Un peligroso espejismo
El control civil subjetivo de las Fuerzas Armadas
Ya en 1840 Alexis de Tocqueville formulaba el siguiente dilema: “Pese a todo cuanto se haga, un gran ejército en el seno de un país democrático constituirá siempre un gran peligro; y el medio más eficaz de disminuir ese peligro será el de reducir el ejército, pero es este un remedio que no todos los pueblos están en condiciones de aplicar”. En efecto, el dilema de las relaciones cívico-militares surge de una paradoja. En tanto los Estados nacionales precisan FFAA que garanticen su integridad y soberanía, tienen paralelamente, el desafío de resguardar la continuidad de los sistemas políticos e institucionales de ese mismo instrumento militar diseñado para salvaguardar su existencia. Para que puedan cumplir con su misión primaria crean y diseñan un dispositivo militar y lo autorizan a utilizar la violencia en un grado extremo ante una la eventualidad de una guerra. Y para ello dotan a esas fuerzas militares de recursos humanos (efectivos), materiales (sistemas de armas), un amplio despliegue territorial, y una organización y doctrina monolítica y estructurada. Estos atributos, sin embargo, otorgan a las FFAA la capacidad y los medios para eventualmente influir sobre el sistema político-institucional, o inclusive, para tomar el control directo del mismo.
En una obra titulada El Soldado y el Estado, el politólogo norteamericano Samuel Huntington proponía lo que denominó “control civil objetivo” como una fórmula para resolver el dilema antes planteado. Para ponerlo en pocas líneas, consistiría en reducir el “poder militar” (entiéndase poder de influencia política) en todas las áreas no estrictamente castrenses y paralelamente promover su desarrollo técnico profesional. Esto es lo que entenderemos por esterilizar políticamente a los militares. También advertía acerca de los males que pudieran surgir de otra posible forma de conducción que denominó “control civil subjetivo”. Ernesto López, columnista de este mismo espacio, lo ha definido como aquel que “procura la adhesión activa de los militares a algún grupo, sector, institución o interés político determinado de la sociedad civil’ (López, 1994). ¿Por qué señalé lo que Huntington advertía? ¿Cuál es el riesgo de esta última forma de conducción? Precisamente la politización de las FFAA, el surgimiento de un ámbito deliberativo dentro de ellas, la formación de diversas coaliciones y la desatención de su conducción superior de aquello para lo que fueron creadas: la disuasión y preparación para la guerra contra un enemigo externo.
No es mi interés agotar al lector con argumentaciones y categorizaciones académicas. Pero a la luz de lo que está ocurriendo en América Latina y otras partes del mundo y de la compleja situación presupuestaria y profesional que atraviesa el sector Defensa y las FFAA en la Argentina, resulta quizás necesario invocar algunas enseñanzas y antecedentes de nuestra historia. Partiré de la siguiente formulación que intentaré –brevemente– justificar: en la Argentina todo intento por parte de gobiernos constitucionales, republicanos y democráticos de procurar una conducción de las FFAA afín a su agenda política terminó de la peor manera para el campo nacional y popular. Por el contrario, todas las etapas profesionalizantes fungieron como anticuerpo a la intervención y condicionamiento castrense a los gobiernos elegidos por voluntad popular.
La Argentina verdaderamente democrática comenzó a caminar con la denominada Ley Sáenz Peña (comenzó, porque no nos olvidemos que las mujeres aun no podían sufragar, es decir la mitad de les ciudadanes). Se trata de la misma norma que la Ministra Patricia Bullrich intentó modificar hace pocas semanas mediante una resolución ministerial. Aquella reforma electoral de 1912 que garantizaría el voto masculino, obligatorio, universal y secreto, previó que las FFAA constituyeran el órgano del Estado que asegurara en última instancia la transparencia de los comicios. Por eso hoy día, toda vez que hay elecciones nacionales, el Poder Ejecutivo y la Justicia Electoral disponen un Comando General Electoral que apresta efectivos y material de las tres fuerzas para resguardar la seguridad en los lugares de votación y la custodia y traslado de las urnas. Al momento de discusión parlamentaria de la Ley Saénz Peña esta circunstancia fue recibida positivamente por los partidos políticos populares, ya que “el Ejército era considerado como una institución ajena a los avatares de la política y, por eso, garantía de la imparcialidad que buscaba el presidente reformador” (de Privitellio, 2010). Esta circunstancia no fue un hecho fortuito, fue el producto de un proyecto transformador que iniciara a principios del siglo XX el Ministro de Guerra Pablo Riccheri.
