Utopías se buscan
La noción del Buen Vivir y su antagonista, el incesante 24/7
Nombrar las cosas que están ausentes es romper el encanto de las cosas que son. Un orden diferente al establecido: el comienzo de un nuevo mundo. Así parafraseaba Marcuse a Paul Valery en su obra El Hombre Unidimensional. Para este filósofo, hasta la misma noción de alienación habría desaparecido, debido a la incapacidad de los individuos de exigir y gozar cualquier progreso de su espíritu. Creía que el ser humano posee las capacidades para llevar una “buena vida”: en lo posible, libre del esfuerzo, la dependencia y la fealdad. Pero Marcuse, padre de la llamada Escuela de Frankfurt, ponderaba la capacidad de la ciencia y la técnica en pos de la liberación del ser humano de dos fuerzas de opresión: la naturaleza y la explotación del hombre por el hombre. Es más, creía firmemente que la espiritualidad podía y debía recurrir al método científico para recrearse como conocimiento racional, o al menos así lo entiendo.
¿Pero qué es exactamente lo ausente que podría romper el encanto de las cosas que son? La lista es larga y enumerarla es difícil. Sin duda la armonía entre lo humano y la naturaleza es una de ellas, como también lo es la armonía entre los seres humanos. Pero se las nombra y se las ha teorizado sin romper ningún encanto. Son meras palabras, explicaciones racionales o pseudo racionales, no vivencias, experiencias y menos aún experiencias cotidianas, embebidas en nuestros cuerpos-mentes y en nuestras relaciones humanas, sociales.
Si se me permite diría que lo hoy ausente es la disposición a amar, a conocer, a contemplar y a conectarse con la vida. En síntesis, la ausencia del miedo. A su vez el miedo –dice el filósofo coreano Byung-Chul Han, hoy bastante de moda– “surge cuando ya no quedan objetos a los que pueda dirigirse la libido. A causa de ello el mundo se vuelve vacío y carente de sentido”.
El capitalismo del siglo XXI es uno muy particular en la historia humana pues ha alterado de un modo radical el espectro de las gratificaciones hasta anularlas. La fórmula 24/7 [24 horas al día, siete días a la semana] no solo refiere a la actividad, la acumulación, la producción, las compras, la comunicación, el juego, o cualquier otra cosa, incesantes, sino que provoca conflictos que son inseparables de las configuraciones del sueño y la vigilia, la iluminación y la oscuridad, la justicia y el terror. Genera indefensión y vulnerabilidad. Sea en el trabajo o en el tiempo libre, existe una imposibilidad cada vez mayor de hacer una pausa, de estar desconectado. El apogeo del individualismo, que se presenta como autosuficiente y prepotente, ya existía como un rasgo emergente cuando capitalismo y socialismo se consideraban antagónicos, cuando la jornada de 40 horas de trabajo se preveía con un horizonte de no menos de 30 ó 40 años de estabilidad laboral y un progreso material acorde al transcurrir de los años. Un entorno que preveía un futuro esperanzador. Pero la dinámica impuesta tras los 30 años gloriosos (1945-1975) dio lugar a la exacerbación del individuo como sujeto de toda política y de su narcisismo como motor del consumo. La fórmula 24/7 no expresa sino el miedo a ser excluido: del trabajo, por no mostrar esa disponibilidad total que es en verdad auto-esclavitud; del deseo de alcanzar un progreso material personal demostrable; del acceso a información superficial, sobreabundante, que sustituye el conocimiento pero que tiende a una auto-percepción de pertenencia a un algo, a una comunidad, un grupo de cuyos miembros no importa saber mucho.
Desde otra vertiente, el “Buen Vivir” ha surgido como un concepto fuerte, sobre todo en los pueblos andinos de América Latina. La opción por la “vida plena” tiene entre sus objetivos “recuperar el sentido de la vida”. Es una propuesta que tiene fundamento filosófico, práctico, experiencial, histórico, social y político. Su principal crítica es que el modelo de producción occidental lleva al ser humano a despojarse de su conexión con la esencia de la vida para convertirlo en un productor/consumidor alejado de los ritmos naturales de la vida.
“El Buen Vivir supone tener tiempo libre para la contemplación y la emancipación, y que las libertades, oportunidades, capacidades y potencialidades reales de los individuos se amplíen y florezcan de modo que permitan lograr simultáneamente aquello que la sociedad, los territorios, las diversas identidades colectivas y cada uno –visto como un ser humano universal y particular a la vez– valora como objetivo de vida deseable (tanto material como subjetivamente y sin producir ningún tipo de dominación a un otro)” (Plan Nacional para el Buen Vivir 2009-2013).
Aunque este concepto destaca el hecho de que vivir en diversidad “es reconocer la historia y la cosmovisión mía y del otro, aceptando las diversas historias desde el respeto mutuo”, y resalta la dignidad inherente de todos los seres humanos y su potencial intelectual, artístico, ético y espiritual, estos enunciados son poco compatibles con el rumbo que han tomado las sociedades occidentales y occidentalizadas. No solo por sus valores, sino sobre todo por su necesidad de obtener recursos básicos. Energía y alimentos son dos de los más nombrados, pero las cadenas globales de valor y su dominio por el sistema financiero, el secretismo, el chantaje y la violencia subyacen a la aceptación de nuevos sacrificios humanos y permean hasta bienes inmateriales. A su vez este paradigma es esencialmente urbano. Un medio donde las estrellas brillan poco y los misterios nocturnos se hallan en discotecas, cuevas, sexo, drogas y ruido. No en la celebración de rituales o en la contemplación solitaria, sino en una extensa pornografía y ausencia de amor y erotismo.
