Un hábito del alma
La justicia es un hábito del alma, observando en el interés común, que da a cada cual su dignidad
No sé si comenzó de repente, pero al menos yo me di cuenta lentamente. En mi memoria son flashes de cosas que iban sucediendo y quedaban ahí, en mi memoria sin un hilo que los uniera. Eran recuerdos de puteadas aisladas. En mi defensa –inútil a esta altura, por cierto—, alego que venía de ganar junto con los demás abogados del Estado la constitucionalidad de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y estaba enamorándome de alguien de quien no debí enamorarme. Lo supe desde el principio, pero no quise evitarlo. Fue un error. Sé por experiencia grabada en a fuego en la piel, que a la locura y al maltrato hay que huirles. Pero no hui, decidí quedarme y pagué con sangre esa decisión con el paso de los años.
En el 2012 casi me había muerto en una terapia intensiva. Sobreviví. Y diciembre de 2013 me encontró entonces viva, feliz y desatenta. Leía sobre las denuncias que le hacían a los funcionarios del gobierno de Cristina Fernández. Un poco me reía. Tildando de paranoicos querulantes a los denunciantes, cuyos nombres se repetían hasta el paroxismo. Registré con preocupación el levantamiento de las policías provinciales y un sordo runrún en los pasillos de los Tribunales, que de pronto comenzó a sonar cada vez mas fuerte. Pasó poco más de un año y el runrún se volvió estruendo. Un día de lluvia marcharon por un fiscal que todos ellos detestaban y que había muerto en circunstancias que aún deben esclarecerse. Y fue la presentación en sociedad de lo que ya conocíamos como Partido Judicial. También el blanqueo de una relación que ya era carnal a esas instancias. El del Partido Judicial con la dirigencia de Cambiemos y con los medios de comunicación.
He dedicado muchas notas a contar lo que pasó después de diciembre de 2015. Sobre todo, respecto a —y en– el Poder Judicial. El domingo que escribí mi primera nota en El Cohete a la Luna, fue para hacerle un homenaje a Enrique Petracchi, juez de la Corte Suprema que había fallecido. Lo homenajeé desde uno de sus mejores votos, tal vez la mejor defensa de la presunción de inocencia que ha escrito alguien alguna vez, que fue su voto en disidencia en el caso “Ricardo Francisco Molinas contra Nación Argentina”. Señalé en aquella oportunidad la presión sobre los jueces de este país que ejercía el gobierno de Cambiemos, y cómo la presión de los medios había convertido en prisioneros a los propios jueces, impedidos por las portadas de los diarios de aplicar las normas y respetar derechos y garantías de las personas.
Cuando escribí aquella nota, yo estaba muriéndome desangrada de dolor, de humillación y de furia, por no haber huido a tiempo de mi propia terquedad, Volver a escribir fue tal vez el primer acto de energía vital que pude realizar en meses. Escribir me salvó la vida y como un reiterado milagro, lo sigue haciendo aun hoy.
Aquella alianza nefasta de miembros del Poder Judicial, sectores políticos y medios de comunicación, exhibida sin pudores desde el año 2014 y destinada perseguir opositores políticos, no logró quebrarse siquiera con la derrota electoral del 2019. En estos días hemos vuelto a sentir el runrún despiadado y las celebraciones vergonzantes e impúdicas. Ocurrió cuando el nuevo gobierno dio a conocer las primeras medidas para corregir algunos de los hechos más cuestionables en materia judicial que sucedieron en el gobierno anterior y los lineamientos de la reforma judicial que impulsa a los fines de curar a la Nación Argentina de la pandemia de injusticia que asoló y asuela este país.
Vimos cómo dos tribunales de apelaciones dictaron acordadas tachando como inconstitucional un proyecto de ley. Por absurdo que parezca, dos Cámaras de Apelaciones decidieron, firmaron e hicieron pública semejante barbaridad jurídica.
Bien, señores, resulta que esos tribunales no pueden hacer semejante cosa. Hay un principio básico en materia de responsabilidad de los funcionarios públicos y los miembros de las cámaras lo son, sin dudas— que establece que, en tanto funcionarios públicos, sólo pueden hacer lo que está legal o reglamentariamente permitido. Emitir opiniones sobre proyectos de ley en tratamiento no es algo que las Cámaras de Apelaciones tengan como competencia atribuida por ley o reglamente alguno.
Los organismos públicos ejercen sus funciones conforme las leyes y reglamentos que así se lo permiten. La capacidad de actuación de los organismos públicos es lo que en derecho administrativo conocemos como “competencias”, esto es capacidad de actuación. Las personas de carne y hueso, según el artículo 19 de la Constitución, tenemos la plena capacidad de hacer lo que se nos cante, siempre que no haya una norma expresa que nos lo prohíba. Por eso los abogados decimos que, en el caso de las personas físicas, la capacidad es la regla. Con las personas jurídicas de derecho público la situación es bien distinta. Porque su capacidad, esto es su “competencia” o capacidad de actuación, debe estar autorizada por una ley o norma reglamentaria. Si no existe dicha norma habilitante, la persona jurídica de derecho publico simplemente NO tiene capacidad de actuación, esto es carece de competencias para actuar. Por eso los abogados decimos en materia de capacidad de organismos públicos que “la competencia es la excepción". Básicamente porque el organismo en cuestión sólo será competente si existe una norma que así lo autorice.
