Una ética más moderna que nunca
Con la Ética de Spinoza, Israel podría avanzar hacia un Estado genuinamente democrático
Leí por primera vez la Ética de Spinoza a los 13 años. Naturalmente, en la escuela estudiábamos la Biblia, un texto que, en mi opinión, es también enteramente filosófico. Pero la lectura de Spinoza me abrió una nueva dimensión del pensamiento. Aún hoy suelo entregarme a ella. Su axioma más simple, “el hombre piensa”, constituye para mí un leitmotiv existencial. Mi ejemplar de la Ética está manoseado, muy gastado. Me acompañó durante muchos años en viajes, cuartos de hotel o pausas entre conciertos.
La Ética es la mejor escuela del intelecto, porque Spinoza enseña, como casi ningún otro filósofo, la libertad radical del pensamiento. Únicamente un hombre que reflexiona y se interesa por todas las consecuencias es capaz de encontrar alguna forma de felicidad. Comprenderlo representa para mí un cierto modo de autoanálisis prefreudiano. Spinoza me ayuda a verme desde afuera, como alguien ajeno a mí mismo. Aun en los momentos de mayor sufrimiento, la vida se torna soportable y el mundo alcanza, con la sabiduría de la Ética, una dimensión digna de ser vivida.
El gran Voltaire acusó una vez a Spinoza de abusar de la metafísica. ¿Pero no es precisamente la incondicionalidad de la metafísica lo que resulta hoy más importante que nunca? En una época en que involuntariamente ejercemos una censura sobre nuestras ideas a través de los sistemas políticos, las obligaciones sociales, los códigos morales y la corrección política, ¿no se ha vuelto la libertad ilimitada del pensamiento la más grande y preciosa de las libertades?
Spinoza no permitió que nada lo limitara: ningún sistema religioso o político, ninguna concepción moral. Y sufrió el ideal del pensamiento libre. Difícilmente se encontrará otro filósofo que haya sido tan perseguido como él. Se lo injurió y denostó como “judío blasfemo” y fue proscripto en la sinagoga y en las instituciones de enseñanza. Sus discípulos profesaban secretamente su doctrina. Y cuando el príncipe elector Karl Ludwig invitó al pobre y solitario filósofo a dictar clases en la Universidad de Heidelberg, recibió una respuesta negativa: Spinoza no podía garantizar que sus ideas excluyeran una “subversión de la religión establecida”. El filósofo prefería la vida retirada y modesta que le confería una carrera civil y plebeya.
Spinoza no tenía particular interés en la música. Sin embargo, su lógica determinó parcialmente mi acceso a la música. Mi padre, que había estudiado filosofía, fue el primero que me hizo conocer a Spinoza. También me aconsejó que abordara las partituras de manera filosófica y racional. Debo decir aquí que uno de los postulados centrales de Spinoza –no desvincular la razón de la emoción– se ha convertido en mi forma fundamental de ir al encuentro de la música. Estoy convencido de que sólo se puede ganar intimidad con un pensamiento o una obra musical si se explora a fondo la estructura lógica por un lado, y, por el otro, el contenido emocional.
Recuerdo ahora la última conversación que mantuve con el magnífico director Otto Klemperer. Hablábamos sobre Spinoza y él me dijo: “La Ética de Spinoza es el libro más importante jamás escrito”. Se sabe que Klemperer era judío. A los 22 años se convirtió al cristianismo, porque pensaba que sólo podría dirigir la Pasión según San Mateo, de Bach, si era cristiano. Varias décadas más tarde, después de la guerra –Klemperer era ya anciano–, se convirtió nuevamente al judaísmo. Y alegaba como motivo de la conversión la Ética de Spinoza.
Las preguntas por la ética y la moral judía y el interrogante “¿qué es lo judío?” se formularon durante mucho tiempo desde la perspectiva de una minoría. Las grandes teorías y manifiestos sirvieron para salvar los 2.000 años de existencia de un pueblo en cuanto minoría. En esa época, los judíos estaban a veces integrados en la vida social y a veces eran, en cambio, perseguidos despiadadamente, como en la Inquisición española o en la tiranía de Adolf Hitler. Lo excepcional de Spinoza es que, pese a la persecución, la injuria y la proscripción, nunca situó su filosofía bajo la premisa de la minoría. Es por eso que hoy, cuando el pueblo judío tiene un Estado y no es ya una minoría, su filosofía parece tan moderna. La Ética de Spinoza puede funcionar todavía como un código para instaurar la unidad intelectual y moral de los judíos.
