¿Vandalismo o estallido social?
Sobre los episodios en Andalgalá y la violencia en contextos de autocracia mineral
“Las revueltas son el lenguaje de aquellos a quienes nadie escucha".
(Martin Luther King)
En estos momentos, lxs catamarqueñxs de todo signo y condición nos hayamos conmovidxs por los acontecimientos de público conocimiento del pasado sábado 10 de abril en la ciudad de Andalgalá. Más allá de la desinformación y falta de certezas que cubren los hechos, lo cierto es que tras los humos y los vidrios rotos de las instalaciones de la empresa canadiense Yamana Gold en Andalgalá, inmediatamente emerge el montaje de un discurso “republicano” y “democrático” que repudia “la violencia”, llama a la “paz social” y al “respeto de las instituciones”, estigmatizando y condenando, en el mismo acto, a los así llamados “antimineros” como responsables; como “fanáticos ecoterroristas” que están detrás de los “ataques” a la propiedad privada de una empresa.
Ante la consternación social y la confusión política generada, desde los sectores hegemónicos del poder se pretende instalar una interpretación unívoca y superficial sobre los acontecimientos en cuestión (empezando por considerarlos aisladamente, separado de la larga cadena de hechos y procesos sociales de corta y larga duración que los anteceden y conforman la matriz histórico-política de su emergencia). Frente a ello, nos parece necesario advertir y tomar distancia de tan elementales operaciones ideológicas, para dejar lugar a un ejercicio de reflexión colectiva que nos ayude como sociedad a comprender lo que ha pasado y lo que nos está pasando.
Justamente, la tarea y la función social de la ciencia es la de contribuir a la producción y validación de conocimientos, profundizando los mecanismos de reflexividad social, a partir de una sistemática y metódica inspección exhaustiva de las creencias de sentido común y las concepciones naturalizadas de y sobre la vida social que –muchas veces desde el poder– se impone como “verdad”. La ciencia moderna nació así. Bajo los cielos del Iluminismo, luchando contra el dogmatismo religioso medieval, la filosofía moderna procuró hacer de la verdad una cuestión de masas, y del buen gobierno, una tarea del entendimiento colectivo y la voluntad popular. Esas ideas incubaron acontecimientos políticos a través de los cuales las sociedades humanas, en distintos momentos, buscaron vías de escape a formas consolidadas de opresión y privación, hacia alternativas superadoras; digamos, liberadoras. Es la historia de las rebeliones populares y las revoluciones políticas modernas.
Creemos que eso es lo que subyace a los acontecimientos recientes en Andalgalá. El velo ideológico que desde las cumbres del poder social (estatal, corporativo, mediático y sus agencialidades satélites) se elaboró rápidamente sobre los mismos, condenando, hipócritamente, la violencia, ocluye, en realidad, la naturaleza política del conflicto y prepara las armas de una escalada represiva. Con una lógica de “sentido común” se llama a “preservar la paz”, a “respetar las instituciones”, la “propiedad privada”; se presenta a los hechos como actos delictivos; de determinados sujetos individuales e individualizables, cuyas conductas no merecen otro registro y otro trato que las disposiciones del código penal.
La verdad, esa interpretación y vía de tratamiento de los hechos, no sólo es insostenible desde un elemental análisis crítico, sino que, además, es políticamente inconducente para abrir paso a las reparaciones y la resolución democrática de las contradicciones que emergieron y se expresaron en la quema de las oficinas de una empresa minera.
Siguiendo la fundacional regla durkheimiana del procedimiento científico –que nos conmina a “desechar sistemáticamente todas las pre-nociones”–, es necesario prevenirnos de no incurrir en la grosera confusión entre un acontecimiento político y meros hechos delictivos. Los estallidos sociales son eminentemente políticos. Los ojos del poder tienden a invisibilizar las causas estructurales que engendran la violencia; su reflejo es darles un tratamiento meramente judicial, vía la represión y la penalización. Los ojos de la ciencia no pueden incurrir en esa trampa ideológica. Confundir la expresión política de un conflicto territorial estructural con burdos actos de vandalismo constituye un ominoso error epistémico y político.
