Universidad y sociedad
La razón de ser de una comunidad que trabaja el conocimiento es ponerlo al servicio de la sociedad
En el irritado clima de época actual, en este Zeitgeist argentino de héroes y guapos digitales, la pregunta sobre el fin social de la universidad puede encender la furia de las redes. Es probable que la respuesta coincida en un agravio verbal al grito de ¡inquisidor populista! Un arrebato propicio a convertirse en trending topic, aunque sólo por un día. Es una pregunta, en el fondo, que no cotiza en la bolsa de valores ni impacta en ninguna criptomoneda.
Interrogar sobre la función social de una institución educativa suena, además, a intromisión estatista, pone en peligro la libertad del mercado educativo y el siempre traicionado laissez faire et laissez passer, con riesgo de perder la batalla cultural que los cosplayers le robaron a Gramsci.
No es el mejor momento para analizar si el conocimiento institucionalizado tiene alguna utilidad práctica o se ha extraviado en las aulas, si nuestros jóvenes invierten varios años de sus vidas para convertirse en ciudadanos críticos desde un rol profesional con inserción laboral, o si por el contrario han dilapidado tiempo, recursos y sueños detrás de la promesa de un título que los defrauda en una sociedad que los ignora.
Difícilmente un estudiante universitario, hoy, no se sorprenda ante este tipo de preguntas. No muy diferente será la reacción de un profesor de una casa de estudios superiores. El interrogante incluso incomoda a algunos doctores que sufren de universititis, la creencia mítica en los grados y honores universitarios como prueba, por sí solos, del dominio de la disciplina, cuando no de prestigio y justificación existencial. Una reminiscencia globalizada del viejo orgullo rural “mi hijo el doctor”.
Estos personajes enclaustrados (característica que los enorgullece, tal es la patología) se molestan porque con este tipo de cuestionamientos sienten que desciende la altura de las abstracciones de sus preocupaciones científicas, naturales o sociales. Para ellos, el postulado teórico, el dogma que se concibe en soledad, como una pura forma geométrica o matemática, no puede ser manchado ni salpicado con tierra social.
El proyecto libertario grita y festeja porque con él la libertad avanza, pero nuestra historia nacional nos señala que estamos caminando para los costados, como el cangrejo. Hace más de cien años, en el Manifiesto Liminar de la reforma de la Universidad Nacional de Córdoba, el 21 de junio de 1918, la juventud de esa provincia denunció la necesidad de que la democracia llegue al ámbito universitario, y exigió a los adultos de la política terminar con la casta de profesores, entre otros reclamos. Sin embargo, el actual gobierno nacional, dispuesto a terminar con la casta política, sólo atina a promover el ajuste de la educación pública y auditar su financiamiento, lo que es bastante pobre como proclama central de una política educativa nacional que, por ser libertaria, debería desatar todas las fuerzas que dinamizan el mercado educativo, como las recientes movilizaciones masivas universitarias a las que tildó de oscuras, contaminadas y prostituidas.
A pesar del espíritu nacional que nos toca en suerte, que va más allá de las fronteras de nuestro cuerpo patrio, bueno es recordar etimologías y sentidos originarios, volver al bautismo institucional, al origen de los tiempos universitarios. La palabra universidad tiene un parentesco de obviedad sonora con universo o universalidad, es decir, está señalando la totalidad, el todo en el que se desenvuelve el ser humano. Es ese origen semántico el que nos permite afirmar que la universidad es el ámbito formalizado y reglado que busca encontrar la unidad en la diversidad de la enseñanza.
Esa genealogía, esa razón de ser institucional, impone el desafío de enhebrar un hilo conductor a través de los programas de decenas de contenidos de los más variados.
Con el tiempo, el concepto también se asoció a comunidad. Estudiantes, profesores, personal administrativo y autoridades forman parte de un proyecto común, que sirve a una comunidad mayor, la sociedad que concibió esa universidad y la nutre diariamente de innumerables modos.
Con estos conceptos de comunidad y diversidad enlazada por la unidad, es más fácil entender el sentido de cursar durante varios años materias que, en principio, pueden parecer extrañas, independientes cuando no molestas entre sí. En la carrera de Ciencias Jurídicas, por ejemplo, el aspirante que soñó con ser abogado penalista puede encontrarse desorientado o amenazado ante rarezas disciplinarias como Problemática del Conocimiento, Introducción al Derecho, Derecho del Consumidor y Defensa de la Competencia, Derecho Constitucional, Filosofía del Derecho, Derecho Comercial y Societario, Derecho del Trabajo y la Seguridad Social, Derechos Humanos, Criminología, Derechos Reales, Derecho de las Familias, Metodología de la Investigación, Derecho Concursal, hasta llegar a 40 o más asignaturas con el Derecho Penal de sus sueños perdido en el medio de esa muchedumbre curricular.
A primera vista, se trata de una mezcolanza arbitraria, contraproducente, que dilapida tiempo y recursos para lograr el producto final acabado: un abogado especialista que domine con solvencia alguna y solo una de esas ramas del saber jurídico, como soñó el joven aspirante a penalista. Con esta frondosa currícula, se dirá, se corre el peligro de abandonar la batalla antes de empezar, pocos alumnos llegarán a feliz término. ¿No es preferible que la mano invisible simplifique la enseñanza y separe desde sus comienzos las preferencias laboralistas, humanistas, penalistas, civilistas, comercialistas, sociológicas, metodológicas y filosóficas? Se necesitan técnicos del Derecho, no ciudadanos críticos, concluye esa mirada tuitera, si queremos que la justicia tenga la precisión de los satélites del nuevo amigo Elon Musk.
