Una grave crisis de gobernabilidad
Un gobierno desgastado cuyos fuegos de artificio ya no surten efecto
El 14 de junio Federico Sturzenegger, Lucas Llach, Damián Reidel y otros fueron eyectados del Banco Central mientras el tipo de cambio mayorista perforaba los 28 pesos por dólar. Esa misma tarde el Gobierno Nacional firmó la designación del representante del tesoro como nuevo Presidente de la institución rectora en materia monetaria, en un acto político que el mercado —a priori— tomó favorablemente. Quienes se dedican a reproducir opiniones sobre el mundillo de la City dijeron que el saliente era un académico que no había podido controlar la crisis cambiaria, pero el entrante tenía la destreza del trader. Sin embargo, ni el que salió ni el que entró pueden hacer mucho frente a una situación cuya gravedad mutó en crisis política. El Presidente de la Nación tardó tanto tiempo en desplazar al ferviente militante del PRO (quién tenía en su escritorio informes y documentos de trabajo en los que se le advertía del rumbo que tomaría el mercado financiero frente al desaguisado de las LEBACs y la irresponsable desregulación llevada a cabo desde la Presidencia del Directorio), que el recambio de figuritas en el BCRA ni siquiera tuvo la fuerza de los fuegos de artificio frente a un mercado financiero empachado de maniobras especulativas y a banqueros que tienen al gobierno y a gran parte del poder político agarrado en un puño.
Luis Caputo asumió en el BCRA bajo su doble condición de tesorero y banquero central. Con una pata en cada lado, inaugura una inédita configuración de la independencia del Central, que a futuro podría generar severos riesgos jurídicos en alguno de los litigios que aún quedan abiertos en contra de nuestro país en tribunales del exterior. Sin embargo, mirado con mayor detalle, su ubicación como tesorero/centralista significa que además de tener los dos pies en el plato, el flamante offshorero también tiene las dos manos en la masa: maneja los hilos de la regulación, activa los mecanismos de financiamiento público del Estado Nacional y canaliza las exigencias del sistema financiero en cuestiones regulatorias; y lo hace todo al mismo tiempo. Pero cuidado. No es ningún primus ínter pares. Se trata de un perfecto títere del poder financiero global, quién a pesar de pretender emular algún grado de conciliación entre los intereses del mercado y los del país, funge como transa más que como bonapartista financiero en tiempos de crisis.
Por eso las medidas que tomó sirvieron de poco para calmar a las fieras, apenas una semana y dos días. Entre el 18 y el 26 de junio el mercado cambiario daba señales de acompañar y apagar el fuego de la crisis; pero el 27, en medio de un escenario internacional adverso, se reactivaron todas las señales de inestabilidad financiera. El 28 la mesa del tesoro/central intentó controlar la manada dolarizadora pero no pudo. Rápidamente se agotaron los cartuchos y el offshorero, en su condición de tesorero/centralista, decidió aumentar en 50 millones más las subastas de dólares del FMI. El viernes volvieron a quemar cartuchos, es decir a despilfarrar reservas internacionales. Durante las primeras horas de la mañana se operaron unos 70 millones de dólares pero el precio no paró de subir. Luego de la subasta de dólares del tesoro/central, realizada a precio subsidiado, la mesa de operaciones tuvo que poner otros 300 millones adicionales. Sin embargo no lograron contener al mercado que rápidamente tomó un volumen mayorista cercano a los 1000 millones. El grueso de las operaciones se concentró pasado el mediodía. El cierre de la jornada arrojó un dólar mayorista nuevamente arriba de los 28 pesos, mientras que el minorista en pizarras escaló hasta los 29.40 Banco Nación - 29.90 bancos privados. En la cabeza de cualquier ciudadano de este país, un dólar = 30 mangos, que no es otra cosa más que el modo en que los mercados le demuestran a la clase media que no hay un derecho natural a comprar dólares. Las condiciones jurídicas y sociales de acceso al billete están fuertemente condicionadas por la manera en que el poder económico maneja los destinos del país.
Retomando algunos términos vertidos en actos públicos con el mayor rigor científico, “veníamos bien” pero “pasaron algunas cosas” que nos alejan del “crecimiento infinito” que le esperaría a nuestro país; palabras textuales del mandatario. Según un matutino financiero del día viernes, algún funcionario consultado habló de “viento en contra” y hasta de “estar meados por elefantes”. Nada de esto explica la magnitud de la crisis, como tampoco que nuestro país sea el que más sufre el impacto de la aversión al riesgo que genera un escenario internacional en el que los bloques de poder tradicional están en pleno proceso de reconfiguración. (Alemania en el camino de una crisis política, Francia sumidas en protestas masivas en las que se reclama la vuelta de un modelo de estado enfocado en recuperar la noción de servicios públicos, Estados Unidos cerrando fronteras y abriendo guerra comercial con China, Gran Bretaña en pleno Brexit, México a punto de recibir a AMLO a quién muchos le temen en la región.) Mientras tanto, quienes están al mando de los destinos de nuestro país esbozan que abriéndonos al mundo vamos a ser imparables. No entender las reconfiguraciones en el plano geopolítico nos deja en un estado de indefensión y desnudez frente al poder económico global y en el centro de una crisis de poder que se vuelve cada día más visible.