Aunque sí, efectivamente violentas, las roturas y la quema de las oficinas de Yamana Gold (por lo demás, una empresa que tiene un abultado prontuario de violaciones a los derechos humanos y ambientales, no sólo en el caso del Proyecto Agua Rica donde, por lo menos, se halla infringiendo la Ley Nacional 26.639 de Presupuestos Mínimos de Protección de Glaciares y Áreas Periglaciares, y haciendo caso omiso de la Ordenanza Municipal 029/16 y la resolución de la Corte Suprema de la Nación ante la Acción de Amparo presentada por vecinxs de Andalgalá, sino también en diferentes países donde tiene operaciones) no dejan de ser una acción política; son la expresión colectiva de más de quince años de violentamientos que, mayoritariamente, el pueblo de Andalgalá viene sufriendo y resistiendo frente al poder estatal-corporativo minero que pretende instalarse y adueñarse de su territorio; destruyendo su territorialidad preexistente y futura.
Como acontecimiento político, el del sábado es un acto eminentemente colectivo, social; no se trata de hechos individualizables. Aunque lo hayan materializado algunos sujetos, esos sujetos expresaron una fuerza social colectiva. Años de indignación y bronca contenidas cargaron las piedras que rompieron esos vidrios. Es una falta a la verdad y a la justicia, acusar a quienes se atrevieron a hacerlo. Porque ellxs –sean quienes sean– no son lxs gestores de la violencia. No son lxs que “desataron” la violencia; apenas reaccionaron ante una violencia sistemática que en los últimos tiempos se hizo asfixiante; insoportable. La reacción ante una opresión que se torna insoportable es precisamente, científicamente, un acto de rebelión popular.
Desde un análisis franco y objetivo de los hechos, no podemos ingenuamente “condenar la violencia”. Debemos preguntarnos qué es lo que realmente violenta la paz social. ¿Puede haber paz en una sociedad edificada sobre la guerra (y la sociedad moderna es cabalmente una sociedad emergente de una larga guerra de conquista)? Si la condena a la violencia se hace honesta y seriamente, es preciso que se interpele sobre los orígenes de la violencia. Si se la quiere erradicar como forma de lo político, es necesario poner una mirada en las profundas fallas estructurales de nuestro “sistema de gobierno y de administración de justicia”. La única paz duradera y deseable es aquella que nace de la justicia y de un orden plenamente democrático.
Si de verdad queremos condenar la violencia, y no hacerlo desde el lugar hipócrita y cínico del “respeto a las instituciones” (liberales, coloniales, bajo cuya sujeción nos hallamos) debemos admitir, como nodo radical de los problemas que subyacen a la misma, los profundos déficits democráticos y de justicia que agobian a nuestra sociedad local concreta y al modelo societal hegemónico y global, en general.
Antes que la paz, en Andalgalá se ha denegado y socavado la democracia. Antes que la propiedad privada de una corporación, se ha violado el derecho territorial de un pueblo. En este caso, lo primero que violenta la voluntad popular y el gobierno de la mayoría, es la legislación minera de los ’90, fácticamente, una imposición del Banco Mundial, pensada y diseñada para el interés exclusivo de las corporaciones transnacionales, no para el de nuestros pueblos.
El marco normativo que rige la minería transnacional en el país ha creado un muro de privilegios para un tipo de explotaciones completamente controlada y dominada por el capital extranjero. La anatomía macroeconómica de ese tipo de minería es absolutamente contraria a cualquier vía de desarrollo endógeno de nuestras sociedades. La historia económica de América Latina así nos lo enseña: constituida, desde su invasión y conquista colonial, como la “zona de mina” del emergente sistema económico mundial, la minería ha sido y es un vector clave del colonialismo y la colonialidad; factor de profundización no solo del saqueo económico y ecológico, sino de la dependencia, cultural, tecnológica y política.
