Un poder corporativo y opaco

El ex juez Enrique Arias Gibert reflexiona sobre legalidad y justicia

 

El proyecto de ley denominado de reforma judicial que modifica algunas competencias y distribuye entre más jueces el conocimiento de causas sensibles, debe ser considerado solo un comienzo, si lo que se pretende es asegurar un Poder Judicial que sirva a la legalidad y a los principios republicano y democrático, centrales a nuestro sistema constitucional.

Cambiar una institución disfuncional no puede hacerse por el mero recurso de modificar el diseño. Parafraseando la ironía brechtiana, un gobierno transformador tiene la obligación de disolver el pueblo y constituir uno nuevo. La gesta de Moisés sirve de ejemplo.

Las creencias consolidadas de un grupo se sustentan no solo en la aceptación de estas como condición de pertenencia sino también en los mecanismos que consolidan la creencia. En este sentido, hay que atenerse a la máxima materialista: no es la conciencia de los hombres la que determina el ser social, sino el ser social el que determina la conciencia.

Es sintomática la expresión común durante el proyecto de reforma del sistema jubilatorio, entre jueces y funcionarios, que la baja de los salarios o de la prestación jubilatoria llevaría a un éxodo de los mejores. La expresión denota dos presupuestos:

  1. Son mejores porque tienen mejores ingresos;
  2. Lo valioso es ser mejor, lo que coloca la capacidad de decir el derecho no en el demos sino en la arethé.

Es decir, que en su propia contemplación, la corporación judicial se concibe como aristocrática y no democrática.

El poder oligárquico es el que otorga prioridad a las posesiones y riquezas de los sujetos (gran parte de la concepción general sobre los derechos reales se funda en el principio oligárquico), el poder aristocrático es el que otorga prioridad a los supuestos mejores, mientras que el poder del demos, es el poder de los que no tienen ninguna cualificación especial. Es, como señala el filósofo Jacques Rancière, la parte de los sin parte. Un Estado que se pretenda democrático no puede confiar la interpretación de las leyes emanadas del demos a un estamento autopercibido como aristocrático que, no causalmente, aparece en defensa de los privilegios oligárquicos.

Democrático no es un modo de acceso al Poder dentro del Estado, ni un modo particular de designación de autoridades. Democrático es un principio de Estado que supone en primer término el acceso a los bienes y poderes de la sociedad en condiciones de igualdad, es la universalidad frente a la cual ninguna particularidad puede tener preferencia.

La función de la ley en una sociedad democrática es la expresión de la palabra del demos, por eso su voz no tiene ninguna particularidad. Por eso en Atenas los jueces (la expresión máxima del poder democrático para Aristóteles en La constitución de los atenienses) son designados anualmente por sorteo. Porque solo el común puede expresar la palabra de todos. Sólo así puede asegurarse que las leyes sean expresadas por el demos.

No es casual que en el argot judicial se haga énfasis en el principio republicano y se olvide el principio democrático. El principio democrático hace que en la interpretación de las leyes o de la constitución deba primar, salvo colisión expresa entre las cadenas textuales, lo que es expresión del pueblo o de sus representantes frente a la identidad ilustrada autopercibida de los jueces.

El diagnóstico  del estado de situación nos presenta un Poder Judicial burocrático, opaco, autocomplaciente y elitista en pugna con los principios centrales de la Constitución recogidos por el artículo 33: “Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”.

Trataré de exponer muy sintéticamente los aparatos ideológicos y materiales de reproducción de este estado de situación con relación a los principios vulnerados.

 

 

 

1.      Principio republicano

El principio republicano exige, en su acepción más prístina, que la cosa sea pública (res publica). Y, en particular, que las reglas de juego sean conocidas, intersubjetivamente comunicables y fundadas. Este principio republicano está expresamente regulado en los 3 primeros artículos del Código Civil y Comercial. [1] Sucintamente, toda cuestión judicial debe ser resuelta conforme las leyes, interpretarse armónicamente y ser adecuadamente fundada.