Cuando, en 1948, el pueblo judío consolidó un Estado, la minoría se transformó en una nación. Esta transición se resolvió orgánicamente en distintos niveles. Pero 19 años después los judíos de Israel se encontraban ante un nuevo desafío: la minoría anterior ejercía súbitamente el control sobre otra minoría, los palestinos. Hasta hoy, esa segunda transición no pudo ser superada. Agregaría, incluso, que ni siquiera ha comenzado correctamente. Son hasta hoy muchos los judíos en Israel que no exhiben un genuino patriotismo, que implicaría la preocupación por todos los seres humanos que habitan en Israel, sino que, por el contrario, cultivan un nacionalismo infantil. Spinoza enunció una vez la siguiente definición: “La verdadera finalidad del Estado es la libertad”. Me pregunto hasta dónde llegó Israel con respecto al Estado, por un lado, y hasta dónde con respecto a la libertad, por el otro.
Spinoza habla de la igualdad de los seres humanos; una forma de vida con opresores y oprimidos le es totalmente ajena. La democracia israelí no ha resuelto aún la pregunta por ese Estado en el que las minorías son oprimidas y la libertad de todos rige como imperativo supremo. Vivimos en una democracia ambigua.
Estoy convencido de que, antes de resolver el conflicto en Medio Oriente, los judíos de Israel deben definirse muy seriamente en términos morales y éticos. Para mostrar que esto no ha ocurrido todavía basta un ejemplo del humor judío. El humor de una minoría es valiente. Un judío que, cuando un oficial de la Gestapo en el gueto de Varsovia le arroja a los pies un pedazo de pan viejo, dice: “Eso es bueno para un no judío”, muestra coraje civil. Si hoy, en cambio, un judío le arroja a un palestino un pedazo de pan duro en Ramallah y pronuncia la misma frase –“eso es bueno para un no judío”– ya no es valiente, sino primitivo e inhumano.
En los años ‘50, el espíritu de Spinoza habitaba todavía en Jerusalén; la ciudad era el centro de la intelectualidad judía. Martin Buber y Max Brod enseñaban allí. En esa época, yo vivía en Tel Aviv. Éramos más pragmáticos: levantamos y organizamos el país, teníamos esperanza, entusiasmo.
La Universidad Hebrea de Jerusalén proveía el sustrato intelectual. Mientras tanto, sin embargo, el judaísmo secular de Jerusalén comenzó a emigrar y los judíos ortodoxos determinaron el clima intelectual. Jerusalén perdió la tradición de Spinoza. Es precisamente esta tradición la que resulta imprescindible recuperar para que se produzca algún progreso en el conflicto de Medio Oriente.
Spinoza padeció dos fenómenos que aún aparecen latentes en la actualidad. Por un lado, en su condición de judío, fue expulsado de la comunidad judía. Por el otro, se transformó en la víctima de los antisemitas demagógicos. Una reciente encuesta realizada en Alemania arrojó el aterrador resultado de que una gran parte de los alemanes cree que los judíos representan la mayor amenaza a la paz mundial. Se diluye aquí una línea divisoria esencial: la crítica del Estado de Israel y el antisemitismo; la primera se convierte en la excusa del segundo. El caso Hohmann ha mostrado claramente la vulneración de ese límite.
Existen, desde luego, críticas legítimas al gobierno israelí, y yo mismo las he formulado frecuentemente y con vehemencia. Pero poner esta discusión al servicio del resentimiento antisemita puede resultar fatal.
El antisemitismo no puede derivarse de cuestiones históricas, políticas, ni siquiera filosóficas. El antisemitismo es una enfermedad. Con todo, resulta significativo que las ideas de Spinoza hayan influido en aquello que hoy consideramos la filosofía típicamente alemana: Feuerbach, Wagner y Nietzsche. ¿Cómo pudo, por ejemplo, Richard Wagner ser antisemita con el pensamiento de Spinoza? Indudablemente, una cierta dosis de antisemitismo pertenecía al perfil de un nacionalista alemán del siglo XIX. Pero, ¿por qué lo declamaba Wagner con tan extraordinaria pasión? No podía remitirse aquí a su padre espiritual, el heredero de Spinoza, Feuerbach. El antisemitismo de Wagner tenía, como cualquier forma de odio a los judíos, un fundamento irracional: era demasiado parecido a sus enemigos, los judíos Meyerbeer y Heinrich Heine. Y es aquí, en el anhelo de pertenecer a los elegidos, donde reside la peligrosa separación entre el espíritu lógico y los motivos privados. Una vez más: el antisemitismo no deriva de cuestiones filosóficas. Es una enfermedad a la que no combatimos todavía lo suficiente.
La lectura de la Ética de Spinoza torna esto aún más transparente. Es, en la actualidad, más moderna que nunca. Por un lado, porque puede propiciar en el lector una cierta catarsis, estimular un pensamiento lógico y libre. Por otro, porque ofrece ideas decisivas para la convivencia colectiva. Con la Ética de Spinoza, Israel podría avanzar hacia un Estado genuinamente democrático, y cada comunidad encontraría en ella los principios necesarios para definir sus valores morales.
* Transcripto por Axel Bruggeman. Traducción: Pablo Gianera. Publicado por Lobo Suelto.
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