Un revólver en la cabeza
Cuando la única herramienta es un martillo, todos los problemas parecen un clavo
1.
Hace un tiempo me llamó un prestigioso periodista de una radio de la ciudad de Buenos Aires para hablar de los famosos “pibes chorros”. Como sucede casi siempre en estos medios, el entrevistador quería escuchar lo que ya sabía, por eso, en las preguntas que hacía, estaba la respuesta anticipada. Sólo necesitaba una voz “especialista” para confirmarle su punto de vista y seguir dándole a la matraca, agitando a la audiencia. No me presté al juego y encaré el tema haciendo una serie de rodeos. Cada pregunta era desplazada por unas cuantas subordinadas. No estaba diciendo nada extravagante, me limitaba a decir que las cosas eran más complejas, que hay que ver los problemas al lado de otros problemas, es decir, que hay que leer el delito al lado de otros conflictos sociales, reponiendo de esa manera el contexto y la voluntad. Hasta que el periodista, cada vez más impaciente, se cansó y me cortó en seco con estas palabras: “Pero vos qué le dirías a mi amigo que le pusieron un revolver en la cabeza para afanarle el celular”. Mi respuesta fue retórica si se quiere, pero tuvo la capacidad de generar intriga: “Mirá –le dije— el revolver que le pusieron a tu amigo es el mismo que vos me estas poniendo ahora con semejante pregunta. No se puede pensar con un revólver en la cabeza.” Se hizo, literalmente, silencio de radio y me di cuenta que me había ganado el derecho a contar con otros minutos para seguir desplegando mis argumentos. Estuvimos otro buen rato hablando pero esta vez dejando de lado la urgencia que le imprime los casos a la “realidad”. Eso sí, la producción del programa no me llamó nunca más, algo que agradezco. Aclaro que no estoy disgustado, de hecho sigo escuchando todas las mañanas el programa. El problema no era el periodista sino las reglas que estructuran el campo periodístico, que organizan las entrevistas, que ordenan y disciplinan las discusiones. El periodismo confunde el conocimiento con la velocidad, lo importante no es pensar sino decir lo que sentimos.
2.
La pereza teórica y la modorra intelectual son lugares comunes en la prensa empresarial, sobre todo en la televisión. Piensan el delito desde la superficie de las cosas. Para ellos las cosas son como se ven, transparentes, nunca hay nada detrás del telón, y si hay algo se llama “corrupción”. Pero los delitos de los que estábamos hablando eran predatorios o callejeros, allí no hay corrupción. En todo caso, incompetencia o incumplimiento de funcionarios públicos. Una mirada deshistorizada, que desencaja los hechos de sus circunstancias, que tiende a perder de vista el contexto de los hechos que están narrando. Y cuando se demora en ellos será para cargar las tintas sobre los protagonistas que tienen en la mira y para aportarle pintoresquismo a la noticia que están contando.
Se trata de una perspectiva que hace juego con la mirada dogmática que utiliza la justicia en general para enfocar los problemas. Para la gran mayoría de los operadores judiciales dado A debe ser B, es decir, “¿robo?, marche preso”. “Corta la bocha”. No interesa saber cuáles fueron las circunstancias, la trayectoria biográfica de sus protagonistas, ni siquiera interesa saber qué pensaban los actores de las fechorías en cuestión, cómo estaban viviendo el delito. El delito es reducido a las acciones que hay que constatar para luego bajarle una prisión preventiva y sacarlo de circulación por una temporada.
La TV nos ha acostumbrado a mirar las cosas con un revólver en la cabeza, esto es, a tomar acontecimientos extraordinarios como hechos ordinarios, a generalizarlos súbitamente. Como dijo alguna vez Buster Keaton: “Cuando uno mira la realidad por el ojo de una cerradura siempre verá una tragedia”, el árbol tapará al bosque y perderemos de vista no solo el contexto histórico sino el punto de vista de los propios actores involucrados en esos hechos que queremos reprochar.
3.
El delito no siempre es el mismo delito, porque no siempre es vivido de la misma manera. Pongamos un ejemplo. Supongamos que cuatro jóvenes roban cada uno de ellos, a punta de pistola, un celular. Visto desde lejos, los hechos son semejantes entre sí y, por tanto, equiparables las respuestas. De hecho esta es la forma de razonar que comparten los jueces y fiscales con los periodistas estrella. Una identidad que solo pueden postular cuando abordan los hechos con la guadaña del código penal que se encarga de desautorizar la voz de las personas involucradas y de despojar las acciones de las circunstancias, precisamente de todo aquello que hace diferente a cada uno de los eventos. Tanto para el periodismo como los fiscales que hacen justicia con la televisión encendida, los hechos son idénticos entre sí y no necesitan tampoco hacer ningún rodeo, no hay nada que explicar. El periodismo resigna la singularidad que hay en cada uno de los eventos para inscribirlos en una serie y postular una nueva ola de inseguridad. Porque, dicho sea de paso, para el periodismo el problema no es tanto el delito sino la inseguridad, la cuestión no es lo que sucedió sino lo que está sucediendo, lo que puede acontecer. Hay aquí un cambio de paradigma que protagoniza a la víctima en detrimento del victimario. Si lo que está contando el periodismo no es el robo sino “otro robo”, lo que nos está diciendo el periodista es que la próxima víctima puede ser cualquiera de nosotros. Pero no nos vayamos de tema, ya volveremos en otra oportunidad sobre esta cuestión.