Sin embargo, en lugar de atrincherar el conocimiento con muros divisorios como si alguien nos lo fuera a robar, es precisamente el concepto contrario de comunidad el que permite compatibilizar la heterogeneidad temática sin perder de vista la unidad, su horizonte valorativo. El concepto de comunidad universitaria nos permite entender qué es lo que hay más allá de tantas asignaturas y programas curriculares, cuál es la razón de ser de la universidad con todas las facultades que integran su universo pedagógico, cómo traducir a una misma lengua tantos idiomas que conforman una babel pedagógica.
¿Cuál es esa unidad? ¿En realidad existe una gramática común entre distintos saberes disciplinarios? ¿Es posible enhebrar con un hilo conductor el tiempo académico y sus estaciones temáticas?
La escritora surcoreana Han Kang, reciente ganadora del Premio Nobel de Literatura, reveló un hilo que recorre toda su obra literaria, desde los primeros trazos poéticos que hizo de niña hasta su última obra, una continuidad en su poesía, cuentos, ensayos y novelas detrás de los temas más variados, el amor, la belleza, la violencia, la vida y la muerte. Ese hilo es el que le da luz a su obra, permite comprenderla, con la aclaración de que fue posible gracias a los problemas. Uno de esos problemas centrales que nutrieron su producción literaria, al menos por un largo tiempo, Kang lo muestra a través de dos preguntas:
“¿Por qué el mundo es tan violento y doloroso?
Y sin embargo, ¿cómo puede el mundo ser tan hermoso?”
Esta confesión íntima, esta referencia pública a los problemas como motor de su arte literario, ilumina sobre el motivo de estas líneas, la relación entre la universidad y la sociedad, el nexo “problemático” que las une.
Existe una prueba de esa conexión. Es una prueba fundacional, una norma positiva como gusta invocar a crédulos del orden vigente. Se trata del artículo 1 del Estatuto de la Universidad Nacional de Cuyo, la misma que le entregó el primer doctorado honoris causa a Jorge Luis Borges. Este primer artículo fija como un frontispicio el fin de la universidad: el “esclarecimiento de los grandes problemas humanos”. Toda la actividad educativa de esa casa nacional de estudios debe, sí o sí y de manera prioritaria, estar encaminada a ese fin social. Nada de lo que acontece a las personas en sociedad le puede ser ajeno, cualquiera sea la cantidad y diversidad de materias que reúna cada una de las facultades que la integran.
Un egresado de la UNCuyo, siguiendo con el ejemplo de las ciencias jurídicas, podrá no conocer reglas de litigios judiciales, normas de un código de fondo, jurisprudencia de los más altos tribunales nacionales e internacionales en temas puntuales, la sofisticación de argumentos doctrinarios, disposiciones del funcionamiento administrativo de tribunales, pero lo que no es admisible, por representar un fracaso institucional estrepitoso, es que el flamante profesional sea incapaz de percibir los problemas sociales que acechan detrás del conflicto en el que le toca participar. Percibir el problema es la condición previa para esclarecerlo como manda el frontispicio estatutario.
No podemos concebir universidades teóricamente dóciles ante la injusticia social, universidades que funcionan como entrenamiento para no advertir las trampas del poder. Con un entrenamiento puramente formal, en el lugar de la enseñanza se termina cultivando la ignorancia, escondida debajo de un montón de datos abigarrados que nublan la razón y los sentidos, una ignorancia ilustrada incapaz de comunicarse con el vecino que habita del otro lado del muro institucional. En materias como Inteligencia Criminal y Crimen Organizado, por ejemplo, o en Criminología, es deber anunciar el primer día de clase que hemos encerrado al zorro en el gallinero. Si queremos esclarecer el problema de la violencia como lo ordena el estatuto fundacional universitario, tenemos que sentar en el banquillo de los acusados a las instituciones del Estado vinculadas a la seguridad pública.
Preocupado por presupuestos y gastos universitarios, el gobierno deja pasar este déficit en la producción y en la cadena de trasmisión de conocimiento. El Presidente se enfurece con los econochantas porque no comparten sus principios económicos, pero no preocuparse por la calidad del conocimiento y su libre circulación hasta los rincones más alejados del país es perpetuar la casta académica con la categoría del univerchanta. El Presidente desdramatiza el lavado de dinero con un blanqueo de capitales, pero promueve el escándalo identificando a la educación pública con el lavado de cerebro.
Si es necesaria alguna prueba más que el “esclarecimiento de los grandes problemas humanos”, la misma norma primera agrega otras tareas de igual trascendencia social. También está obligada la educación nacional superior a contribuir “a la elevación del nivel ético y estético de la sociedad”.
Problemas sociales y ética más estética social inundan de socialización el programa universitario. No se trata de ideologías, responde a la propia naturaleza de la universidad, a su razón de ser. Una comunidad que trabaja el conocimiento para ponerlo al servicio de otra comunidad más grande, la sociedad en pleno, con sus mayorías y minorías.
La fecundidad de este artículo que sobrevivió a varios gobiernos invasivos con la policía del pensamiento nos permite retornar a la escritora surcoreana. Si los universitarios estamos obligados a “elevar el nivel estético de la sociedad”, qué mejor que emular el método de la afamada escritora. No hay mejor manera de presentar un problema que a través de una pregunta adecuadamente puesta en escena, como lo hizo Han Kang ante el mundo al recibir su galardón.
Así, termino estas líneas con un problema representado por un interrogante, apropiándome por un momento del estilo delicado y certero de la escritora surcoreana, y de las recomendaciones de la buena pedagogía. Si para lograr su fin, la educación superior tiene que estar en contacto con la sociedad:
¿A quién se le ocurrió rodearla de rejas?
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