UNA CANCIÓN PARA EMPEZAR
Marco cuatro y cantamos juntos, ¿les parece bien?
No sé qué les pasa hoy a ustedes, pero intuyo que están experimentando algo parecido a lo que vivo yo: la sensación de circular a toda velocidad por una montaña rusa, de esas elefantiásicas que les gusta alzar a los gringos y que te llevan en segundos de un pico a un valle y de ahí a otra cima — una aventura no apta para estómagos delicados.
Tan pronto quedaron atrás los días de asunción —el de Alberto y Cristina en el Congreso, el de Axel en La Plata—, mi cuerpo se entregó a una dialéctica desconcertante. Por un lado, estoy durmiendo el doble (¿el triple?) de lo que venía descansando. Y es obvio que no alcanza. Mis hijas grandes vienen de visita, son las 7 de la tarde y ya me encuentro en estado semicatatónico. (Perdón, hijas. Menos mal que los hijos pequeños tienen energía de sobra para entretenerlas.) Es como si mi cuerpo necesitara reponerse no de un año duro, sino de cuatro años de paliza constante. Pero al mismo tiempo, mientras estoy despierto mi estado de ánimo es exultante. Cada vez que estoy a solas me pongo a cantar una canción de Stephen Sondheim, Being Alive, como si estuviera en un escenario de Broadway. Y cuando estoy rodeado la pongo en la compu pero bajito, para no discontinuar mi loop mental.
(La culpa la tiene Historia de un matrimonio, la peli de Noah Baumbach que Netflix estrenó hace una semana. Si cuentan con dos horas y monedas que dedicar al puro disfrute, no dejen de verla. Está llena de momentos que disparan evocaciones dolorosas, porque más que de un matrimonio habla del divorcio de los personajes que interpretan Scarlett Johansson y Adam Driver; pero también abunda en momentos de deliciosa comedia, y a medida que la reveo entera y también reviso secuencias favoritas, mi cabeza la transforma en la película más esperanzadora que vi en mucho tiempo. Trataré de explicarme más adelante. De momento, lo que quiero dejar sentado es que Adam Driver se merece un Oscar aunque más no sea por la secuencia en que se pone a cantar Being Alive. Y yo que creía que el Joker de Joaquín Phoenix no tendría rivales. Ya que estamos, si se encuentra en la sala algún[a] pianista que se le anime a Sondheim, que avise. En estos días me tienta la idea de juntar a todes les amigues antes de fin de año en un bar y cantar Being Alive entre todos. Hablo en serio.)
¿Ven a qué me refiero? Y juro que este estado de ánimo no responde a otra química que a la natural de mi cuerpo. Me acuerdo de los primeros discos de Queen, que se fardaban de haber sido grabados sin usar sintetizadores. Pues bien: este artículo ha sido escrito sin suplementos químicos de ninguna naturaleza, más allá del café que siempre ingiero y en las proporciones de costumbre.
La producción de un programa de radio al que visité el viernes me invitó a elegir una canción. Mi impulso fue decir Being Alive, pero el programa se llama Filosofía Rock y optar por Sondheim hubiese parecido una provocación. Apelé entonces a A Beginning Song, una canción de The Decemberists, o sea de La Mejor Banda de Los Últimos Tiempos De La Que Nadie En La Argentina Oyó Hablar. Por una parte, tiene ese ritmo de marcha gentil que le da a uno ganas de lanzarse a caminar bamboleando los brazos. Además venía a cuento, porque se atreve a formular las preguntas que muchos de nosotros —estoy seguro— venimos haciéndonos:
Estoy a la espera, ¿debería esperar?
Siento deseos, ¿debería desear?
Estoy esperanzado, ¿debería sentir esperanza?
