 centésimas de segundo. Este récord todavía persiste hoy, octubre del año 2018.
¿Y entonces? ¿Cómo contestar la pregunta? Por supuesto, como escribí más arriba, toda la parafernalia que trajo el profesionalismo se puso a disposición de mejorar la alimentación, nutrición, dieta, descanso, tipo de entrenamiento, aditamentos vitamínicos, drogas (permitidas o no), pero aún así, hay todavía algo que hace ruido: ¿fue para tanto? Sí… pero también, ¡no! ¿Qué pasó que el hombre pudo bajar los tiempos en forma tan sistemática y hasta ‘casi’ brutal? Es que de un récord de 4 minutos y 14 segundos, pasamos a otro de 3 minutos y 43 segundos. ¡Es más de medio minuto! Pero nos llevó 50 años bajar 14 segundos. ¿Qué pasó después?
Acá es donde entra Wainer. Basta con recorrer un poco la lista de nombres (y sobre todo las nacionalidades) de quienes batían los récords. En principio figuraban únicamente los británicos. Después se agregaron los norteamericanos. Siempre hay europeos, pero hubo años de dominación sueca, sobre todo durante la Segunda Guerra. Se agregan finlandeses y llegan los neozelandeses, australianos, algún francés y claro está los nacidos en las islas británicas. ¿No le dice algo todo esto? ¿No quiere pensar qué patrón emerge de los nombres de todos estos países?
Quiero corroborar junto a usted, que lo que está pensando es correcto. Fíjese que recién en 1975, en Kingston, la capital de Jamaica, se filtra por primera vez un nombre (Filbert Bayi) y un país (Tanzania) que no había aparecido nunca antes. Tanzania es un país africano, ubicado en el este del continente negro con casi 1.500 kilómetros de costa que orilla el Océano Indico. Tanzania tiene más de 52 millones de habitantes, casi diez millones más que la Argentina. Pero… ¿por qué escribo todo esto? Es que durante más de cien años, no es que las competencias censuraban o no invitaban un país. ¡No! ¡Ignoraban todo un continente! ¡Toda Africa no participaba! ¡Todos los que obtuvieron los récords de la milla hasta entonces salían de un grupo de atletas que no superaban el millón, en lo que se consideraba ‘el mundo’, al menos hasta ese momento.
Ni bien aparecieron los africanos, los récords se pulverizaron y claramente, no es lo mismo ser el mejor de mil millones (que se suponía que era la población mundial a comienzos del siglo XX), que el más rápido entre más de siete mil millones, como somos hoy, especialmente si nos incluimos a todos y no dejamos a un continente entero ‘afuera’.
Tanto es así, que ahora que nos incluimos todos, esa marca permanece estable: las técnicas siguen mejorando, los entrenamientos también y toda la sofisticación resulta abrumadora, pero sin embargo, el récord de la milla sigue igual desde hace casi 20 años. Lo sigue ostentando el marroquí Hicham El Guerrouj, quien lo logró en Roma el 7 de julio de 1999.
El impacto fue/es tan brutal, que aparecieron muchas más conclusiones totalmente inesperadas. Está claro que subsumidos en la pobreza, la mayoría, por no decir todos los países africanos, ni siquiera tenían idea de los juegos olímpicos que sucedían en el hemisferio norte. ¿Es que alguien que viviera en Tanzania o en Kenya o en Nigeria o en Mozambique (por poner algunos ejemplos), podía siquiera imaginar que terminaría viajando decenas de miles de kilómetros para correr 15 minutos, por más que fuera para batir un récord mundial?
Y quiero traer explícitamente el ejemplo de Kenya. Cuando los keniatas comenzaron a participar, en particular lo hicieron los miembros de un grupo étnico (me resisto a usar la palabra ‘tribu’, pero la estoy ‘usando de todas formas’, perdón), conocido con el nombre de kalenjin. Sus integrantes no llegan a los 5 millones de personas, al día de hoy. Pero, ¿por qué mencionar este grupo en forma separada? Son tan pocos que representan el 0.0005 de la población mundial. De nuevo, y le propongo que lea bien su inserción en el mundo: 5 diez milésimos de la población mundial. Sin embargo… Los ‘kalenjin’ (así se los conoce) ganaron el 40 por ciento de las competencias mundiales de atletismo en donde lo que se mide es la ‘velocidad y resistencia’. Por las dudas… ¡40 por ciento de todas las pruebas!
Naturalmente, esto abre una discusión totalmente diferente, y ciertamente incómoda porque, ¿quién empieza a ‘tirar del hilo’ que estos números representan? Por ahora dejémoslo para otro momento, pero usted advierte que hay mucho/muchísimo para discutir, y tratar de entender y no tener miedo a hacer preguntas en donde intervenga la genética. Llamaremos a los más capaces (¿Alberto Kornblihtt, por ejemplo?) para que nos ayude a entender, pero seguramente esa será una visión. Necesitamos otras. Pero claro, no ahora.