Cada uno de los poderes del Estado tienes sus propias competencias. Así el Poder Ejecutivo administra, el Poder Legislativo hace leyes y el Poder Judicial juzga. Esas son sus misiones primarias. Mas allá de estas misiones primarias, cada organismo público, no importa a que poder pertenezca, tiene funciones de administración, de legislación y de juzgamiento en la órbita de sus propias competencias. Voy a dar un ejemplo sencillo. Cuando el Poder Judicial contrata a un empleado no lo hace mediante una sentencia, lo hace mediante un acto administrativo, porque está ejecutando una función administrativa. No judicial. Cuando el Poder Judicial despide a un empleado, supongamos que por incumplir el régimen de asistencia, también lo hace con un acto administrativo, que aunque aplica una sanción lo hace en ejercicio de la función administrativa sancionadora y no con una sentencia .Es lo que llamamos el poder administrativo sancionador. Cuando el Poder Judicial establece un reglamento, digamos el régimen de horarios para el funcionamiento del Poder Judicial, está legislando, es decir creando una suerte de ley, que será de cumplimiento obligatorio para todos quienes trabajen en relación al Poder Judicial. Sean sus empleados o los abogados Tampoco lo hace bajo forma de sentencia. El acto administrativo que establece normas generales de conducta dictado por el Poder Judicial se llama "acordada" y es la función legislativa que la ley le concedió al Poder Judicial.
Podrán ver que el Poder Judicial carece de competencias para opinar sobre proyectos de ley. Su función primaria es la de juzgar, y sus otras funciones son orden administrativo y no vinculadas al proceso de creación de las leyes. Distinto es el caso del Poder Ejecutivo, al cual la Constitución sí le atribuye arte y parte en el proceso de sanción de las leyes a través de la posibilidad de vetarlas o promulgarlas. No es que la Constitución discrimine al Poder Judicial, sino que le asigna otra función específica respecto a las leyes: su control posterior.
Si los órganos del Poder Judicial admiten convertirse en meros dictaminantes de proyectos de ley, declinan al hacerlo su facultad de control posterior sobre dichas leyes. Por la sencilla razón que, al haber opinado sobre las mismas, no a titulo personal, sino como órganos jurisdiccionales, su imparcialidad como jueces y como órganos ha quedado comprometida de aquí en adelante y ya no podrán intervenir en cualquier tema vinculado su aplicación.
Podrían haber opinado como podemos todos los ciudadanos de este país, comunicando su opinión al Congreso de la Nación. Pero declinaron hacerlo como ciudadanos que conocen bien el tema y decidieron hacerlo como jueces, dictando acordadas. Decidieron hacerlo a través del dictado de un acto para cual carecen de competencias, para hacer algo que no pueden hacer como jueces, esto es intervenir en el proceso de formación de las leyes. Al hacerlo declinaron su posibilidad de actuar como jueces en lo que refiere a dicha ley. Un acto tan bochornoso para ellos, como inútil para todos.
La pregunta que subyace y persiste es qué interés o fuerza tan poderosa hay detrás de evitar a toda costa que prospere la iniciativa de reforma judicial, que ha reeditado la nunca disuelta alianza de Cambiemos, sectores del Poder Judicial y medios de comunicación, cuya respuesta ha sido unánimemennte en contra.
Los representantes de Cambiemos se opusieron a discutir el proyecto antes incluso de conocerlo. Lo mismo hicieron los medios de comunicación. Y sectores del Poder Judicial dictaron un acto para el cual son manifiestamente incompetentes para oponerse.
La respuesta a esa pregunta tiene múltiples aristas, pero que simplificaré, a riesgo de dejar de lado otros aspectos, diciendo que lo que se está discutiendo es el Poder. Por un lado, el poder de la Constitución, que establece las reglas de funcionamiento del Estado argentino, y por otro lado el poder de sectores que hoy creen que pueden estar por sobre esa Constitución.
El artículo 99, inciso 4 de la Constitución dice expresamente que el Poder Ejecutivo “nombra a los demás jueces de los tribunales federales inferiores en base a una propuesta vinculante en terna del Consejo de la Magistratura, con acuerdo del Senado, en sesión pública, en la que se tendrá en cuenta la idoneidad de los candidatos”. Con el paso de los años se desdibujó esta regla tan claramente expresada en la Constitución Nacional, y consagración de un derecho fundamental, esto es el de juez natural. (Artículo 18: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado… o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa”.) A veces sucede que un tribunal se queda sin juez por diferentes causas. Ante la ausencia de juez se designaba un subrogante, siempre provisoriamente, una suerte de suplente de juez. Nunca un juez provisorio podría convertirse en un juez definitivo sin acuerdo del Senado de la Nación. Y para cubrir las vacantes de los tribunales, desde 1994 en adelante debe llamarse a concurso. Es lo que exige la Constitución, que es ley suprema de la Argentina.
