VENEZUELA EN PERSPECTIVA

Todo parece estar permitido cuando está en juego la mayor reserva de petróleo de América

 

Si uno califica un proceso al mismo tiempo en que está inmerso en él y en sus detalles cotidianos, se topará ineludiblemente con las imperfecciones del mismo. Pero intentemos tomar unos pasos de distancia y observar a ese mismo proceso en perspectiva. De esta forma adquirirá un valor inestimable, si pensamos por un momento qué sucedería si ese proceso se debilitara o desapareciera.

Contextualizar, poner en perspectiva, es una obligación de toda persona que se precie de vincularse a la política. Y más aún cuando quienes expresan el proyecto antagónico tienen los recursos suficientes como para planificar a largo plazo. Ellos sí intervienen sobre lo cotidiano pero a partir de una planificación estratégica. Nosotros también debemos acudir a la perspectiva.

En Venezuela se pergeñó un plan con objetivos muy precisos y con rasgos de profecía auto-cumplida. Si la oposición triunfaba en las elecciones, se modificaría el sistema político por la vía de la legitimidad pública; ante la derrota, en cambio, se denunciaría fraude y se intentaría alterar el sistema político por vía de la violencia. Partiendo de un relato sostenido financieramente por los mismos grupos que desabastecieron a Venezuela de una manera casi idéntica a cómo se fraguó el desabastecimiento que precedió al golpe contra Salvador Allende. Por los mismos que quemaron en dos oportunidades la Central Nacional de Energía, destruyeron más de 20.000 máquinas electorales en 2021, imploraron la intervención militar de los Estados Unidos, y rubricaron las sanciones económicas y financieras al país en general y a sus autoridades en forma personal. Para ellos, todo está permitido cuando lo que está en juego es la apropiación de la mayor reserva de hidrocarburos de América Latina, y probablemente de la humanidad.

Volvamos a las imperfecciones de lo cotidiano. Se trata de un país bajo asedio, al que además le fueron confiscadas sus reservas de oro y le fue expropiada su comercializadora de naftas en los Estados Unidos (Citgo), y que a consecuencia de todo ello redujo su PBI en un 70%, padeció una inflación de 4 dígitos y sufrió la emigración forzada de millones de personas. A ese país no se le pueden pedir los mismos estándares de calidad institucional que a otro donde nada de eso ha sucedido. Porque la pobreza no implica únicamente una remuneración insuficiente del trabajador al final de la jornada. La pobreza genera consecuencias sistémicas, corroe tejidos sociales y productivos, relaciones interpersonales e inter-grupales, y resquebraja también la fortaleza y la pulcritud de las instituciones estatales. Y el asedio, además, pone al gobierno, a las fuerzas del orden y al pueblo que está decidido a defenderlo, en una situación de alerta, preventiva. Sus leyes se tornan más duras.

Cuando se escucha, ¿por qué no se dejó ingresar a Presidentes que venían a observar la elección?, y románticamente la prensa hegemónica asocia a esos personajes con la trasparencia democrática, no se tiene en cuenta que se trata de ex Presidentes que avalaron todas las sanciones y las amenazas, y reconocieron a una autoridad en las sombras como el fracasado Juan Guaidó.

Imaginemos por un instante si en la Argentina o en el país que estos personeros del imperialismo veneran, los Estados Unidos, a alguno de nuestros gobiernos se nos hubiera ocurrido reconocer a un Presidente distinto del establecido en su territorio. ¿Creemos que esa persona podría haber ingresado libremente para controlar los comicios?

Adentrémonos por un instante en las paradojas a las que nos expone la colonización cultural. En los Estados Unidos, Donald Trump aparece como el candidato más agresivo y autoritario, sinónimo –debido a sus modales— de la extrema violencia. Precisamente él, sorteó un atentado que podría haber sido magnicidio, es decir, un acto de extrema violencia. Quien representa la extrema violencia es quien sufrió la extrema violencia del otro lado. Es decir, se trata de un sistema político decadente en el cual se profesa la violencia desde los dos espacios que compiten. ¿Qué hubieran dicho la Unión Europea y los mayores exponentes del capitalismo financiero globalizado si eso mismo hubiera sucedido con el candidato opositor en Venezuela? En la metrópoli eso no daña al sistema, en la colonia sí. Se lo hubiera interpretado como una atrocidad suficiente para conmover los propios cimientos de la campaña electoral.

Venezuela sufrió mucho en los últimos años, pero se está recuperando. Ha bajado dramáticamente su tasa de inflación, ostenta el indicador de crecimiento más alto de América Latina, y cuenta con los recursos para un ambicioso plan de viviendas y para el financiamiento de un millón de emprendimientos familiares que forman parte de la gran convocatoria lanzada por el Presidente Maduro en el marco de su llamado a la paz, el diálogo y la reconciliación.