Uno estaría tentado a preguntarse qué es lo que diferencia los enunciados del buen vivir –que incluyen la defensa de que todo lo que interviene en el desarrollo de la vida: agua, bosques, aire, la vida animal, alimentos, medicinas, las lenguas, las expresiones culturales y artísticas, los saberes populares, las religiones, la educación, la salud– de la prédica occidental en torno a “nuestro futuro común”, “el pacto verde europeo”, los 17 Objetivos del Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas y hasta el énfasis puesto por el FMI en temas de sustentabilidad.
Es probable que la diferencia más sustantiva se halle en el comportamiento individual y colectivo de las sociedades que presupone la cosmovisión occidental actual y la explicita en “el buen vivir”. En otros tiempos esto hubiera estado ligado a la noción de Estilos de Desarrollo, pero no hoy, porque el consumismo ya denunciado por Marcuse como rasgo de la alienación de la clase trabajadora y de la destructividad de los individuos –que el citado filósofo Byung-Chul Han denuncia poniendo énfasis “en el exceso de libido volcada sobre los propios sujetos hasta el punto de dejarse de sentir a sí mismos y autolesionarse para hacerlo”– imperan como un nuevo sujeto unidimensional en un mundo occidentalizado. Buena parte de las clases medias urbanas del planeta comparten este 24/7. Una constelación de poderosos procesos de nuestro mundo contemporáneo caracterizados por la actividad, la acumulación, la producción, las compras, la comunicación, el juego, o cualquier otra cosa, incesantes. Por supuesto, los excluidos no comparten estos privilegios. Son el residuo descartable o la primera línea de trabajo de la economía circular.
Tanto Marcuse como ahora Byung-Chul Han y mucho antes Freud centraron sus escritos en el poder de Eros, cuyo antagónico es Tánatos o el impulso de muerte. ¿Se enfrentan ahora a escala planetaria inclinando peligrosamente su necesario equilibrio? Creo que sí.
Ya sea en el trabajo o en el tiempo libre, existe una imposibilidad cada vez mayor de hacer una pausa, de estar desconectado. Una producción de miedo, angustia, vacío y muerte indigna se propaga como si fuera natural.
Si estoy en lo cierto cuando propongo que lo hoy ausente es la disposición a amar, a conocer, a contemplar y a conectarse con la vida –y como síntesis de ello la ausencia del miedo–, todo indica que nuestro autoinmune está fallando. A mi juicio lo ha hecho mediante una prohibición: la de nombrar eso que permite saber que existe un algo más poderoso que uno mismo. No me refiero al “sistema” o a los que de modo unipersonal, como los reyes y príncipes de antaño, lo encarnan hoy.
Conceptos como “la picadura de la Manigua”, epifanía, manifestación, aparición o revelación, intentan describir una experiencia que generalmente invita a tomar conciencia de la unidad de la vida toda. Para los que abogan por el “buen vivir”, estos conceptos no son extravagancias, sino inherente a sus valores: “recuperar el sentido de la vida”. En cambio, para esta nueva cultura occidental, son “delirios místicos” o lugares del cerebro pasibles de ser estimulados con LSD u otras drogas. También una mercancía más a ser vendida.
Así las cosas, “reconocer la historia y la cosmovisión mía y del otro, aceptar las diversas historias desde el respeto mutuo”, no es una tarea sencilla. Menos cuando las necesidades materiales mediatizadas por la tecnología requieren de recursos y la Tierra es todo menos sagrada para la voracidad de estos nuevos príncipes y reyes. Así, mientras que a nivel individual podemos aún intentar un espacio dentro del 24/7 para conectar con la vida, mucho me temo que a nivel social nos falta no solo una utopía movilizadora sino también mecanismos para neutralizar el poder omnímodo de estos dioses-hombre. También se halla ausente una propuesta técnica de transición a un mundo sustentable y sostenible, donde el progreso tecnológico sea compartido y la pobreza y exclusión lleguen a ser el vestigio de un pasado vergonzoso. Ello sería el comienzo de un nuevo mundo siempre y cuando lo material vuelva a ocupar su natural lugar –el permitir a la especie vivir de un modo digno– y lo espiritual la aspiración a conectarse con la unicidad de la vida y la magia que esta encierra en toda su diversidad y misterio.
La lógica de la sociedad industrial ha sido la de buscar “qué clavar las 24 horas del día debido al mandato de optimizar el uso del martillo” [1]. Las nuevas tecnologías abren las puertas a fabricar a demanda, reducir la jornada de trabajo, rotar personas en tareas rutinarias y otros sueños que pueden ser realidad. De que lo sean depende precisamente nuestra supervivencia y la de otras especies, pues la naturaleza no es precisamente escasa sino generosa. Grandes cambios en nuestra cultura se requieren para que el futuro no sea distópico y algunas claves han sido aquí puestas para su consideración.
* El autor es profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro, experto en economía, urbanización, desarrollo y energía.
[1] He utilizado este concepto en ¿Choque de civilizaciones o crisis de la sociedad global? Problemática, desafíos y escenarios futuros (Miño y Dávila, 2005).
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