El recorrido por las sentencias de la mayor parte de los tribunales de la nación y de las provincias nos enfrenta a expresiones como “es claro”, “es evidente”, “tengo para mí”, “este tribunal ya ha dicho” y expresiones afines. No quiero hacer aquí énfasis en la disfuncionalidad normativa de estas expresiones que difícilmente puedan ser consideradas fundamentación adecuada, a menos que la investidura del juez traiga aparejada un acceso privilegiado al conocimiento noumenal.

De lo que se trata es de reconocer el síntoma. Para que estas expresiones aparezcan debe haber un marco general que las hace posibles. No son el síntoma particular de un neurótico sino el síntoma social de una estructura de funcionamiento del poder. Es el residuo del poder monárquico y teocrático que nos legó la corona española. En el mejor de los casos, los jueces, ungidos por la gracia de Dios, sólo deben responder a las figuras imaginarias de su conciencia. Y la imaginación suele ser refractaria a las constricciones del orden simbólico y de la lógica.

Para ello concurre la enseñanza básica de la abogacía donde la fuente formal del derecho es la doctrina y la jurisprudencia. Decir esto implica la enormidad de colocar en un pie de igualdad lo que los jueces o los doctrinarios dicen, en el mismo orden que la expresión pública de la voluntad popular depositada en las leyes. La jurisprudencia no es otra cosa que la opinión de lo que otros jueces han dicho y que se transmite y retransmite por sumarios que, alejados del contexto que le dio origen, terminan funcionando como el juego del teléfono descompuesto.

De este modo, al mismo tiempo que se tiene la facilidad de no indagar sobre la particularidad del caso, con el ahorro del esfuerzo que presupone esa tarea concreta, se obtienen ventajas comparativas como la sacralización del precedente que, como palabra “ilustrada”, tiene más peso que el texto de la ley. Si todos los jueces lo dicen es porque es verdadero. Por el contrario, pensar la ley desde su texto directo suena a herejía, máxime cuando se afectan los consensos establecidos. Pretender la lectura del texto sin la interpretación de los padres de la Iglesia le valió la excomunión a Lutero.

La sacralización de la jurisprudencia hace a la formación del “espíritu de cuerpo” y de la seguridad del rebaño. Obviamente muchos jueces tienen más temor a la opinión de sus pares o de los tribunales de alzada que a desconocer el texto de la ley. Los sumarios de jurisprudencia, en los que hay de todo como en botica, suspenden la responsabilidad del juez de decir el derecho (hay otro que lo dice por mí). Lo que pretenden algunos jueces —y esto es esencial para la formación y consolidación de la corporación— es evitar que la cuestión judicial sea cuestión en contexto del caso y la situación.

 

 

La sacralización de la jurisprudencia hace a la formación del “espíritu de cuerpo” y de la seguridad del rebaño. Obviamente muchos jueces tienen más temor a la opinión de sus pares o de los tribunales de alzada que a desconocer el texto de la ley.

 

 

Y en gran medida los códigos procesales han convalidado esto al establecer que determinadas sentencias de tribunales superiores tienen que ser seguidas obligatoriamente. Mientras se pongan límites a la indagación racional y comprometida con el plexo de derechos humanos respecto de la realidad y del significado social actual de las leyes, lo que se conseguirá es la sacralización del precedente y el fortalecimiento de la corporación frente al poder democrático.

Esta autoreferencialidad los vuelve complacientes. Los jueces corporativos no mienten cuando sostienen el culto meritocrático. Ellos han llegado por su esfuerzo y su valía, no obstante las ostensibles falencias de cultura general que los aquejan, favorecidos por el régimen de concursos en los que se valúa de modo favorable los antecedentes, en los que pesa la carrera judicial (aún desarrollando tareas de amanuense), la carrera docente (en la que pesa el tiempo libre que tienen los funcionarios y jueces respecto de quienes ejercen libremente la profesión) y la producción escrita, que es valorada exclusivamente por su volumen (son casi siempre recopilaciones) y no por su enjundia y novedad.