En las calles de Caracas y del estado de Miranda se palpan los beneficios de esa recuperación, y la misma es admitida trasversalmente por oficialistas y opositores. Sin embargo, unos y otros la ponderan de diferente manera. El mensaje implícito del oficialismo es: “Si fuimos capaces de superar lo peor, se abre un capítulo venturoso y virtuoso para Venezuela”. El de la oposición es una sensación de hastío: “A pesar del crecimiento, estamos cansados de tantos años de las mismas figuras, nos han llevado a las máximas vicisitudes, especialmente a la separación de las familias a causa de la emigración”. Reconocimiento en la superficie, cansancio en la profundidad, un cansancio social con expectativas de cambio del cual en la Argentina tenemos experiencia.

Esa tensión flotaba en el ambiente previo y convivía con el entusiasmo por votar y con la confianza en el sistema de votación. Y es justamente debido a esa polarización que resulta inverosímil el resultado exhibido en el comando de Corina Machado, del mismo modo que si lo hubiera intentado hacer Nicolás Maduro. Esa polarización es la que torna imposible que cualquiera de las dos fracciones pudiera superar holgadamente a la otra.

¿Qué diría la prensa de Occidente, la misma que hace casi una década dijo que Cristina había matado a Nisman, y que oculta deliberadamente la trascendencia del atentado que ella sufriera, si desde los centros de cómputo del oficialismo se hubieran mostrado planillas con un 73% de votos favorables? Lo hubiera ridiculizado ostensiblemente. Sin embargo, en el caso de Machado, que pidió la intervención militar extranjera y sostiene las 943 sanciones que bloquean la economía de Venezuela y causan el sufrimiento a su pueblo, ella sí –tan demócrata— exhibe, según el imperio, las planillas correctas.

De todo esto es necesario extraer un par de conclusiones. La primera es que de quienes promovieron sanciones económicas y una invasión militar, apoyaron a un Presidente fantasmagórico como Juan Guaidó, digno del poema “El hombre imaginario” de Nicanor Parra, quienes ostentan el centro de sus negocios en el estado de Florida en consonancia con todas las iniciativas desestabilizadoras de la región, y pusieron en duda hasta último momento su participación en las elecciones, no es dable esperar que sean ahora quienes van a darnos lecciones de trasparencia democrática. Máxime cuando estamos ante un sistema de votación altamente confiable. ¿Pueden ser fiscales de la democracia quienes se asocian internacionalmente con los sectores de poder económico y político más reaccionarios, como Elon Musk y con Milei-Macri, que promueven un golpe de Estado desde sus redes sociales?

En definitiva, no estamos hablando de calidad democrática, sino de disputa geopolítica. El eje del Atlántico del Norte está perdiendo irreversiblemente su hegemonía en el sudeste asiático, en Asia Central, en Medio Oriente y en África, y está haciendo trastabillar a Europa. No  está dispuesto a perderla también en su “patio trasero”. Antes que eso prefieren que la región ingrese en una espiral de polarización y violencia.

La segunda conclusión implica simplemente volver al primer párrafo de esta nota. Imaginemos qué sucedería en la región si el actual gobierno de Venezuela se debilitara o si fuera lisa y llanamente derrocado. Venezuela se convertiría en una base del imperialismo, como lo era la Colombia de Álvaro Uribe, y desde allí irradiaría una fuerza reaccionaria capaz de desestabilizar a las fuerzas populares de toda la región. En un posible entorno con Trump Presidente y los libertarios influyendo desde el Sur, se empinaría nuevamente la figura de Bolsonaro en Brasil.

Por eso es tan necesario el reconocimiento del resultado comicial por parte de Lula, Gustavo Petro y López Obrador. Para que Venezuela y estos gobiernos no-neoliberales no queden en lugares distintos de la historia. Aún con nuestras particularidades y diferencias, aún con los déficits y las asignaturas pendientes de profundas mejoras, de este lado está la Patria Grande. De este lado están dos valores a defender reunidos. El anti-imperialismo, en pos de la soberanía sobre nuestros recursos; y la multipolaridad, donde situar nuestro propio modelo de integración regional.

Finalmente merece un párrafo la insoportable “neutralidad” de cierto periodismo, que confunde a tantas personas de buena fe. La estrategia de las mayores corporaciones del mundo está tan fuertemente digitada por los grandes medios, que logran instalar su propio paradigma, a partir del cual una porción muy importante de la sociedad construye su percepción de la realidad. En el caso que nos ocupa, se traduce en dar por sentado que el gobierno de Nicolás Maduro concertó un fraude, y hay urgencia para que presente el total de los certificados electorales. El Presidente afirma que la publicación de las actas está ordenada y que confirman su triunfo. Pero esto sucede al precio del desgaste de la confianza y de la imagen gubernamental.

Una vez más, no estamos hablando de trasparencia, sino de guerra híbrida. La que se entabla en varios planos a la vez, en el territorio material al mismo tiempo que en el espacio de lo simbólico. Cuando son tan dispares las fuerzas en pugna, cuando está tan comprobada la estrategia de dominación de los poderes fácticos, la neutralidad termina no haciendo otra cosa que jugar a favor del más fuerte. Y por lo tanto, de perder su pretendida pulcritud e imparcialidad.

 

 

 

 

  • El autor es observador internacional del OPEIR en Caracas y en el estado de Miranda.

 

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