Porque nadie se engaña respecto de las dificultades del tiempo que comienza. Durante su discurso inaugural, Axel mencionó un dato que sirve como ejemplo: con el dinero que dice estar dejando la administración Vidal en las arcas de la provincia, no alcanza ni para pagar un mes de sueldo a los empleados del Estado. Ni un mes. (Los demás datos llegarán después. Kicillof prometió que su gobierno difundiría un retrato exhaustivo de la Buenos Aires que Cambiemos nos legó. Y estaría muy bien que se hiciese lo mismo en todos los niveles del Estado, desde que no es poca la gente que aún cree en la Argentina del estamos-mal-pero-vamos-bien de la comunicación macrista durante la campaña. En realidad, la situación era más bien estamos-mal-y-en-breve-la-chocamos. De no haber sido este 2019 año electoral, la Argentina ya habría estallado de forma que habría convertido a la protesta chilena en un paradigma de moderación. En algún lugar me da bronca que Macri & Co. se hayan librado del colapso que supieron conseguir. Merecerían tener que lidiar con sus consecuencias. Pero en esta historia elegimos el papel del sector político que actúa responsablemente. Cualquier prolongación del gobierno macrista habría significado un precio en vidas que no estábamos dispuestos a pagar.) Así que, de ilusos, nada. Nadie es más consciente de la situación que la gente que está poniendo el cuerpo para asumirla y transformarla.
Pero aun desde la certeza respecto de la dificultad, siento que una nube negra se alejó de mi alma. Por una parte, es lógico. Una cosa es vivir bajo el dominio de alguien que —largamente probado— te afana a diario y te miente en la cara, que de considerarlo necesario te reprimirá y/o te meterá preso, y que te obliga a transitar una sociedad violentada por el odio y las necesidades elementales insatisfechas; y otra muy distinta es saber que existe gente capaz que ya está trabajando para apagar los incendios que Macri dejó a su paso. Aun así, el efecto fue y sigue siendo alquímico. Si tuviese que describir el fenómeno en tiempo real, diría que el 10 de diciembre destapó también la olla a presión que contenía el resto de mis sentimientos. Juro que antes no había advertido hasta qué punto la situación condicionaba mis relaciones. Como si sonasen con sordina o las viese a través de un cristal opaco. Ahora no hay más condicionantes. La realidad sigue siendo bravísima, pero la opresión ya no está.
(Nunca somos más transparentes que cuando nos abrimos a las emociones genuinas. El martes, durante la ceremonia en el Congreso, la entrada de Macri al recinto produjo una conmoción. La situación no podía ser más rica en elementos dramáticos: como en una obra teatral, se descorrió el espeso cortinado oscuro y apareció el Adversario, que portaba una mueca casi inalterable. Allí estaba, en presencia de una multitud que a excepción de sus propios legisladores rechazaba todo lo que Macri hizo y significa, con cada célula de su cuerpo. Y sin embargo, no hubo una sola rechifla. Lo que ocurrió fue más bien algo genial — en el sentido más oscuro y alemán del término, diría Borges. La inmensa mayoría empezó a cantar la Marcha, poniendo el alma en cada verso. Y yo me prendí, claro, mientras de a poco me caía la ficha de que no podíamos estar reaccionando de mejor manera y con elegancia más digna del pueblo al que representábamos. Sin agredir, le estábamos diciendo en la cara antes de que hiciese mutis por el foro aquello en lo cual creemos de corazón, y que determinó la victoria electoral abultada y en primera vuelta: la apuesta por el todos unidos triunfaremos, la profesión de fe en el trabajo como ordenador de la vida y de la sociedad, el amor y la igualdad como objetivos y la conexión con la tradición histórica de la Argentina grande con que San Martín soñó. No dejen de ver el video que reproduce ese instante inolvidable. A esta altura del partido, más que un artículo esto es un musical.)
[Por las dudas, subrayo algunos momentos imperdibles. El rictus helado con que Macri mira a los palcos cuando entiende la que se le viene; la enjundia con que Luis Basterra, Gabriel Katopodis y Santiago Cafiero le entran a la Marcha; la emoción apenas contenida de Tristán Bauer. Y, last but not least, la metamorfosis de Cristina: desde el ceño adusto con que saluda al hombre que quiso destruirla por casi todos los medios a su alcance —incluyendo usar a su familia como ariete— a la sonrisa que empieza a transfigurarla a medida que la Marcha arrecia, hasta llenar su rostro de luz.]