Dicho todo esto, los keniatas en general no participaron de los juegos olímpicos hasta 1956. Tres juegos más tarde (o sea, 12 años después), sus atletas ganaron tres medallas de oro y desde entonces coleccionaron ¡68 medallas olímpicas en atletismo! Creo que no hay muchos más datos para aportar a la discusión.
Pero no terminé... aún.
Segunda parte
Es que el argumento de Wainer ni empieza (ni termina) en el análisis de quienes son los que corren más rápido una milla. Mire lo que sucedió con la música, y más en particular, con los concertistas (de piano). El director de la sección dedicada a la ‘música clásica’ dentro del diario The New York Times es el prestigiosísimo Anthony Tommasini. Hace muchísimos años que su columna dominical es la más leída ‘dentro del ambiente’. Ese es el respeto que generan sus columnas, como las de Horacio Verbitsky aquí en El Cohete a la Luna. El ‘mundo’ espero su visión, y sobre todo, su información.
El domingo 14 de agosto del año 2011, Tommasini escribió un artículo con un título provocador: “Virtuosos Becoming A Dime A Dozen”, algo así como: “Hoy los virtuosos se consiguen más baratos por docena”. No es la traducción literal, pero da una idea de lo que quiso decir.
Tommasini describía, genuinamente sorprendido, el incremento brutal de la cantidad de músicos jóvenes, concertistas de piano, que mostraban una técnica individual exquisita. El número de pianistas con esas habilidades había aumentado en forma descomunal. ¿Qué estaba pasando?
No solo eso. Los concertistas más reconocidos de esa época (alrededor del 2011), exhibían una técnica que les permitía abordar cualquier pieza, sea la que fuere, del autor que fuere y del grado de dificultad que sea. Parecía no haber escollos: todos estaban en condiciones de ejecutar toda pieza que se les pusiera delante.
Naturalmente, para sacar ese tipo de conclusiones, necesitaba comparar esa situación con lo que había sucedido hasta allí. De hecho, recurría al nombre de uno de los virtuosos del pasado, el famoso Rudolf Serkin, a quien señala como que tenía únicamente la técnica suficiente para ‘tocar’ las piezas musicales que le interesaban o le eran significativas. Por caso, Serkin no tenía en su repertorio el Tercer Concierto para Piano de Prokofiev o la poderosa Sonata de Liszt. Las evitaba para no exhibir sus vulnerabilidades. Sin embargo, Tommasini recalcaba: “Los virtuosos de hoy no tendrían ningún problema en hacerlo. No hay obra que se les resista”.
Y entonces dejaba ‘picando’ una pregunta que sin embargo, no intentaba contestar: “¿Por qué? ¿Por qué antes no se podía y ahora sí?”
Y aquí es donde entra Wainer otra vez y una vez más lo hace involucrando el tamaño (cantidad) y calidad de la muestra, de la población de la que surgen los pianistas de hoy.
“Mirando la lista en donde figuran los nombres de los pianistas más importantes del mundo es muy fácil advertir que aparecen apellidos que nunca hubieran figurado en los programas del Carnegie Hall (por poner un ejemplo). Los chinos Lang Lang, Yundi Li, Zhang Zuo, Haochen Zhang y Yuja Wang (quien hace pocos días deslumbró en el Teatro Colón), están entre los diez mejores del planeta”. Antes, los chinos no figuraban, no eran invitados, estaban ‘afuera’ de la competencia internacional.
Sigue Tommasini: “En la actualidad, es esperable un nivel de excelencia por parte de los pianistas más jóvenes. Lo veo no solo en el circuito de los conciertos sino también en los conservatorios y los colegios. En los últimos años vivo ‘impactado’ por el maravilloso nivel técnico que poseen. De hecho, si hoy el propio Rudolf Serkin quisiera entrar en una de estas competencias, ¡no podría superar el corte para que lo dejen participar! ¡Decididamente no estaría entre los mejores candidatos!
Ahora vuelvo yo. Truth or Truthiness, la ‘verdad’ o lo que ‘parece verdad’, invita a reflexionar si las conclusiones que hemos sabido conseguir son ‘verdaderamente verdaderas’ o son, simplemente, parecidas a la verdad o, en todo caso, a lo que nos gustaría que fuera la verdad.
Si llegó hasta acá, usted compartirá conmigo que en el caso de la milla o los concertistas y/o virtuosos, tenemos algunas respuestas posibles. ¿En qué otras áreas nos estará faltando actualizar la muestra?
[1] Howard Wainer es un matemático norteamericano, profesor en la Universidad de Pennsylvania, autor de 20 libros sobre estadística y más de 400 artículos en revistas especializadas. Es una de las palabras más respetadas en el mundo y sus columnas trimestrales (“Visual Revelations” o sea, “Revelaciones Visuales”) en la revista Chance, son y han sido las más leídas durante los últimos 25 años.
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