Un millón de niños

Política, medios e indiferencia

 

El 12 de agosto, UNICEF Argentina lanzó la campaña “El hambre no tiene final feliz”, basada en un estudio sobre el crecimiento y estado actual de la pobreza y la indigencia que muestra que “un millón de niñas y niños se van a la cama sin cenar en el país”.

El número es apabullante, porque cuantifica una de las injusticias más grandes que se pueden concebir —la miseria infantil, en donde el mérito o demérito no existen— y porque ocurre en un país ampliamente excedentario en la producción de alimentos.

¿Cómo puede ocurrir? ¿Cuáles son las condiciones políticas, económicas y sociales para que esto suceda? ¿Qué le pasa a la dirigencia de la Argentina en todos sus ámbitos? ¿Qué le pasa a la sociedad que observa y tolera esta catástrofe?

Dado que no se trata de un proceso natural —una plaga, un terremoto, una inundación masiva—, la carencia masiva de alimentos suficientes para porciones importantes de la población deriva de la organización económica que viene teniendo el país y de las prioridades que están implícitas en las políticas públicas que se vienen implementando en los distintos gobiernos.

Si bien los 12 años kirchneristas mostraron importantes avances en la reducción de la miseria extrema, llevándola a números mínimos, los límites de sus políticas se vieron reflejados en cuanto a la eliminación de la pobreza, que si bien se redujo con relación a la catástrofe recibida, terminó en una cifra equivalente al 29% de la población.

El macrismo quebró la tendencia positiva a reducir la pobreza y volvió a promover los mecanismos causantes del empobrecimiento, que ya habían sido registrados durante la hiperinflación alfonsinista y durante el híper-liberalismo menemista. 

El reciente gobierno del Frente de Todos no fue capaz de mover el amperímetro. Es cierto que fue agobiado por pandemias, guerras internacionales y sequías, pero también por la evidente vocación albertista de no malquistarse con los poderes fácticos, entre los cuales figuran los monopolios alimenticios que fabrican para el mercado interno y los grandes exportadores de carnes y granos que luchan por la libertad de ganar más plata a costa de la vida de la gente. 

El mileísmo es una nueva etapa del ataque al nivel de vida de las mayorías. 

Todas las medidas que se toman terminan dañando la capacidad de consumo popular y, en el caso de los pobres, la posibilidad de alimentarse. Este ataque se hace con la aprobación entusiasta del poder económico, de los principales medios de comunicación, del aparato judicial indiferente a la ley y a la Justicia y con el acompañamiento político del macrismo, el radicalismo y el pichettismo. 

Nunca como hoy es tan claro que el sistema político considera ciudadanos a los incluidos en los segmentos más acaudalados, los ABC1 y C2, que constituyen un 22% de la población. El resto de los habitantes del país somos cartón pintado y no formamos parte de los factores que se evalúan en las grandes decisiones. 

Es evidente que sólo cuando los ABC1 y C2 protestan, se enojan o se indignan por algún motivo que a ellos les importa, el sistema político reacciona y es capaz de enmendar alguna medida que se ha tomado. De lo contrario, el personal político gobernante no se inmuta frente a los padeceres ni considera relevantes los sentimientos y realidades de las otras franjas económicas que componen la sociedad argentina. 

Volverán a tomarlas en cuenta, seguramente, con discursos más amplios, más sensibles y empáticos, en tiempos electorales. 

Pero el sistema político realmente existente que hoy nos gobierna sólo toma en consideración a un sector muy restringido de la sociedad.

Lo que queda como interrogante es quién logrará representar a ese millón de niños, a sus familias y a ese mundo de severas penurias, olvidado por la política argentina. 

Quién será capaz de poner a ese millón de niños en el centro de la atención pública —lo que significaría ser capaz de revertir toneladas y toneladas de desinformación y estupidez que se vierten cotidianamente en la cabeza de las mayorías—. 

Quién logrará perforar el muro de silencio y banalidad que ha permitido poner en el centro de los discursos públicos “la libertad de mercados” y la libertad de los ricos para enriquecerse más de la forma que sea, o los espectáculos cargados de morbo y amarillismo que hoy permiten enturbiar aún más la comprensión pública del proceso de demolición que hoy se está ejecutando contra la Nación argentina.

La tarea no es sencilla, requiere elaboración colectiva, humildad, organización. Y poder dar cuenta de debates que el campo popular tiene aún pendientes.

 

Telenovelas y realities para todos y todas

Los sucesos políticos de estas semanas se inscriben en las mismas lógicas de fondo que han marcado los últimos 20 años de la supuesta democracia argentina.

Tanto el episodio multimedios “Alberto Fernández”, como la comparecencia de Cristina como testigo en el juicio por el intento de asesinato a su persona cuando era Vicepresidenta del país, son una ilustración extraordinaria de quién ejerce realmente el poder, y quiénes son los verdaderos responsables de que el grueso de la población argentina la esté pasando tan mal con este gobierno.

