Eso de encender las estufas en invierno, dice el gobierno, no es para todos y todas
“Todos necesitamos consumir menos, entonces cuando de golpe se encuentren en su casa en invierno y se (sic) vean que están de remera o están en patas es que están consumiendo energía de más”.
“No se sale del populismo de un día para el otro. Es un proceso de purificación”.
“Queremos ser un puente entre la sociedad civil y la política para que la política deje de ser un lugar hostil”.
Mauricio Macri.
El recorte de ingresos a los jubilados en el último diciembre y el desmesurado incremento en las tarifas de servicios públicos esenciales en estos días generaron sondeos que señalan una caída en el respaldo al oficialismo. Lo sorprendente es que haya que recurrir a estas técnicas para conocer el estado general de opinión; en otras palabras, que no haya sido más enérgica y efectiva la reacción ante semejante agresión a los sectores populares.
Quienes practican el hobby de negar rechazan que la única justificación material del tarifazo está en los negocios del Presidente, sus familiares, ministros y amigos; otros lo admiten pero absorben el golpe porque hay que terminar con la fiesta del populismo. Los unos y los otros lo aceptan en virtud del eficaz control ideológico que ejercen los sectores dominantes desde hace más de tres décadas, que a su vez se subordina —a escala global— al actual avasallamiento de los Estados nacionales por parte de las grandes corporaciones.
Ese control ideológico de amplio espectro no fue quebrado por el proceso iniciado en 2003, que sí alteró de modo transitorio la relación sociopolítica de fuerzas; de amplio espectro porque abarca desde el cuestionamiento a un nunca definido populismo hasta el sistemático ataque a la política enmarcado en el enfrentamiento supuestamente necesario entre Estado y sociedad civil, fantasía que se sostiene desvirtuando ambos conceptos e influye en definiciones políticas trascendentes, como las estrategias de los sectores populares para construir hegemonía.
La derecha llama populismo a la respuesta que surge y resurge en nuestro continente en la medida en que los demócratas republicanos desvinculan intencionalmente lo social y económico de lo político o, peor todavía, en la medida en que nuestras oligarco-burguesías relacionan estos campos de una manera históricamente perversa, que tiene más de chantaje que de pacto: mientras en el contrato socialdemócrata clásico —abandonado por la socialdemocracia europea— las burguesías ofrecían ventajas materiales a los sectores subalternos con el fin de consolidar la vía democrática en sus respectivas naciones, en nuestros países, las oligarco-burguesías, en lugar de pagar, cobran. Bajo las más variadas amenazas, esperan que los sectores populares escarmentados renuncien a sus más elementales derechos económicos y sociales.
El populismo nunca ha sido criticado por sus insuficiencias, sino por la savia popular que circula en sus venas. Hoy es vilipendiado porque su retórica y sus políticas se encargan de recordarnos que no hemos dejado de ser pueblos pobres y coloniales; porque sus gobiernos irresponsables han sido aguafiestas del proceso de globalización neoliberal. La irresponsabilidad del kirchnerismo consistió en romper la regla de oro que se aplica en estas latitudes: pedir al trabajador que en lo económico —reivindicaciones salariales— se comporte como el nativo que realmente es, pero que en lo político actúe como un auténtico ciudadano escandinavo. La política de subsidios y control de las tarifas de servicios públicos esenciales fue apenas un ejemplo de tal irresponsabilidad —que no impidió que las empresas prestatarias tuvieran una razonable tasa de ganancia—; otro ejemplo fue el respeto irrestricto al derecho a la protesta social.
Así, aquel proceso de 12 años despertó el temor a perder privilegios y el consecuente odio de los sectores dominantes. Es lo que reflejan recordadas frases de sus gerentes, como la de Ernesto Sanz al referirse a la Asignación Universal por Hijo, la de Javier González Fraga al reflexionar sobre los plasmas y viajes al exterior de “un empleado medio”, o la del filántropo Enrique. Pescarmona para manifestar su preocupación por las chicas pobres de 14 años, que “se hacen preñar para que les den unos mangos”.
En los anales de la historia nacional no es fácil encontrar pronunciamientos tan explícitos en socorro de una sociedad jerarquizada, cuya élite se solaza a partir de una construcción falaz que vincula el privilegio al valor, propia del pensamiento con el que la derecha justifica el orden que la favorece. En efecto, a través de la idea de mérito, la moral de estas almas nobles convalida misteriosamente tal asociación. Scheler escribió: “Los valores de deleite, como los objetos o las relaciones que los representan, no deben, pues, ser repartidos entre los hombres según la ‘justicia’, sino en tal forma que los hombres puedan pretenderlos según su valor de vida. Y toda ‘justa’ distribución de los valores de deleite, realizada o latente, constituiría una injusticia clamorosa para con aquellos que representan los valores de vida superiores”. Este ingenuo cinismo y su pesada carga ideológica son los materiales que inspiran las frases del epígrafe: eso de encender las estufas en invierno no es para todos y todas.
