UNA CRÓNICA DE BRASIL
Lo de Bolsonaro no es una casualidad, sino el emergente de la agudización de la lucha de clases
Las derechas autoritarias han ganado espacio en el paisaje político de lo que se conoce como Occidente, y han ganado elecciones en países de desarrollo tan disímil como Estados Unidos y la Argentina. Han sido decisivas las nuevas tecnologías que con su alcance han hecho posible la manipulación de conciencias en gran escala, y en algunos casos las iglesias evangélicas pentecostales. Sin embargo ninguno de estos factores explica por sí el fenómeno y menos todavía sus características y consecuencias en cada país. Por ejemplo, las libertades y garantías liberales que el macrismo ha intentado pero no ha podido eliminar completamente en tres años, fueron borradas de un plumazo en Brasil.
Es en el proceso histórico donde hay que buscar elementos para una comprensión más acabada. La afirmación de que la historia no se repite es una de esas verdades a medias, que oscilan entre la perogrullada y la falacia. La historia no se repite literalmente, pero eso no quiere decir que no existan regularidades que rigen en el largo plazo la conformación, el funcionamiento y el desarrollo de cada modo de producción y formación social.
Hasta el año 1800 los requerimientos de fuerza de trabajo habían generado en Brasil la incorporación de aproximadamente 2,25 millones de negros procedentes de África. En los 50 años siguientes, para abastecer a los fundos azucareros del nordeste y especialmente a los cafetaleros en expansión cercanos a Río de Janeiro se importaron 1,35 millones más, aproximadamente el 38% de todos los esclavos importados entre 1600 y 1800.
Esa formación esclavista sufrió una influencia decisiva por parte del capitalismo que se expandía en los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, dado que bajo la esclavitud las relaciones de producción, la organización social, la técnica de las fuerzas productivas y las estructuras de apropiación económica y dominación política tienen características cualitativamente distintas a las de cualquier formación capitalista, el tránsito de las colonias esclavistas hacia el capitalismo exhibe singularidades más relacionadas con esa condición que con los tipos de vínculos entre las colonias y las metrópolis. Brasil no fue una excepción.
La herencia de aquel pasado se aprecia tanto en lacerantes desigualdades socioeconómicas, inseparables de los prejuicios étnicos y sexuales, como en el contraste entre una aparente normalidad institucional y una despiadada violencia para-institucional; constantes en la historia moderna de Brasil, en cuya sociedad se destaca hasta hoy una honda fisura entre élites oligárquicas y un pueblo predominantemente ignorante. Y no porque no haya habido procesos que rechazaron y revirtieron parcialmente este estado de cosas, el último de los cuales ha sido el liderado por Lula. En virtud de que los sectores populares hacen la historia pero no son los que la escriben, es poco conocido que en el Brasil decimonónico hubo rebeliones y levantamientos populares, que entre 1813 y 1849 tuvieron lugar en gran parte del territorio (1). Fueron movimientos cuyas limitaciones concretas impedían una articulación en escala nacional: con la privación de todos los derechos, sometidos a una disciplina de un rigor inhumano en un contexto de aislamiento en las grandes propiedades rurales —un medio que les era extraño—, los esclavos brasileños, a pesar de su considerable cantidad, carecían de los elementos que les hubieran permitido constituirse en factores de peso en el escenario político nacional.
Una nueva etapa se inició con el desembarco capitalista. Pero el predominio del modo de producción esclavista hasta el momento mismo de la transición planteó una situación particular: no se trataba aquí de expropiar a una Iglesia feudal ni a comunidades campesinas y originarias, pues tales instancias no existían como obstáculo. El proceso de acumulación originaria consistió en liberar el capital comercial involucrado en el tráfico de esclavos y convertir a los esclavos en población libre, y dejó una marca social indeleble.
Como en el resto de la región, el capitalismo brasileño tuvo un desenvolvimiento oligárquico-dependiente, con un núcleo que se destacó tempranamente, constituido por el área cafetalera paulista que —no por casualidad— habría de ser el eje del posterior desarrollo industrial. En una primera etapa, la expansión se benefició con la disponibilidad de mano de obra barata proveniente de Minas Gerais, y alrededor de 1850 mediante colonias de población europea, especialmente alemanas, insertas en una red en la que predominaban las relaciones precapitalistas; en este período los resultados fueron magros. En una segunda fase se quebró la tendencia: ante la imposibilidad de importar mano de obra barata para la expansión, el gobierno promovió y financió un importante flujo migratorio de origen europeo y exigió el pago del salario en moneda y condiciones de vida capaces de atraer poblaciones de aquella procedencia; estas transformaciones sociales fueron la clave para una rápida urbanización del altiplano paulista, la formación de un mercado interno en esa región y su posterior desarrollo. Es decir que el mayor o menor grado de desarrollo no dependía de pautas culturales de los inmigrantes, ni del carácter templado o tropical de la producción agrícola, sino de la índole del cuerpo social en el que estos factores se insertaron. El núcleo capitalista en formación era equiparable al de nuestra zona rioplatense, pero con una diferencia: la presencia dominante de condiciones precapitalistas de producción en el resto del país repercutió en el desarrollo de la propia zona paulista, donde indujo una tendencia histórica de salarios bajos.