De algún modo, cuando elegimos gobierno estamos casándonos con alguien, como mínimo por cuatro años. El matrimonio del pueblo argentino con Macri significó el triunfo del galán millonario de ojos azules —el presunto buen partido—, que promete el oro y el moro y obnubila, al punto de impulsarnos a ignorar las voces que nos advierten al oído que no es exactamente quien dice ser. El matrimonio del pueblo argentino con Alberto y Cristina es, en cambio, es el triunfo del consorte que sabés que no te va a fallar, aquel a quien conocés del derecho y del revés y que ya demostró que cumple con sus promesas. Bastaron estos pocos días para certificar la noción: intervención de la AFI, paritaria docente, protocolo ILE, Misoprostol en las farmacias, doble indemnización para los despidos sin causa... Es como estar (re)viviendo los tiempos iniciales del gobierno de Néstor: ese vértigo maravilloso de recibir buenas noticias todos los días.
Lo que amo de Historia de un matrimonio es que aborda uno de las peores noticias de la vida —el divorcio: todx aquel/la que haya atravesado esa circunstancia, y más aún si hay hijos de por medio, sabe que es como una bomba atómica a escala familiar, porque mata cuando estalla y sigue matando en el tiempo con su radiación— pero aun así, y sin escatimar desgarros, consigue trascenderlo. La actriz Nicole (Johansson) y el director de teatro Charlie (Driver) son gente encantadora, que debe enfrentarse a una de esas realidades que esta sociedad prefiere ignorar: la de la muerte natural del amor. Las tradiciones y la ley siguen apuntalando un modelo de pareja cuyo deber ser es el para siempre, a contrapelo de los más elementales principios orgánicos. El simple devenir de nuestros cuerpos, que no ocurren en la nada sino en el tiempo, señala que todo comienza, se desarrolla y decae — por mucho que intentemos disimularlo. Pero nuestra sociedad sigue castigando de manera sorda a aquellos que perciben que pasó la fecha de expiración de su pareja: los llena de culpa, como si lo que sienten fuese algo vergonzante, impropio de gente civilizada, en vez de ser lo que es — algo que es muy probable que ocurra, al cabo de décadas durante las cuales las personas cambian, o no, de las más infinitas maneras y cada cual a su ritmo. ¿Cuántos matrimonios longevos han dejado de ser una pareja amante años atrás, para convertirse en una sociedad civil de relativa conveniencia?
La película atraviesa ese duelo con risas y lágrimas en similar proporción, pero también hace algo más: se asoma —apenas— a lo que puede sobrevenir. No tiene lo que llamaríamos un happy ending, porque sería artificial a esa altura. (Charlie, por ejemplo, sigue solo.) Pero insinúa que tras la muerte natural de un amor, por bello que haya sido, puede ocurrir otra plenitud igualmente genuina. Y la maestría del director Baumbach consigue encapsular ese giro en una sola escena — aquella que la cual Charlie entona Being Alive, o sea Estar vivo.
El divorcio ya es un hecho. Charlie está en un restaurant con amigos, mientras un pianista toca en el fondo. Sucumbiendo a un impulso, primero se burla al reconocer la canción que suena en el teclado, canta un poco y al instante se pone de pie para apoderarse del micrófono que ha quedado desierto. "Soplá las velitas, Robert, y pedí un deseo", dice mientras camina, evocando el musical del que la canción proviene y al cual, obviamente, conoce bien. "Deseá algo", agrega, y después lo repite cerrando los puños, como si se lo dijese a sí mismo — deseá algo.
Y entonces empieza a cantar. Being Alive forma parte de una comedia musical llamada Company (Compañía, 1970), con música y letra de Sondheim y libreto de George Furth, que —precisamente— gira en torno a las (im)posibilidades del amor cortés en el mundo contemporáneo. Es una canción que llega sobre el final, donde el protagonista expresa por primera vez su intención de arriesgarse al amor verdadero. Pero Charlie modifica la letra, de modo que más bien transmita su decepción ante el amor que ya es pasado:
Alguien me abrazó demasiado
Alguien me lastimó demasiado.
Entonces pasa a expresar el deseo que está tomando forma:
Alguien que se siente en mi silla
Y arruine mi sueño
Y me haga ser consciente de que estoy vivo.