Ello es resultado de la sobre-representación de los jueces en el Consejo de la Magistratura, que se analizará desde el principio democrático.

Finalmente, la falta de periodicidad de los nombramientos contribuye a la formación de la corporación judicial, para la cual su potestad es eterna, mientras que el poder de quienes han sido elegidos por el pueblo resulta apenas temporal. El bloque ideológico antirrepublicano se afinca en la preeminencia de la opinión del cuerpo judicial por sobre el bloque de legalidad. El juez corporativo emite sus sentencias como la teología medieval, sub specie eternitatis, y, como la Iglesia preconciliar sostiene frente a cualquier sentencia de tribunales superiores Roma locuta, causa finita.

 

 

 

2.      El principio democrático

El principio democrático, en cuanto a la elección de las autoridades políticas, se encuentra contemplado por el artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos:

  1. “Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
  2. Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.
  3. La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”.

El Consejo de la Magistratura es, ciertamente, una autoridad del poder público que tiene a su cargo funciones de gobierno del país. Se encuentra entonces comprendida entre las instituciones a las que hacen mención los apartados 1 y 2 del artículo. La norma del apartado 3 se construye en oposición a la representación estamental, como la de los parlamentos del reino de Francia que están en el origen de la Revolución Francesa.

Nuestro Consejo de la Magistratura, al igual que el de las provincias que adoptaron el sistema, se funda en esa representación estamental. Así, unos miles de jueces eligen  tres consejeros, decenas de miles de abogados eligen dos consejeros y millones de argentinos solo los eligen a través de las representaciones legislativas o ejecutivas. Como el abate Sieyes podríamos preguntarnos: ¿qué es el tercer Estado?

Es cierto que nuestra Constitución Nacional en el artículo 114 establece: “El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley”. Pero la representación de los jueces y de los abogados, no implica necesariamente que estos deban constituirse en cuerpo electoral estamental. La representación no requiere la voluntad del representado pues no se confunde con el mandato, ni en el derecho civil ni en el derecho político.

La representación democrática de la nación a los fines de la conformación de órganos de gobierno, como es el Consejo de la Magistratura conforme las funciones que acuerda el artículo 114 de la Constitución Nacional [2], sólo es admisible en los términos del artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esto es, en el que los jueces, abogados, académicos y científicos sean electos por el voto igualitario de los ciudadanos. Esta solución, que es la única que pone en armonía dos normas del máximo rango, fue convertida en ley por el Congreso en el año 2012.

No obstante, el planteo hoy puede resultar inviable porque la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la ley. Es decir que algunas personas con ilustración autopercibida han impuesto su voluntad contra la representación voluntaria del cuerpo electoral de la Nación. La argumentación puede finalizarse con la expresión: quod erat demostrandum.

Esto nos introduce en otra anomalía, el uso exorbitado de la facultad de declaración de inconstitucionalidad de la ley por parte de los jueces. Es cierto que en nuestra historia trágica el Poder Judicial impuso algunos límites a los diversos regímenes dictatoriales que asolaron la Matria, sin dejar de convalidar sus principios e ignorar a sabiendas sus demasías. Ello le dio un aire “progresista” a la intervención judicial sobre las leyes.

Pero esa falta de rigor del pensamiento que señalamos más arriba y la autocomplacencia derivaron a la situación actual en la que los jueces suelen hacer primar su criterio o su paladar político fundado en el “sentido común” por sobre la voluntad del cuerpo legislativo electo por voluntad universal y secreta de los ciudadanos.