Ya en el siglo pasado, la revolución democrático-burguesa, que en Suramérica habrían de liderar los movimientos nacional-populares, iba a tener como prioridad la transformación de la modalidad reaccionaria del capitalismo en una modalidad democrático-progresista.
Aunque en la década de los '50 el varguismo estuvo cerca, no logró establecer las condiciones para un desarrollo nacional autónomo, como mostró Celso Furtado (2). A partir de 1964 se impuso una nueva modalidad de asociación con el capital extranjero mediante el empleo de una brutal coacción, una de cuyas expresiones se dio en una fuerte caída del salario mínimo real en el centro industrial más dinámico del país, Sao Paulo, en el período de apogeo del llamado milagro brasileño. La experiencia dictatorial significó una reversión del proceso de sustitución de importaciones, aunque con una particularidad: la estrategia de las multinacionales reservaba en esa época un papel especial a los países de gran extensión territorial, población numerosa y régimen político seguro, como Brasil, Indonesia o Irán, entre otros. Funcionaban como un trampolín industrial que ligaba al centro altamente industrializado con la periferia atrasada. Se les asignaban ciertas líneas de producción que requerían mano de obra barata o recursos naturales y quedaban subordinadas a los servicios del capital y al know how tecnológico de las economías adelantadas. Esta especificidad de Brasil explica su conversión en punta de lanza del imperialismo en todos los órdenes: económico, político, militar e ideológico. Situación que generó la tesis del “sub-imperialismo” que Ruy Mauro Marini propuso en su libro Dialéctica de la dependencia.
El régimen militar terminó en una transición distinta a la nuestra. Allí las Fuerzas Armadas se mantuvieron como garantes no sólo ante una eventual agresión extranjera: se reservaron también el rol de vigilantes del orden político interno, para lo cual establecieron fuertes condicionamientos en el texto constitucional aprobado en 1988. Así se explican graves consecuencias como la imposibilidad de juzgar los crímenes de la dictadura, la persistencia de una ideología del orden impuesto a sangre y fuego y las presiones militares contra una eventual decisión judicial de liberar a Lula, que pusieron en evidencia el carácter político de su detención-proscripción.
Por otra parte, para los monopolios no han desaparecido los fundamentos principales de la situación que teorizó Marini: si antes el peligro eran la URSS y el comunismo, ahora son China y el populismo, razón por la cual a partir del golpe que destituyó a Dilma Rousseff, que formó parte de la estrategia continental de Washington, se desvalorizó la obsecuencia de Macri hacia el gobierno norteamericano y quedaron debilitadas su aspiración de ser el regente regional y su posición ante los custodios de la usura internacional en la que hundió al país. De consumarse su triunfo el 28 de octubre, Bolsonaro podría convertirse en delegado de la militarización de la política financiera y económica de los EE.UU. (Mónica Peralta Ramos dixit).
El trayecto histórico que hemos recorrido sucintamente sugiere que el reciente pronunciamiento del pueblo brasileño en las urnas no es más sorprendente que el que en su momento llevó a Lula a la presidencia. Pero ni Lula fue producto del azar ni Bolsonaro de una fatalidad, ambos son emergentes de la agudización de la lucha de clases en una sociedad que no ha superado ni su condición de país dependiente ni sus injusticias ancestrales. Así, es difícil de exagerar la potencial peligrosidad de Bolsonaro: si el ataque de Macri a la sociedad argentina está produciendo efectos devastadores, ¿cuánto daño podría hacer un régimen probablemente más violento en una sociedad menos consciente de sus derechos y menos organizada para defenderlos? ¿Y cuánto los dos juntos a la región?
- (1) Caio Prado Junior, Evolución política del Brasil, 1964.
- (2) Celso Furtado, Dialéctica del desarrollo, FCE, 2ª. reimpresión, 1974.
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