Como sector emblemáticamente oligopólico, concentrado y transnacional, este tipo de minería no puede dar lugar a ninguna expectativa razonable de “desarrollo”; mucho menos si lo queremos sustentable, inclusivo, democrático. Su “cadena de valor” es la que nos tiene atados como meros proveedores pasivos de materias primas para el abastecimiento subordinado de la industria mundial. A la hora de analizar científicamente los impactos de la minería en nuestra región, bien vale recordar una conclusión de un prestigioso geógrafo inglés: “Tanto el siglo XIX como el XX han estado plagados de booms mineros cuyos efectos finales no significaron sino el surgimiento de una clase política rentista, la generación de economías de enclave y el irremediable deterioro del medio natural del cual depende la sobrevivencia de una población rural, mayoritariamente campesina y crecientemente empobrecida” (Anthony Bebbington, 2007).
El pueblo de Andalgalá está de pie y se viene manifestando desde hace años, con ejemplar perseverancia en ya 587 caminatas semanales, contra ese perverso “destino minero”. Si hay algo que está claro en este mar de confusiones y de contaminación ideológica, es que la minería transnacional no tiene licencia social en Andalgalá, así como probablemente también, en muchos otros pueblos, localidades, departamentos y franjas sociales de la provincia. No ha habido, en general, un proceso serio de información veraz y consulta democrática a la población sobre si estaría dispuesta a aceptar y asumir los impactos y consecuencias de este modelo.
Desde una perspectiva histórica y científicamente informada, comprometida políticamente con los intereses mayoritarios de nuestro pueblo, no podemos dejar de denunciar la violencia primera que significa este tipo de explotaciones. En el caso de los acontecimientos de Andalgalá, perseguir a quienes días pasados provocaron destrozos parciales a las oficinas de Yamana Gold, es un acto de injusticia política y de ceguera epistémica. Ningún formalismo hipócrita puede ocultar y desconocer que, en pleno siglo XXI, la minería transnacional sigue siendo la herida colonial más sangrienta y lacerante de América Latina; la vena abierta por donde se desangran nuestras posibilidades de convivencia autónoma, en paz, justicia y democracia.
12 de abril de 2021, Catamarca (Argentina)
Equipo de Investigación de Ecología Política del Sur CITCA-CONICET-UNCA:
Horacio Machado Aráoz (Investigador Adjunto Conicet - CITCA, Cátedra de Sociología II, Fac. de Humanidades, UNCA), Claudia Inés Sosa (Docente Investigadora, Cátedra de Investigación de las Cs. Sociales, Fac. de Humanidades, UNCA), Mariela Analía Pistarelli (Docente Investigadora, Cátedras de Sociología, Fac. de Humanidades, UNCA), María Belén Verón Ponce (Docente Investigadora, Coordinadora de la Especialización en Políticas de Género y Violencia, Fac. de Humanidades, UNCA), Ana Belén Castro (Docente Investigadora, Cátedras de Ética y Deontología Profesional y de Planificación, Fac. de Humanidades, UNCA), Gustavo Mario Pisani (Becario Doctoral Conicet, Docente de la Cátedra de Antropología, Territorio y Sociedad, Escuela de Arqueología, UNCA), Noelia del Valle Cisterna (Becaria Doctoral Conicet, Docente de la cátedra de Ciencia Política, Fac. de Humanidades, UNCA), Estela Romina Cruz (Becaria Doctoral Conicet-CITCA, Docente de la Cátedra de , Fac. de Humanidades, UNCA), Ornella Castro (Docente Investigadora, Cátedra de Zootecnia General, Fac. de Cs. Agrarias, UNCA), Aimée Martínez Vega (Becaria Doctoral Conicet- CITCA) Leonardo Javier Rossi (Becario Doctoral Conicet -CITCA), Federico Vega Castillo (Estudiante Fac. De Humanidades, UNCA), María Zalazar (Estudiante Fac. de Humanidades, UNCA).
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