En medio de la jornada y a una semana de haber ingresado en el indicador de emergentes, las acciones argentinas en Wall Street cayeron un 12% (al igual que el viernes pasado), mientras que el mercado de capitales local sufrió una retracción de 4%. El ingreso de lleno a la nueva fase de la crisis parece estar descontado en el precio de los activos. El mercado sabe que el escenario recesivo formalmente inaugurado con la suscripción de los acuerdos con el FMI elimina cualquier ensayo de crecimiento económico. También sabe que la solución frente a la sangría de divisas es un torniquete en el frente financiero que atacaría de lleno sus intereses especulativos. El gobierno tiene claro que las medidas que debe adoptar si quiere salir de la crisis lo enfrentan directamente con sus alianzas dentro del poder económico. Para atenuar parte del impacto en precios de la devaluación, tiene que frenar los reclamos de las empresas energéticas que presionan por ajustar el precio del petróleo al nivel del precio internacional, mientras el gobierno sabe que aceptar esas presiones lo lleva a trasladar mayor impacto inflacionario al bolsillo de la clase media. Los esfuerzos por lograr compromisos de liquidación con el agro se desvanecen, porque ni bien se desliza la palabra “retenciones” asoman los tractores amenazando con no liquidar un sólo centavo de dólar. Si el gobierno quisiera fijar valores diferenciales de tipo de cambio, según la clase de bienes e insumos a financiar (un dólar preferencial para la industria, un dólar más caro para bienes de lujo, otro para turismo y atesoramiento, etc.), encontraría una resistencia directa en los principales beneficiarios del modelo. Frente a la avaricia de estos sectores, el gobierno es incapaz de desplegar armas políticas que le permitan construir el consenso necesario para seguir adelante.
Raymond Geuss, profesor de filosofía de la Universidad de Cambridge, ofrece una definición muy precisa acerca del sentido de la acción política: “Consiste en conseguir que se hagan cosas cuando la gente no está de acuerdo”. El campo no está de acuerdo en liquidar y la empresas energéticas no están de acuerdo en aceptar un pacto tarifario, los banqueros no están de acuerdo en limitar la fuga de divisas ni la compra de dólares, la clase media no está de acuerdo en seguir pagando tarifas disparatas, tampoco está de acuerdo en perder más poder adquisitivo del que ya perdió y los sectores populares, tampoco están de acuerdo en pagar las consecuencias de la crisis ni en sufrir la represión en las calles. El gobierno tiene que administrar todos estos planos del conflicto social pero no encuentra las herramientas políticas para lograrlo, porque a la vez tiene que aplicar un feroz ajuste que vuelve inviable su proyecto. La crisis cambiaria es entonces una crisis de gobernabilidad, no sólo porque el acuerdo con el FMI no alcanza para resolver los problemas de financiamiento e inversión que el país necesita encarar de cara al futuro, sino porque las herramientas políticas para conciliar intereses en pugna se van agotando en medio de una recesión provocada por una administración de la política monetaria completamente equivocada. El gobierno pierde fuerza para cumplir con las condiciones del ajuste que se le pide.
Por estos motivos varios informes de bancos de inversión, entre ellos JP Morgan, vienen recortando el valor de los principales activos del país; ven que la situación financiera y fiscal es cada vez más grave. Ven también que el manejo de la inflación es un aspecto que el gobierno no logró controlar, a pesar de haber comprometido unos 33 mil millones de dólares a un tipo de cambio de 30 pesos en letras del banco central, cuyo desarme se intenta realizar a costa de sustituir encaje por títulos del tesoro. (Esto y no otra cosa significa que los bancos podrán recibir remuneración por los encajes.) Estos bancos conocen de primera mano una de las peores costumbres de nuestro sistema financiero: sus prácticas corruptoras y colusivas, todas realizadas a costa del ahorro de los depositantes. En tiempos en que la puerta giratoria entre mercados y Estado funciona sin disimulo, algunas entidades continúan jugando el partido que mejor conocen, especular con plata ajena mientras presionan al gobierno cuyo capital político se desgasta a paso agigantado. Saben que su reaseguro es el aviso a tiempo que sus CEOs —que hoy están sentados en lugares claves de decisión de las políticas públicas— realizarán vía Whatsapp, en el momento previo a que la crisis impacte de lleno en el corazón de los bancos. En el ínterin también saben que en el Banco Central nadie ejerce la vigilancia financiera.
Los meses próximos serán decisivos para definir si el gobierno recupera un sendero de salida a las imposiciones que le marca el ritmo de la crisis, pero también decisivos para el campo popular cuya organización y debates son un camino posible y alternativo para hacer frente a las consecuencias sociales que generan las recetas neoliberales.
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