Uno de los axiomas que más se usan en el argot judicial es que la declaración de inconstitucionalidad de la ley es la “última ratio” de la decisión judicial.  Esta afirmación simplemente funciona como muletilla cuando el juez, frente a una determinada negación de derechos simplemente no quiere saber nada. Raramente el juez entiende que la declaración de inconstitucionalidad de la ley es “ultima ratio” porque a él nadie tuvo el gusto de votarlo y no existe ninguna razón para hacer primar sus gustos o concepciones imaginarias por sobre la voluntad política del cuerpo legislativo votado por el Soberano.

Una ley no es inconstitucional por una razón de gusto (volvemos al “es claro”, “es evidente”) sino porque entre las cadenas textuales de dos normas una de ellas es incompatible con el enunciado de la de mayor jerarquía o porque en la situación concreta, particular, determinadas circunstancias imponen la necesidad de no aplicar la norma para no conculcar derechos.

Un ejemplo de la primera hipótesis fue la ley 24.557 que en su artículo 39.1. impedía a los trabajadores damnificados por un accidente de trabajo acceder a la acción civil concedida a los demás habitantes. Impedir el reconocimiento de una indemnización a un grupo de sujetos como consecuencia de su situación económica de desventaja constituye claramente un supuesto de incompatibilidad con el texto del artículo 16 de la Constitución Nacional que establece la igualdad ante la ley y la Convención Internacional contra la discriminación.

También sería el caso de una ley provincial que estableciera como pena por la ocupación de tierras la perdida de los derechos de la Seguridad Social que brinde el Estado Provincial (por ejemplo los que cubren a mitigar las contingencias sociales de falta de hábitat adecuado o de falta de alimento). Esta ley provincial contradice la norma del artículo 75 inciso 12 de la Constitución Nacional, pues no es atribución de las legislaturas provinciales crear accesorias de la pena. Por otra parte, no se pueden privar derechos de la seguridad social por un acto del sujeto sino por las circunstancias objetivas que se ha tenido en vista, ya que la característica de la seguridad social es la universalidad. Lamentablemente esta no es una hipótesis de laboratorio. Esta ley fue votada por la legislatura de Mendoza el 17 de noviembre de 2020 y promulgada por el PEP.

El supuesto de situaciones particulares se daría en el caso de una norma protectoria que estableciera que el pago en juicio debe hacerse personalmente al sujeto protegido en la cuenta del tribunal. Si el acreedor se encuentra a miles de kilómetros, impedir el pago hasta que pudiera llegar al asiento del tribunal entra en contradicción en la situación particular, con el principio de tutela judicial efectiva.

Si los jueces hacen primar su imaginario se han convertido en revisores del legislador, no en custodios del orden jurídico. Los Códigos Civil y Comercial y Penal deberían, en este sentido, reducir esta facultad judicial a sus límites para que el sistema no se convierta en gobierno de los jueces.

Una reforma judicial sólo será fructífera si se tienen en cuenta los sistemas materiales e ideológicos de reproducción del pensamiento corporativo para reinstalar los principios democrático y republicano en el ámbito del Poder Judicial.

 

 

 

 

[1] ARTICULO 1°.- Fuentes y aplicación. Los casos que este Código rige deben ser resueltos según las leyes que resulten aplicables, conforme con la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte. A tal efecto, se tendrá en cuenta la finalidad de la norma. Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente, siempre que no sean contrarios a derecho.
ARTICULO 2°.- Interpretación. La ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos, de modo coherente con todo el ordenamiento.
ARTICULO 3°.- Deber de resolver. El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada.
[2] De conformidad al texto del artículo 114 de la Constitución Nacional referido al Consejo de la Magistratura
“Serán sus atribuciones:
  1. Seleccionar mediante concursos públicos los postulantes a las magistraturas inferiores.
  2. Emitir propuestas en ternas vinculantes, para el nombramiento de los magistrados de los tribunales inferiores.
  3. Administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la administración de justicia.
  4. Ejercer facultades disciplinarias sobre magistrados.
  5. Decidir la apertura del procedimiento de remoción de magistrados, en su caso ordenar la suspensión, y formular la acusación correspondiente.
  6. Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia”.
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