El razonamiento tiene la coherencia de una tautología. Toda la astucia consiste en hacer del privilegio la manifestación de un valor cuya presencia confiere precisamente al privilegiado el derecho al privilegio: él debe detentar un poder económico que le permita defender el bien que se encarna en él y cuya señal es, justamente, ese poder. En otras palabras, el Elegido merece los privilegios, porque los tiene. Falta decir que la escala de méritos ha sido elaborada por los poseedores con el fin de legitimar sus posesiones.
Disimulada en los recovecos de interminables meandros, esta ideología podría resumirse en una perogrullada: el privilegio pertenece al privilegiado. Pero es algo más compleja, para atacar la política y exaltar la sociedad civil rechaza, al analizar las sociedades, categorías como clase o dependencia, pues habrían sido superadas por otras como valores, cultura e instituciones; una elaboración puramente macondiana: si en Cien años de soledad los personajes perciben como circular un tiempo que en realidad es lineal, estas maniobras ideológicas buscan que percibamos como ascendente un movimiento que es perfectamente circular, retrasa más de un siglo.
Ahora bien, ¿cómo afecta la lucha por la hegemonía? La afecta a través de su vicio más importante: oculta los contenidos de clase del Estado e ignora la “anatomía de la sociedad civil”; así, depuradas de sus determinaciones, las nociones de Estado y sociedad civil aparecen como entidades dotadas de sustantividad propia y embarcadas en un combate en el que hasta la izquierda parece obligada a tomar partido por la sociedad civil.
Mientras tanto, aquí y ahora, en el contexto de la interminable lucha por la hegemonía —y confirmando que, así como Gramsci estudió la Iglesia Católica para formular algunas de sus teorías, la derecha ha hecho una lectura escrupulosa de Gramsci para diseñar su estrategia—, la CEOcracia macrista certifica con su dinámica la tesis gramsciana del Estado ampliado; lo hace descaradamente con los negocios de cada día que, según la metáfora, se consuman saltando de un lado al otro del mostrador. Es que para el revolucionario sardo, en Occidente no hay mostrador: el Estado hunde sus raíces en la sociedad civil, que constituye la “trama privada” de aquel; punto este de partida para una contundente crítica de la teoría liberal de las relaciones Estado-sociedad civil, dado que en el control y dirección de esta radica la base del poder estatal que se ejerce sobre todas las clases sociales.
Que la estrategia de largo plazo de los sectores dominantes se ha basado en estos postulados está confirmado por los hechos: la última dictadura fortaleció la parte de la sociedad civil que por definición les es propia al favorecer la concentración del poder económico con la conformación de los denominados Grupos Económicos Locales, y destruir o subordinar importantes organizaciones de la parte de la sociedad civil controlada por los sectores populares; el menemismo continuó la tarea con el proceso de privatizaciones, favorecido por la burocracia sindical; y el macrismo con el impulso a la concentración de las corporaciones de medios de comunicación, el debilitamiento de los organismos de control del Estado, la censura, y la instrumentalización de sectores del Poder judicial para perseguir opositores.
Ante esta situación el proyecto político de los sectores populares, para ganar elecciones pero sobre todo para apostar a la victoria en la disputa por la hegemonía, deberá salirse de la lógica tramposa con que los acecha la ideología dominante. No se puede ganar la guerra a partir de concepciones propias del enemigo y menos adoptando excluyentemente técnicas que deben ser complementarias y en cuyo manejo aquél ha alcanzado un alto rendimiento; en particular, la batalla política principal no consiste en interpelar a los ciudadanos en abstracto, en su condición de individuos, que —como se deduce de lo dicho hasta aquí— es el último paso, no el primero, del dominio de la sociedad civil que hoy detentan los sectores dominantes. No es necesario aclarar que la paradoja es aparente, por aquello de haz lo que digo mas no lo que hago.
El kirchnerismo debe poner sus reconocidas credenciales de identificación con la causa popular y su gravitante potencia social al servicio de la madre de todas las tareas políticas, que consiste en participar y promover el ordenamiento de los sectores populares en espacios colectivos, existentes —como organizaciones del movimiento obrero— o no, hasta lograr una amalgama que no confunda la lucha estratégica con la reivindicativa de corto plazo, que tiende a fragmentar en función de los intereses particulares. Este es el camino para llegar a la constitución del sujeto histórico que motorizará y consolidará transformaciones estructurales progresivas.
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