Alguien que me necesite demasiado
Alguien que me conozca demasiado
Alguien que me pare en seco
Y me las haga pasar mal
Y que me dé apoyo por estar vivo, estar vivo
Dame vida, confundime
Burlate de mí con tus elogios, dejame ser usado
Dale variedad a mis días — pero 'solo' es solo, no es vivo.
De allí en más, Charlie respeta la letra esperanzada de Sondheim, que recién entonces arriba al pedido imperativo:
Alguien que me abrume de amor
Alguien que me fuerce a involucrarme
Alguien que me haga superarme
Siempre estaré ahí
Asustado como vos, para ayudarnos a sobrevivir
Estando vivo, estando vivo, estando vivo.
En pocas estrofas, Charlie pasa del dolor en carne viva y la decepción a la esperanza. No ha dejado de sufrir por lo que se rompió, por lo que no pudo ser ya más, como lo demostrarán las escenas que siguen. Pero su alma ha reconocido ese poder que la existencia nos confiere a todos: aun cuando fracasamos o nos derribaron, aun cuando el mundo en derredor esté en ruinas, aun cuando muchas cosas sean irreparables, siempre se puede volver a empezar.
Sería necio de nuestra parte ignorar las dificultades de esta hora, pero sería todavía más necio no hacer uso pleno de la oportunidad que se nos presenta. Ya no estamos desposados con alguien para quien no existimos más que como persona a ser explotada, y por ende maltratada. Acabamos de unirnos civilmente a alguien que está dispuesto a acompañarnos y a cuidarnos, y que por supuesto espera que nosotros hagamos lo mismo. ¿Que el país está roto? Qué duda cabe. ¿Qué hay ciertas cosas que no se pueden desandar? (Pienso en Santiago, en Rafa, en Sandra y en Rubén.) Lamentablemente es así. ¿Pero no es cierto, también, que podemos empezar otra vez y entre todos abrirle la puerta a otra forma de ser-en-sociedad? ¿No es eso lo que estamos sintiendo en estos días: el poder balsámico de no tener que vivir ya más acovachados, escondidos, a la defensiva, lo que ocurre en el alma cuando salís al sol y le sonreís a quien se te cruza porque ya no es más un enemigo potencial sino alguien que está en la misma que vos — una posibilidad?
Lo que tuvo lugar durante la ceremonia formal del 10 de diciembre fue algo parecido a lo que ocurre en Historia de un matrimonio durante la canción de Charlie: ese lapso fue todo lo que hizo falta para mutar de paradigma, para cambiar la clave en que sonará la música que cantaremos en conjunto de aquí en más. Sondheim lo comprime en apenas un verso, porque aunque está hablando de amor de pareja ya sabemos que —parafraseando al Indio— todo lo privado es político. Alone is alone, dice. Estar solo no es otra cosa que estar solo — lo opuesto de estar alive, vivo. Y al acuñar esa oposición en la cual la soledad es muerte, nos permite entender por qué estamos así, cuál es la razón por la cual en estos días sentimos de esta manera.
Ya no estamos solos — o sea que estamos, otra vez, vivos.
Cierro este musical con la canción de The Decemberists, una banda de Portland, Oregon, que tomó ese nombre a partir de una revuelta en Rusia contra el ejército imperial que tuvo lugar en diciembre —mirá vos— de 1825. Me gusta que forme parte de un disco de 2015 cuyo título define muy bien nuestro estado de ánimo actual: Qué mundo más terrible, qué mundo más bello (What a Terrible World, What A Beautiful World). Y me encanta que hayan elegido A Beginning Song —Una canción para empezar— a modo de cierre del álbum, porque no hay mejor momento para empezar que aquel en el cual todo parece haber llegado a su fin.
Colin Meloy —compositor, cantante y guitarrista— busca reaseguro para recomenzar en las cosas verdaderamente valiosas que tiene alrededor: "La luz del sol, las sombras / La calma, la palabra / El corazón que late / El océano, el niño / Vos, mi dulce amor / Y la luz brillante / Que me rodea".
Él lo tiene claro, tanto como Charlie, tanto como nosotros.
Alone is alone, not alive.
Marco cuatro y cantamos juntos, ¿les parece bien?
Un, dos, tres, cuá.
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