Desde las páginas de El Cohete no escatimamos críticas a la inconsistencia, falta de personalidad y de iniciativa política eficaz de la gestión de Alberto Fernández. Terminó siendo un gobierno conservador, que no pudo revertir tendencias neoliberales en marcha en la economía y la sociedad. A pesar de ese conservadorismo, no alcanzó a satisfacer las aspiraciones de los sectores del capital concentrado, que siempre quieren más.

En estas semanas se agregó a su figura la acusación de haber sido violento y maltratador con su pareja, Fabiola Yáñez. La derecha gobernante y la mediática —que es una síntesis de voceros y aduladores de Milei y Macri— han pretendido hacerse un festín con las acusaciones contra Fernández. Como los medios son parte del amplio partido político de la derecha, la operación publicitaria en curso intenta dar por acabado al peronismo, al kirchnerismo y al feminismo en un mismo acto. 

Los “periodistas independientes” están embarcados en una campaña de exageración y demonización de Alberto Fernández que por supuesto no apunta a él, que se estaba desvaneciendo de la escena política local. Cuesta pensar que es el super villano de la Argentina, considerando a todos los actores y a todos los pecados realmente existentes y conocidos públicamente. 

Por supuesto que los hechos relatados merecen el repudio y la condena social, pero aquí estamos frente a otra cosa: publicidad política contra las políticas públicas de protección a las mujeres, contra el espacio político peronista y kirchnerista. Como confirmaría el episodio “Alberto”, todos los de “su” campo son corruptos, ladrones, violentos y machistas. Aunque a la derecha esos valores sólo le importen si con eso pueden generar daño político a las fuerzas políticas que les pueden hacer frente.

De existir prensa realmente independiente y justicia realmente independiente, tendríamos oportunidad de producir un verdadero saneamiento político y moral, que abarque a todo el mundo, sin excepciones. No es el caso. 

Se trata, pura y simplemente, de usar un episodio deplorable, llevarlo al paroxismo, para generar y atornillar en las mentes sentimientos de rechazo y sospecha hacia todo lo que en nombre de lo popular se oponga a los factores de poder o represente cambios sociales igualitarios.

Ahora pusieron a toda la sociedad a hablar sobre la violencia de género. No para sacar grandes lecciones que nos hagan mejores a todxs, sino para fortalecer el proyecto reaccionario que hoy tiñe la política nacional. Así como en su momento el show “los bolsos de López” fue pasión de masas y sirvió para demonizar al kirchnerismo y debilitarlo, a pesar de que los bolsos provenían precisamente del campo autodenominado “republicano”, hoy el show “Alberto violento y machista” sirve para que la derecha desarrolle el odio social contra sus enemigos. 

 

 

¡Que viva la antidemocracia!

Es repugnante el ninguneo comunicacional y la grosera desidia judicial a la que está sometida la causa por el intento de asesinato de Cristina Fernández. Es evidente que hay una decisión —de la cual la jueza Capuchetti es sólo una pieza— de lograr la impunidad de los que planificaron y financiaron la operación que tenía que desembocar en la muerte de una potente líder popular.

Repasar las vicisitudes del intento de magnicidio llevarían muchas más páginas de las que disponemos. Pero podemos decir que estamos en presencia de una planificación “de manual” sobre cómo inducir un crimen político, pasando por sucesivas etapas de demonización y deshumanización de la persona en la opinión pública, usando en forma sistemática los medios de comunicación de masas, agitando y creando mediante propaganda constante un clima de odio irracional en sectores de la población, promoviendo acciones públicas violentas de grupos más selectos que acostumbren al público a la salvajada, en un crescendo que desemboca finalmente en la acción específica para asesinar a la persona señalada. Tales acciones —todas esas acciones— no pueden ser fruto de personas sueltas. Hay muchos recursos materiales, profesionales y organizativos detrás de un objetivo político de semejante magnitud. 

Matar a Cristina era sembrar el terror en la política argentina, crear un clima de conmoción que superaría lo que Alberto Fernández podía resistir, mandar un mensaje eterno a todo dirigente medianamente reformista en nuestro país y tratar de fragmentar la fuerza política que había protagonizado —con autonomía— un ciclo de claro mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías.

Y aquí es donde el hecho trasciende la idea del asesinato físico de una persona. 

La intención del acto criminal era, en realidad, política, mucho más allá de lo que pudiera elucubrar su ejecutante. 

Lo que se busca desde 2008 es hacer desaparecer a todo el espacio kirchnerista, en el cual la derecha local y diversas embajadas han visto el mal encarnado. 

En el período 2003-2015 se presenció un despliegue de la democracia en un sentido social que no estaba en los planes de la clase dominante local, que había saboreado las mieles del proyecto neocolonial del menemismo. En el tiempo de Néstor y Cristina Kirchner también se desplegó una red de solidaridad política latinoamericana que tampoco estaba en los planes de quienes consideran a nuestra región su “patio trasero”.

