La política tarifaria y energética del macrismo ha provocado un severo perjuicio patrimonial a la Nación, a las 23 provincias y sus economías regionales, a la ciudadanía, a las PyMEs industriales, los comercios, las industrias en general y los pequeños productores agropecuarios. Y lo ha provocado a través de una premeditada campaña fundada en el engaño y con un claro ánimo de lucro usurero. Las ganancias y distribución de dividendos han sido, en este sentido, siderales, abusivas y confiscatorias. Se ha violado el fallo de la Corte Suprema de agosto de 2016 y los más elementales derechos de los usuarios y los consumidores garantizados por nuestra Constitución Nacional.
El sector energético se ha convertido en un negocio lucrativo para las empresas integrantes de un selecto grupo de amigos de Mauricio Macri. Para ello, hubo primero que diseñar tarifas exorbitantes de tal suerte de generar renta usuraria donde no la había y, secundariamente, transferirla desde la demanda hacia la oferta. En pocas palabras, reconvertir la “renta de los argentinos y las argentinas” (excedente social) antes destinada al bienestar individual y colectivo y que permitía consolidar una política de desarrollo con inclusión (mercado interno y distribución del ingreso) en “renta energética usuraria” apropiada por el referido selecto grupo empresario. El instrumento para lograrlo fue la tarifa.
Entre los argumentos engañosos más utilizados para justificar y consumar dicha transferencia, la supuesta necesidad de revertir una supuesta “crisis energética”, generada a su vez por un supuesto derroche del consumo y de los subsidios. Por un lado, el esgrimido “derroche de consumo” es un mito de falsedad absoluta ya que, como se sabe, el consumo de energía de un país se relaciona fuertemente con el desarrollo del mismo. En la Argentina, el crecimiento en la demanda energética estuvo principalmente relacionado con el crecimiento económico y la progresiva movilidad social ascendente, no con el derroche. Por otro lado, sabida es la relación proporcional entre el nivel de industrialización de una nación y los subsidios a la energía. Como sea, con Macri siquiera los subsidios han desaparecido; más bien, se han reconvertido, multiplicándose además en pesos. Esa reconversión implicó un pasaje de subsidios antes destinados a la ciudadanía, a la producción y a la industria, a subsidios financiados por todos estos sectores (“subsidios ciudadanos y productivos”), pero redirigidos a ese mismo grupo empresarial. En síntesis: antes se subsidiaba a los usuarios para que tuvieran tarifas asequibles; ahora se subsidia a los “amigos de la energía” para garantizarles una rentabilidad extraordinaria.
Dicha transferencia estuvo signada por actos de corrupción o negociados VIP, que involucran a empresarios amigos/socios/parientes de Macri, así como al mismísimo presidente. Muchos funcionarios del ex Ministerio de Energía, como de la actual Secretaría de Energía, y autoridades de los entes reguladores presentan insalvables conflictos de interés que violan la Ley de Ética en el Ejercicio de la Función Pública.
Los cuadros tarifarios implementados entre 2016 y 2019 y sus ajustes en igual período, así como los precios del gas en boca de pozo y los combustibles no guardaron ni guardan relación con los ingresos de los millones de hogares argentinos ni con la facturación del sector productivo e industrial, comercial, del pequeño productor agropecuario y de las economías regionales; tampoco, con una economía en desarrollo y que se proponga ser mucho más que un exportador de productos primarios agrícolas y extractivos no renovables (o supermercado de alimentos y bebidas importadas). Se ha llegado a un punto en el que la tarifa y su mecanismo de readecuación son, lisa y llanamente, incompatibles con una ciudadanía que aspire a vivir dignamente, con trabajadores formales con poder adquisitivo, con jóvenes accediendo a su primer empleo, con científicos investigando, con fábricas produciendo y exportando valor agregado con innovación científico tecnológica como sabemos lo pueden hacer las nuestras, con comercios abiertos y funcionando con normalidad, con economías regionales y pequeños productores pujantes agregando valor en el territorio, etc. Son, incluso y paradójicamente, incompatibles entre las propias empresas del sector (endeudamiento de las distribuidoras con las productoras, por ejemplo).
Por otra parte, e igualmente explicativo de la nefasta política energética de Cambiemos, los propios datos oficiales confirman que durante estos últimos cuatro años se produjeron desinversiones récord (o inversiones exiguas), expansiones de las redes de los servicios públicos nulas o entre las más bajas de la historia, paralización de obras y concreción de unas pocas, pero con destino de exportación (como ya ocurrió en los noventa).
El gas entregado y la demanda de electricidad están en mínimos históricos, mientras que la electricidad generada, por debajo de los niveles de 2014. O sea, más tarifa a menores costos operativos y obviamente lucros exorbitantes. La producción de gas que recién se recuperó en 2018 -y mediante los tan vilipendiados subsidios (sobreprecios, en realidad), en un contexto de desregulación total y flexibilización laboral- depende de una sola empresa y una sola concesión. La producción de petróleo, por debajo de la de 2015, la refinación a niveles de 2000 y las importaciones de combustibles batiendo récords históricos, a pesar del desplome del consumo interno. En la misma dirección, la sucesión de problemas en la distribución eléctrica no sólo no han menguado (reaparecen cada vez que la demanda es exigida), sino que han escalado aguas arriba. El colapso del Sistema Argentino de Interconexión ocurrido el 16 de junio del corriente es prueba irrefutable de ello.
El empobrecimiento energético es inédito para las familias, los trabajadores, las empresas, los productores agropecuarios y las economías regionales, pues como el tarifazo padecido no hay parangón en la historia contemporánea. Las ganancias y rentabilidades, la distribución de dividendos, la refinación, la comercialización de combustibles y la prestación de los servicios públicos han sido disociadas del bienestar común y la salud del mercado interno. Peor aún, estos cuatro años evidencian una relación perversa: : mientras más empobrecidos el mercado interno y la población, mejores resultados obtienen algunas compañías energéticas.