Estábamos suponiendo que cuatro personas robaban, cada uno de ellos, un celular. Podía ser también una cartera, una moto, unas latitas de cerveza. Para aquellos operadores será exactamente lo mismo, no cambiará la naturaleza de la acción. Decía que cuando se piensa el delito con el código penal, se lo aborda no solo de manera deshistorizada sino de una forma objetivada y objetivamente. No interesa saber por qué robó, qué es lo que estaba en juego en cada uno de esos hechos.
Ahora bien, si miramos el robo haciendo una serie de rodeos, con las preguntas que se hace, por ejemplo, la sociología, la antropología o la criminología, vamos a llegar a conclusiones muy diferentes. Porque estas disciplinas, sobre todo aquellas teorías que proponen un acercamiento fenomenológico, van a prestar atención a la perspectiva de los actores involucrados en cada uno de esos hechos. Entonces nos vamos a dar cuenta que estos cuatro hechos, aparentemente similares, son cuatro hechos sustancialmente diferentes, que las cuatro personas robando el mismo celular estaban haciendo cosas muy diferentes.
Puede que uno estaba tratando de resolver un problema material concreto, es decir, vivía al delito como una estrategia de sobrevivencia. El sueldo no le alcanza o está desocupado y la ayuda social tampoco le permite llegar a fin de mes, entonces decide salir a robar para pagar el alquiler, comprar medicamentos, etcétera. Otro joven puede que salió a robar porque, de esa manera, acumulaba el prestigio que necesita para ganarse el respeto de sus pares o porque de ese modo activaban la grupalidad, para salir a divertirse, porque robar emociona, es una aventura vertiginosa que dispara la adrenalina. En este caso, robar un celular o una motito forma parte de las distintas estrategias de pertenencia que desarrollan los jóvenes para componer solidaridades, un insumo moral para construir una identidad. Otras veces el robo, en contextos de fuerte contrastes sociales, puede ser –como escribimos en nuestra anterior nota en El Cohete a la Luna— la oportunidad de manifestar la bronca, el descontento social. Cuando la pobreza no es canalizada políticamente, los jóvenes experimentan la pobreza con indignación, como algo injusto, y encuentran en el robo la manera de mandar un mensaje al resto de la sociedad. Y otras veces, finalmente, los jóvenes salen a robar un celular o una moto porque hicieron del robo un “trabajo”, es decir, un ejercicio profesional, su forma de vida. Como verán los cuatro robaron un celular o una moto pero los cuatro estaban haciendo cosas muy distintas.
4.
Ahora bien, y para terminar, ¿por qué es importante saber por qué robaron la moto o el celular? Para saber cuál será la mejor respuesta del Estado. Dicen que un problema mal presentado es un problema sin solución; dicen además que cuando la única herramienta que tenemos es un martillo todos los problemas se parecen a un clavo. En efecto, si la cárcel es la respuesta a todas las preguntas, tenderemos a concentrarnos en las identidades y aplanaremos la realidad. Pero si en el cajón de herramientas además del martillo tenemos un destornillador, una pinza, un alicate, entonces tendremos más herramientas para hacer frente a una realidad compleja, diversa, difícil. Conflictividades multifactoriales requieren respuestas multiagenciales. Si la persona que robó cree en el trabajo y en la cultura del trabajo, sabe que el trabajo es lo que le da reputación en el barrio, frente a las generaciones mayores, y si además esa persona sabe que lo que hizo estuvo mal, difícilmente resolveremos el problema que tanto nos indigna encerrándolo en una cárcel. Al contrario, corremos el riesgo de terminar agravándolo, porque la persona en cuestión saldrá con un certificado de mala conducta que lo va a sustraer de los mercados laborales formales. Una respuesta posible frente a estos robos es darle trabajo digno: “¿Robaste…? Tomá un trabajo y de paso repará el daño que hiciste”. Pero para la vecinocracia que mira los problemas con el deseo de venganza esto se parecerá a una recompensa. Si por el contrario el robo formaba parte de las estrategias que desarrollan para componer una identidad, la respuesta podría tener que ver con las “casas juveniles” para que pueda contenerlos en sus propios términos, con sus propias prácticas y expectativas. Por el contrario, si la respuesta sigue siendo la cárcel, corremos el riesgo de adscribir a la persona a redes criminales, aportándole un cartel que vivirá con orgullo y seguirá vistiendo una vez en libertad.
En definitiva, el delito no siempre es el mismo delito y conviene empezar de cero cada vez que miremos estos eventos. Problemas complejos requieren respuestas también complejas. El delito callejero no es un problema policial que atañe exclusivamente a la cartera de seguridad, mucho menos una cuestión que se va a resolver a través de la justicia. Y que nadie se confunda, no estamos sosteniendo que no tengamos que pensar entre todos y todas formas de reproche social. Pero la cárcel no puede ser la única respuesta. La cárcel, está visto, sólo genera más encarcelamiento. La respuesta hay que buscarla en el Ministerio de Trabajo, en el Ministerio de Educación, en las Secretarías de Cultura, Juventud, Deporte, es decir, en el compromiso de todo el estado con los actores que tiene más dificultades sociales para resolver problemas materiales, para construir una identidad o expresar lo que les pasa. Pero está visto que con este gobierno, que ha hecho del martillo un estandarte, las cosas se pondrán peor, mucho peor.
*Docente e investigador de la UNQ, director del LESyC (Laboratorio de estudios sociales y culturales sobre violencias urbanas) y miembro del CIAJ. Autor de los libros Temor y Control, La Màquina de la inseguridad y Hacer bardo.
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