Vale la pena recordar que esa nueva síntesis política, no sólo recogía aspectos del peronismo transformador, sino también de la democratización radical, de la tradición liberal republicana —como muy bien ha demostrado el politólogo Eduardo Rinesi en sus textos—, del nacionalismo no fascista, de los nuevos movimientos sociales y culturales del siglo XXI y de fracciones de la tradición progresista y de izquierda.

El kirchnerismo desde el gobierno supo tener la suficiente fuerza como para evitar que el resto del peronismo se entregara definitivamente al modelo neoliberal, como ya había ocurrido en los ‘90. Con su impacto a nivel social y federal, el kirchnerismo impedía construir ese modelo político neoliberal con una centro-derecha y centro “izquierda” neoliberales ambas, tan caro a los nostálgicos de los años ‘90 y del modelo chileno.

Pero el fenómeno político se negaba a diluirse luego de la derrota de 2015 y seguía pesando en la escena nacional, a pesar de su debilitamiento relativo. Era imperioso destruir al kirchnerismo, no sólo por sus méritos, sino también para que dejara de ser un obstáculo. 

¿Obstáculo a tener una República verdaderamente democrática libre de corrupción y de demagogia? No. 

Obstáculo para la concreción de este proyecto desastroso que hoy gobierna el país, gestionado por gente que no duda en entregar la soberanía nacional, destruir todos los logros materiales y culturales del desarrollo nacional y agredir masivamente a la población en las cuestiones más básicas.

Lo decía Patricia Bullrich en su campaña electoral: “Conmigo se termina el kirchnerismo”. ¿Qué quería decir eso? ¿Cómo se termina de un día para el otro con una fuerza política democrática y popular? ¿A qué se va a apelar para que se “evapore” de un día para otro un vasto campo político?

Lo cierto es que por decir ese tipo de barbaridades, Bullrich derrotó al “tibio” Rodríguez Larreta, quien a su vez se mostraba dispuesto a “hablar con todos los sectores, menos con el kirchnerismo”: toda una fuerza política que destilaba puro odio de clase sublimado detrás de apelaciones republicanas. Esas PASO reflejaron, sin duda, la alienación y el envilecimiento de parte de un público supuestamente moderado, que no casualmente desembocó en el voto al extremista autoritario de Milei. 

Es que el anti kirchnerismo fue también la vía de introducción en vastos sectores sociales, de contenidos de derecha, ampliamente hostiles a lo nacional, a lo estatal, a lo público, a lo colectivo, a lo comunitario. Queda claro, luego de la experiencia de estos ocho meses de gobierno libertario-autoritario, que todas las declaraciones de fe republicanas que esa derecha permanentemente indignada profirió contra con el “populismo” no eran más que farsas útiles para dotar de palabras venerables la cháchara antikirchnerista.

 

 

Éxito mediático, fracaso económico

La derecha sabe cómo manipular y conducir a la población. 

Ha estudiado mucho mejor que los espacios populares y progresistas las complejidades de la subjetividad de las masas, y no duda en instrumentarlas para sus propios fines políticos. Así, logra hacer de un atentado institucionalmente gravísimo un hecho irrelevante y de la lamentable vida privada de un dirigente en extinción, un hecho que llena de morbo la cotidianeidad de las masas.

Por debajo, continúa la búsqueda de una estabilización económica imposible porque ningún tema estructural está resuelto. Varios frentes financieros, cambiarios y productivos muy sensibles están atados con alambre. Y además hay un horizonte cercano de sufrimiento social oscuro y amenazante.

Lo que está en juego en este momento es si una minoría económica —sin proyecto nacional— puede domesticar por completo a la sociedad argentina y transformarla en un país zombi —sin control sobre sí mismo, sin soberanía—, con una sociedad atomizada en individuos mirando su propio ombligo, sin otro principio ni otro horizonte que ser una pieza ciega en el juego de una globalización enclenque conducida por “Occidente”.

Milei es por ahora fuerte, porque todavía perdura un efecto de albertización en el arco potencialmente opositor.

El show “Alberto” nos da la oportunidad de reflexionar sobre la calidad de las dirigencias populares y también sobre la solidez y convicción de las militancias. 

¿O es que el ánimo del campo nacional y popular va a ser conducido por unos cuantos mercenarios televisivos? 

¿O es que las convicciones en materia de justicia e igualdad dependen de shocks de propaganda y emociones profesionalmente suministrados por los medios del capital? 

¿O es que la sensibilidad frente a los problemas sociales reales se suspende para escuchar el último WhatsApp filtrado por jueces de derecha, para que lo difundan medios de derecha, para que sirvan de cortina de humo de los destrozos del gobierno de derecha?

Un millón de niños víctimas de este sistema perverso merecen otra templanza y otra respuesta.

 

 

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