Veo, luego existe
La televisión argentina cumple 70 años
Nació hace 70 años. Pasó su infancia reinando en soledad; durante la adolescencia tuvo que aprender a compartir la pantalla y especialmente a competir, y para ingresar a la adultez debió entender las dificultades propias de ser la que, desde la nada, abrió todos los caminos, la que inventó todos los géneros, la señal pionera, el canal de bandera.
La televisión argentina fue inaugurada en otro 17 de octubre, como hoy pero de 1951, con el registro de un masivo acto político, el Día de la Lealtad Peronista. De esa transmisión, captada en vivo por tres o cuatro cámaras en la Plaza de Mayo repleta, sólo quedaron constancias fotográficas, fílmicas y escritas. Una multitud emocionada vio de lejos y escuchó a Evita en la que sería su penúltima aparición pública y también vivó a Perón, su líder. Detrás de una de las cámaras estaba Jaime Yankelevich, pionero de la radio en la década del ‘30 e introductor del nuevo medio. A partir de 1950, Don Jaime (así se lo conocía en el ambiente) viajó varias veces a los Estados Unidos, en donde adquirió todo lo necesario –desde un camión de exteriores hasta el último metro de cable– para poner en marcha el primer canal de televisión argentino, instalado después de Brasil, Cuba y México y antes que Venezuela y Colombia.
Yankelevich partió al norte para disponer de todo ese material de rezago. Tras el parate por la Segunda Guerra Mundial, la instalación televisiva en los Estados Unidos había alcanzado su grado máximo de desarrollo interno. Esa saturación del mercado local lo obligaba a mirar hacia afuera para seguir extendiendo su negocio. Enfocado en América Latina, fue en este continente adonde exportó experiencia técnica, equipamientos, receptores y, especialmente, contenidos. Todo se hizo con dinero de Radio Belgrano, que desde 1947 era estatal aunque seguía gestionada por Jaime Yankelevich, su fundador en 1932. Durante un buen tiempo las cámaras llevaron la identificación LR3 Radio Belgrano Televisión. LR3 era, junto con Splendid (LR4) y El Mundo (LR1), una de las estaciones más populares, inequívoca líder de audiencia y la primera en transmitir en cadena a las provincias. Los primeros aparatos eran carísimos, importados, marcas Capheart, Raytheon, Dumont, Zenith, Admiral, Diamond, colocados a la venta con un anticipo y cuotas mensuales de 600 pesos cuando un sueldo promedio no superaba los 1.500 pesos.
La televisión en la Argentina, de la mano de la consigna “ veo, luego existe”, llegó para ocupar el espacio que hasta entonces tenía sin discusión la radio con su “escuchar para entender”. Los diarios y revistas ostentaban la condición de exhibir la verdad, mientras que la radio, aún transitando sus años dorados, cautivaba y entretenía, como lo que un anticipado a su tiempo, el director Orson Welles, definió desde el concepto “teatro de la mente”. La televisión se configuró como experiencia colectiva a partir de la fuerza del simulacro y el movimiento, y de hipótesis cuestionables pero que se fueron arraigando como que una imagen valía tanto como mil palabras. Pero sus inicios no fueron sencillos. De este modo los describió Aída Bortnik en 1973 en la revista Cuestionario: “En aquel momento, los que tenían plata para comprarlos, no los miraban. Eran inmensos, no iban bien con ningún ambiente y resultaban vanos los esfuerzos por disimularlos en bibliotecas. Lo importante es que los aparatos permanecían mucho tiempo apagados: había poco para ver”.
Era cierta la apreciación de la guionista de La Tregua y La historia oficial. Al principio, casi todo parecía producto de la casualidad, auténticas obras maestras de la improvisación. Los que primero pusieron el hombro y sus conocimientos fueron los técnicos de Radio Belgrano y los que ofrecieron la cara fueron los locutores y algún que otro número artístico de la emisora. Vaya si tomaron riesgos: acostumbrados a leer todo lo que salía al aire, afrontaron lo nuevo: textos dichos de memoria o, si eran capaces, improvisados; actuar bajo luces que de tan directas eran reveladoras de aspectos y edades, y aquello que provocaba más fastidio: embadurnarse la cara con maquillaje. Las figuras más consagradas del cine, del teatro, de la música, de la cultura, se tomaron un buen tiempo para dejarse seducir por el nuevo medio.
Del “no hay nada para ver, la televisión es un clavo” se pasó en apenas un lustro al “si no tenés un televisor, sos un pobre diablo”. Ya en 1956 se encontraban en funcionamiento más de 100.000 aparatos y comenzaba la fabricación de receptores nacionales. Sin dudas, el tener o no un aparato en la casa, y poder darse dique con su posesión, se convirtió en un condicionante social. Nada era casual. Desde el principio, la gente entendió que ese invento le mejoraba la vida, como ya había ocurrido con la radio, con la heladera eléctrica y muy pronto volvería a suceder con el lavarropas. Con esos cajones de tamaño fenomenal, de diseño poco angelados y pantallas pequeñas que reproducían la vida en negro, blanco y grises, mujeres, hombres y niños experimentaron y aprobaron la fuerte promesa básica del invento: sin moverse de casa y en forma gratuita recibían formas especiales de cine, teatro, música, deportes, información y entretenimientos. Mientras los que hacían la televisión especializaban su oficio, en sus casas, los espectadores se graduaban de televidentes.
En esa primera década, Canal 7 fue un laboratorio de ensayo, adiestramiento y puesta a punto del medio. De ese centro, los canales privados instalados a partir de 1960 manotearon, en plan equivalente a una fuga de cerebros, buena parte de su personal técnico y artístico. No fue únicamente la determinación de un objetivo malicioso: tal vez era el precio que hubo que pagar para que en poco tiempo la actividad televisiva alcanzara dimensión de industria, con la creación de más de 15.000 puestos de trabajo. La ahora muy digna (con una programación pertinente, decorosa, creíble y amigable) Televisión Pública sigue acusando las facturas que a lo largo de 70 años le pasaron los múltiples vaivenes políticos de la nación. Eso que desde siempre le impidió definirse: entre lo estatal y lo gubernamental; si es cultural o comercial; si es para educar o para entretener; si es de la gente o del poder del momento; si debe competir o hacer lo suyo con convicción; si tiene que afligirse por el rating o elegir no mirar nunca las planillas. Desde hace algunas semanas, el 7 procura, con los pocos testimonios audiovisuales conservados, que el aniversario no pase inadvertido. Y lo bien que hace. De martes a jueves a las 22 pone en el aire 70, conducido por Carla Conte y Coco Silly, que tendrá su programa final hoy a las 18.30; en tanto a las 21 también de hoy se emitirá el primer capítulo de una serie de especiales, uno por década, con centenares de entrevistados, guión de Marcelo Camaño y conducción de Leonor Benedetto. En otro aspecto, esta semana recibí el libro Pantalla partida, 70 años de política y televisión en Canal 7, editado por Planeta. Comencé a leerlo. Su autora, Natalí Schejtman, plantea a modo de epílogo el capítulo “Cinco preguntas incómodas sobre Canal 7”.
Las preguntas son: ¿Es pública la TV Pública? ¿Un canal estatal siempre es gubernamental? ¿Tiene sentido tener un canal estatal (incluso si es gubernamental)? ¿Llega a todo el país? ¿Por qué seguimos hablando de televisión? Mientras termine su lectura, intentaré pensarlas, no sé si responderlas. Les comparto la inquietud a los lectores de El Cohete a la Luna.
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