Si hay una vacante en algún tribunal y mientras se sustancia el concurso para cubrir dicho lugar, se habilitó que el lugar fuese cubierto mediante el traslado de un juez de otro tribunal. Pero —y este es un pero no menor— si el juez trasladado quisiese quedarse para siempre en el nuevo lugar, el Senado de la Nación debería darles el acuerdo. Porque de otro modo estaríamos frente a un país con dos tipos de jueces, los que tienen acuerdo del Senado y los que no. Busco y busco en la Constitución la posibilidad de jueces sin acuerdo del Senado. No la encuentro.
Hubo leyes y reglamentos que en diversos momentos de la historia permitieron estos traslados, pero siempre faltaría el acuerdo del Senado para que un juez fuese designado en un nuevo cargo. Como recordó la propia Corte Suprema al dictar la acordada 4/18, remitiendo a un voto del enorme Enrique Petracchi junto a Belluscio: “El nombramiento es para un cargo específico y no consiste en cambio en la atribución genérica del carácter de 'juez' sin adscripción concreta a un cargo […] si bien es cierto que en el decreto presidencial se disponía el 'traslado' […] dicha medida es, en realidad, el 'nombramiento' del citado juez en un nuevo cargo judicial […] se está produciendo un nuevo nombramiento”.
Se establecieron una serie de condiciones para que ocurriese el traslado de los jueces. Hace poco el Consejo de la Magistratura ordenó revisar 10 traslados, señalando que tales jueces no habían sido trasladados conforme dichas condiciones y recomendando que las designaciones en dichos cargos fuesen sometidas al tramite dispuesto por el artículo 99. inc. 4 de la Constitución.
¿Quién puede considerar agravio que se cumpla con la Constitución?
Quien escribe esta nota está convencida de que, como no hay dos tipos de formas de designar jueces en la Argentina, corresponde entonces concluir el acto federal complejo establecido por la Constitución para la designación de los jueces. Y a estas designaciones les falta el acuerdo del Senado. No son menos jueces que antes, pero sí son jueces que para consolidar su situación en el tribunal al que fueron trasladados requieren el acuerdo de Senado de la Nación. Como señaló Bidart Campos, "un nombramiento se refiere un cargo judicial determinado […] de manera que 'cada' acuerdo debe acompañar 'cada' cargo”. Porque como señalara la Corte Suprema en el caso Aparicio, “el nombramiento de los jueces de la Nación con arreglo al sistema constitucionalmente establecido se erige en uno de los pilares esenciales del sistema de división de poderes sobre el que se asienta la República”.
Lo que no es atendible es la pretensión de que el Poder Judicial inhiba a los otros poderes de ejercer sus atribuciones constitucionales. Todos los jueces de la Nación Argentina deben pasar por el acuerdo del Senado de la Nación. Porque no hay dos Constituciones, ni dos tipos de jueces. No en la República Argentina.
Este es el país que tenemos hoy. Donde quienes están obligados a hacer cumplir la Constitución, piden no ser alcanzados por sus disposiciones. Donde quienes se supone son los custodios del cumplimiento de la Ley Suprema, la vulneran dictando actos para los cuales son incompetentes manifiestamente. Un país donde los diarios del domingo pasado trasmitían presuntas amenazas de miembros de la Corte Suprema sobre las consecuencias en materia de fallos contrarios al gobierno que saldrían, si la Comisión que asesora al Presidente decide aconsejar la ampliación de los miembros que integran la Corte Suprema. Voy a decir esto porque lo pienso: no sé si las amenazas que leímos son de la propia Corte o de la prolífica imaginación de ciertos medios de comunicación, que más que adelantar dichos fallos, los exigen. Porque pienso que, si el Poder Judicial va a declinar su poder de juzgar, como ya hicieron dos cámaras de Apelaciones, y se va a limitar a dictaminar, entonces alguien va a juzgar. Y hoy parecen ser ciertos medios de comunicación los que pretenden dictar sentencias.
En lo personal, me importan tres quinotos cuántos miembros tiene o tendrá la Corte Suprema. Lo que sé a ciencia cierta es que los casos sometidos a consideración de los tribunales, y de la propia Corte Suprema, no pueden ser espadas de Damocles sobre los gobiernos y los justiciables. Porque señalo: ¿quién creerá en la justicia de los fallos que emitan los tribunales argentinos en estos días?
Lo que me preocupa es que el runrún que ya conozco volvió a sonar con fuerza. Espero que los tres poderes que conforman el Estado sepan escucharlo y actúen para evitar las horribles consecuencias de ese runrún que, a los efectos institucionales, es como el ruido de las langostas que sienten los cosechadores en verano. El ruido de cosas malas para todos, menos para las langostas.
Ese ruido ya ha precedido inmensas injusticias, muchísimo dolor y esta sensación de amargura con la que cierro esta nota. Para exorcizarla voy a recordar una de mis citas favoritas, que es de un señor que se llamó Cicerón y que supo decir "la justicia es un hábito del alma, observando en el interés común, que da a cada cual su dignidad”. Todos sabemos qué tenemos que hacer para cumplir la ley. Y todos sabemos qué hacer para que haya Justicia.
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