Desde chico quise a los uruguayos,
no se bien por qué, tal vez porque
unos paisanos de mi familia, los Adler de Palomar
(qué antinomia: Adler quiere decir águila)
veraneaban en La Paloma (qué redundancia)
y contaban que era paradisíaca
mientras nosotros acudíamos a la pedestre Miramar.
Mucho después tuve varios congresos
con un uruguayo tranquilo
que practicaba un tipo de yoga muy sedante
y tenía entretenidas virtudes amatorias.
No se llamaba Franklin ni Nelson ni Washington,
los nombres chasco que les atribuímos en tren de pulla.
Pedro era hijo de un tupamaro que nunca encontraron.
Pienso que los tupas robustecieron mi simpatía
por los orientales (así se auto denominan:
República Oriental del Uruguay)
Un no-amigo mío decía que la Argentina
era entonces la República Occidental del Uruguay.
Sus técnicas revolucionarias eran innovadoras.
Tomaron una ciudad del interior llamada Pando
disfrazados de cortejo fúnebre.
Marcharon compungidos detrás de la carroza
hasta llegar frente a la comisaría
donde sacaron las metralletas del féretro
y se hicieron del banco
y otros manjares insurreccionales.
Tenían fama de no matar a nadie
siempre que pudieran evitarlo,
lo que no les sirvió de mucho cuando perdieron.
Su dirigente era un abogado que había defendido
a los obreros del azúcar
y no un nacionalista católico del Colegio Nacional.
Qué se yo, tenía prejuicios favorables
que acaso como todos los prejuicios sean errados.
Un día que estaba entre amigotes
en Cabo Polonio (ellos le dicen El Polonio)
expresé mi sentir cariñoso
hacia el hermano pueblo oriental.
Se atropellaron para desmentirme con pasión.
Sos boludo, no te diste cuenta cómo nos odian.
Nos envidian.
Se hacen los lentos para atenderte mal.
No, son lentos y lo saben, por eso nos detestan.
Son resentidos porque viven de nosotros.
Viste lo que hicieron con las papeleras.
Algo se removió en mí porque empecé a mirar
con cierto espíritu crítico las iniciativas
de nuestros vecinos cisplatinos.
No me bastaba con apreciarlos,
ahora quería comprenderlos.
Por empezar, El Polonio.
Cómo podía ser que las mentes más brillantes
de Buenos Aires se instalaran un mes por año
en un pedregal sucio y desarbolado
que un villero rechazaría.
Veranear en esas casuchas
de ventanas mínimas sin gas ni electricidad.
Eso es lo que tengo en casa, dirían.
Tanto para llegar como para salir
de esa cantera caliente
había que recurrir a un tractor
o antes a carros con caballos durante una hora.
No querrías cortarte con una lata porque
llegarías desangrado a llorosa clínica
del caserío más próximo.
Y mis amigos, finos intelectuales, ponderaban
tener que buscar agua en un balde
a ciento cincuenta metros de la covacha
que alquilaban hace diez años
a razón de seis mil dólares por mes,
lo que consideraban una ganga:
te das cuenta una casa por doscientos dólares al día.
Revisé mis cuentas y pensé:
quienes eran los lentos y quienes los rápidos.
Ahí acudió a mi mente la pregunta:
de qué viven los uruguayos.
Y no obtuve respuestas fáciles.
En los cientos de kilómetros de ruta
solamente vi unos novillos y nada sembrado.
Se suponía que habían plantado cientos de miles
de eucaliptos para que las famélicas factorías suecas
los trituraran hasta hacer bobinas de papel .
y los trillones de cotorras
anidaran en sus chillonas copas.
Pero toda esa operación no empleaba más
que doscientos obreros
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