Como sea, no se pretende que las empresas dejen de ganar dinero, sino que lo hagan justa y razonablemente, en un contexto social, laboral, productivo, industrial y científico-tecnológico próspero, sustentable y sostenible. En suma, precios de la energía y cuadros tarifarios (el reparto de la renta) justos y razonables para todos. De la producción a la distribución, pasando por los trabajadores del sector y las provincias -todos los eslabones del sistema energético- en justa armonía de intereses, ingresos, ganancias y rentabilidades. Por tanto, la nueva política tarifaria debe apuntar a que productoras, generadoras, transportistas y distribuidoras ganen, pero justa y razonablemente como lo establece nuestro marco normativo de servicios públicos (incluyendo el fallo de la Corte Suprema de 2016). Esto fomentará, por ende, que trabajadores, usuarios y consumidores, provincias y Estado nacional también ganen. La defensa es de toda la cadena de valor de la energía, porque tener empresas enriquecidas con usuarios quebrados es tan inviable como empresas quebradas con usuarios enriquecidos.
La relación patológica y perversa entre empresas energéticas cada vez más ricas a expensas de un pueblo cada vez más pobre, desindustrialización y desarraigo sin fin y servicios públicos cada vez más precarios, ha sido exacerbada por la dolarización de los precios de la energía y de las tarifas. La República Argentina produce más del 85% del gas natural que consume, se autoabastece en sus necesidades de petróleo (100%) y en cerca del 90% en materia de combustibles. Por cierto, este último, porcentaje podría haber escalado al 100% de haberse planificado infraestructura nueva a partir de 2016 conforme a los aumentos proyectados (y registrados) en la producción de petróleo refinable. Como sea, pagar la energía al mismo precio que la pagan los países que la importan toda o casi toda, es insostenible y un verdadero atentado a la seguridad jurídica ciudadana y el desarrollo sustentable de la Argentina; tampoco podemos pagar servicios públicos indexados a una moneda extranjera y de acuerdo a los dictámenes del FMI. Eso no ocurre ni ha ocurrido en ningún país industrializado del mundo.
En Gran Bretaña, España, Estados Unidos, Australia, Chile, etc, se verifica una tendencia a la revisión y reducción de las ganancias y rentabilidades de las empresas de servicios públicos. Ha habido una ola energética neoliberal en buena parte del mundo, donde los negociados VIP (en connivencia y con participación del Ejecutivo de turno), la extranjerización de la energía, la penetración de fondos de inversión y, con ellos, la mercantilización del sector, estuvieron a la orden del día. De allí que en los países mencionados se esté avanzando, mediante explícitos objetivos de defensa del ingreso, del bienestar y la calidad de vida de las personas, así como la viabilidad nacional económica e industrial, en una profunda revisión tarifaria sustentada en mayores y mejores regulaciones y controles, en simultáneo con reducciones a las rentabilidades empresarias.
Resulta imperativo terminar con la estafa energética de Cambiemos y revertir la pesada herencia energética a ser recibida en diciembre. Energía en dólares con usuarios y consumidores en pesos, cuyos ingresos han mermado progresivamente hasta el límite mismo de la supervivencia, condujeron al país al colapso. Es preciso retomar una senda de racionalidad: rebalanceo de los precios relativos de la economía para apostar al mercado interno y al consumo popular para volver a crecer y a exportar valor agregado. Y en este proceso, la energía, en todas sus manifestaciones: electricidad, gas, combustibles, transporte público, etc., debe ser necesariamente el principal motor de un nuevo ciclo de desarrollo social y económico.
Una nueva política energética nacional deberá fundamentarse en una conceptualización de la Energía como la entienden y ejecutan las naciones industrializadas y con mayor nivel de desarrollo humano del mundo. Como derecho social, promotora de derechos humanos y combustible esencial para el normal funcionamiento de la economía, la industria y la producción, con el Estado nacional y provinciales como actores fundamentales del sector. De ninguna manera significa ello desaprovechar nuestros recursos estratégicos -como por ejemplo son los hidrocarburos no convencionales- en calidad de super plataforma generadora de divisas. Por el contrario, es indispensable encontrar una síntesis de precios, remuneraciones y fondos compensadores que permitan potenciar producción doméstica y exportaciones por igual, preservando siempre el abastecimiento de un mercado sano (en expansión), la terminación de la infraestructura pendiente y la cobertura de la demanda insatisfecha; que permitan, asimismo, dotar a nuestros recursos y riquezas de los mayores niveles de industrialización posible, empleando parte de la renta generada en el desenvolvimiento de nuevas y paralelas actividades económicas regionales.
Los precios de la energía y las tarifas de los servicios públicos deberán realinearse a ingresos y costos argentinos allí donde se pueda -para lo cual se requiere un profundo “sinceramiento de costos”-, fijándose en moneda nacional y rigiéndose por una progresiva accesibilidad y asequibilidad, así como justicia y razonabilidad para todos los eslabones de la cadena de valor. Solo de esta forma se consigue un sistema energético devenido en herramienta clave para el desenvolvimiento de las personas y la progresiva mejora de su calidad de vida; para un mercado interno saludable y pujante, para un desarrollo económico con equidad social que paralelamente preserve y fomente más y mejor empleo, modernizando el aparato productivo e industrial y las economías regionales, y dotándolo de progresiva competitividad y capacidad de crecimiento, eficiencia y capacidad de supervivencia en un comercio internacional de renovada hostilidad y complejidad.
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