Una escritura mestiza
Cuentos breves y asombrosos de Alejandra Kamiya en el pico más alto de su arte
A mediados del siglo XIX se publicó una novela con un indio tallando su ataúd en las primeras páginas y ese mismo féretro emergiendo para salvar la vida del protagonista en las últimas. También había una ballena, blanca para más datos. Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien aguarda. Hasta una cueca utiliza procedimiento de la duplicación en un mismo tiempo. En otro extremo, el de la síntesis, el microrrelato de Monterroso que confunde dinosaurio por haiku. Viejo, por cierto, como el tiempo mismo. La clave tampoco está en qué ocurre en el medio, si puede ser o no trascendente. El tema es cómo se cuenta. Ahí es donde late la literatura. Sin esa escritura, no es nada.
Por el ripio, cuesta arriba, el largo camino en pos de la palabra ofrece múltiples recursos disfrazados de escollos. La retórica provee algunos, los más evidentes. Otros proceden de parajes insólitos, como la topología, rama de las matemáticas que prescinde de los significados. Allí es factible situar el mentado juego con el tiempo cuando va y viene sobre sí mismo para formar una Banda de Moebius que, a los efectos de la mera poética, tampoco importa. Algo muy distinto es escribir: “El tiempo le había erosionado las puntas y la había redondeado por dentro, podía aceptar sin entender y rodar con suavidad sobre los hechos”. Propone, ergo, lugares alternativos llenos y vacíos, en forma alterna; o mejor: “Una presencia tiene un espacio limitado. La ausencia, en cambio, lo ocupa todo”. La escena que se va componiendo encierra un manojo de acciones y al mismo tiempo, ninguna – asunto debatible. En la práctica efectiva, desata acción: “Tocó el interruptor de la luz y miró el pasillo, las puertas iguales y equidistantes, mudas como bocas cerradas, ciegas como ojos blancos, falsas e infranqueables como la sonrisa de un muerto”. Ebullición comparativa destinada a que pase de todo cuando no pasa nada y viceversa: una bella proeza.
Concentrada, tanta grandeza en el lenguaje sucede apenas en las tres primeras páginas de La paciencia del agua sobre cada piedra, el más reciente —y logrado— libro de cuentos de Alejandra Kamiya (Buenos Aires, 1966); fiel adelanto de lo que llega después, en las quince historias restantes. En diversas situaciones el estilo persevera, ampliándose merced a la rara donación que el lenguaje le cede a la autora para que las palabras vayan hacia ella y allí, en su cuerpo, hallen sus formas. Por momentos el relato se aproxima a desfiladeros ríspidos, cuando no a precipicios de endebles veredas. Kamiya se mantiene firme y sigue avanzando; esquiva la facilonga hipérbole que exagera la metáfora y salta ágil por encima del animismo ofertando su magia barata a fin de suavizar cualquier contratiempo. Deposita confianza, dominio y maestría en la prosopopeya, figurita difícil pero eficaz al instante de otorgar cualidades a objetos terráqueos o celestes para el vulgo inanimados. Como lo obvio o la negación: “Un detalle es una pequeña parte, me repito, y es sólo la cercanía lo que lo agranda como una lente malvada. Una parte no es el todo. Una flecha de hoy es una flecha y mi madre no es la flecha, sino la mano que ha quitado otras flechas antes. Mi madre no es solo una flecha y yo no soy solo una herida que arde en mi costado”.
Buena parte, no todos los personajes, como la escritora misma, tienen una ventaja: dios está de su lado. Que no, desde ya, el dios de los templos. La autora lo hace idéntico al miedo, ya desde la primera página; desaforado, no tiene medida. Ser único que ocupa “ese lugar perfecto de no deseo”. Lo que deja en plena libertad a los personajes con sus historias, qué joder. Permite asimismo el ejercicio de una primera persona mutante en sucesivos cuerpos, por lo general, femeninos. Sin quedar poseída por nada que no sean las palabras y, entre todas, las selectas. Conviven con un simio, conversan con otros perros “hechos de memoria, o tal vez de una memoria única que las abarca a todas”; descubren la fórmula para escaparle a la repetición, buscándola. Participan de un novelón campero, de un piscolabis elegante, de un dúo que ameniza la hora del té en un hotel de Palermo, cuyos elementos humanos e inanimados vuelven a colarse en otros capítulos en un alarde de autonomía verdaderamente libertaria.
En las cinco últimas historias, ya en confianza con el lector, Kamiya permite una creciente proximidad con escenografías intimistas, para lo cual refuerza el filigranado de las frases y la capacidad sintética de las prosopopeyas. Expone a tal fin la raigambre japonesa de sus ancestros por línea paterna, emergiendo en forma paulatina a través de pinceladas caligráficas; a veces gruesas, a veces casi imperceptibles, regulan la tensión dramática. Adjudicar su escritura única a un caduco japonismo decimonónico implica ignorar el carácter mestizo, latinoamericano de su singular estilo. Aunque en su auxilio conjure grullas (que son cigüeñas), elefantes bañistas, invisibles kurokos ordenadores de la tramoya del mundo, rudos estibadores, seres acaso más idóneos que la misma autora en tareas ingratas para hijas mujeres, como sepultar a la madre. Parte de la vida, mate y bizcochitos de grasa al desayuno, al fin y al cabo, premisa presente a lo largo, lo ancho y en el profundo volumen de La paciencia del agua sobre cada piedra, la escritura de Alejandra Kamiya compone un diáfano despliegue de belleza sin parangón en las letras rioplatenses. Ante tal panorama, el color local se disuelve. Trama, agilidad y escritura se entretejen en cuerpos sólidos que vuelven a recuperar sus hebras para retornar y relanzarse.
FICHA TÉCNICA
La paciencia del agua sobre cada piedra
Alejandra Kamiya
Buenos Aires, 2023
128 páginas
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