La política militar del primer gobierno representativo y popular puede ser calificada, al menos, como errática y arbitraria. Diversos especialistas (Scenna, 1980; Rouquié, 1981; Potash, 1985; López, 2009) concuerdan en resaltar algunos elementos que alteraron el equilibrio en el Ejército, institución en la que aun predominaba –por el legado de Riccheri– un carácter profesional y políticamente prescindente. Entre ellos destacan la política de ascensos, destinos y reincorporaciones (de militares radicales que habían sido castigados por el régimen conservador) y una utilización regular de las FFAA en funciones de policiamiento, destacando particularmente los lamentables episodios de la Semana Trágica (enero de 1919) y de la Patagonia Rebelde (1920-1922).
José Uriburu surgiría del contubernio de logias militares anti radicales, tomaría el poder con un puñado de cadetes del Colegio Militar ante la indiferencia (podríamos agregar aquiescencia) de sus camaradas “profesionalistas”. Algo parecido ocurrió con las presidencias de Juan Domingo Perón. Curiosamente este ciclo comenzó con reformas profesionalizantes en el marco de lo que se ha conocido como Doctrina de Defensa Nacional (DDN). Destacan la primera Ley de Defensa (1948), norma que robusteció y operativizó la figura del Presidente de la Nación como Comandante en Jefe de las FFAA; también estableció la creación del Estado Mayor de Coordinación (precoz precedente del Estado Mayor Conjunto). Asimismo en 1949 se creó del primer Ministerio de Defensa de América Latina. Paralelamente, la Ley N°14071 de 1951 crearía el Consejo Federal de Seguridad –presidido por el Ministro del Interior– para coordinar el esfuerzo nacional de policía. Como señala Marcelo Sain, se trataba de un esquema en el que “había una clara diferenciación funcional entre la defensa nacional y la seguridad interior y entre las Fuerzas Armadas y las fuerzas de seguridad y policiales” (Sain, 2010). Sin embargo en una curiosa parábola, quien en los '50 terminaría propiciando el abandono de las formas de conducción profesional fue el mismo gobierno peronista.
Cierto es que en este caso, como también en el de Yrigoyen, las presiones de los sectores antidemocráticos y antipopulares no eran pocas ni pacíficas, en particular destaca el caso de la Armada durante el peronismo. Sin embargo, frente a este tipo de desafío los gobiernos constitucionales tendieron a apelar a una política militar “subjetivante” promoviendo determinadas filiaciones políticas en la carrera militar o inclusive impartiendo cursos de adoctrinamiento. Esto, ulteriormente lejos de neutralizar las acciones golpistas más bien parece haber encolerizado y alienado a los sectores profesionalistas de las FFAA, elementos que resultaban indispensables para conjurar el asalto sobre la Constitución y las leyes.
Un contraejemplo de lo anterior lo podemos encontrar en el caso de la conducción del General Martín Balza en los '90. En diciembre de 1990, como subjefe del Ejército le tocó atender –en el doble sentido de la palabra– a la última rebelión carapintada. Que haya sido la última mucho tiene que ver con el perfil que Balza empezó a imprimir desde la conducción del Ejército. Diría respecto a este episodio: “Tenía la plena convicción de haber cumplido con mi deber de soldado, en salvaguarda de las instituciones de la República y de haber contribuido a insertar la Fuerza en el camino de la subordinación, la disciplina y la cohesión” (Balza, 2001). Desde ese lugar asumiría públicamente la responsabilidad institucional que le cupo a su fuerza en las sistemáticas violaciones a los derechos humanos producidas durante la última dictadura militar. Con ese mismo perfil condujo durante muchos años la jefatura del Ejército durante el largo gobierno de Carlos Menem, no viéndose asociada su figura y su fuerza, ni entonces ni después, con esas políticas neoliberales, por el cariz apolítico y profesional que se ocupó de imprimir en el Ejército.
Al modesto saber, y parcial y debatible verdad de este cronista, sería de utilidad no desmerecer la experiencia internacional comparada ni las lecciones de nuestra propia historia en materia de conducción de las FFAA de cara a un futuro cercano que pinta incierto, complicado y muy posiblemente problemático. El falso y supuestamente intuitivo atajo del control civil subjetivo solo puede añadir un problema adicional a los muchos que heredará el Presidente electo.
* Docente/Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes
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