UN EVANGELIO A LA MEDIDA DE SÍ MISMO
El premio Nobel 2003 J.M. Coetzee despliega su oficio para acceder a la divinidad
A María Inés Cuba, que nunca se la creyó, in memoriam.
Cuando un general romano regresaba victorioso, la ciudad lo recibía con vítores, trompetas y un camino tapizado de flores. En la cuadriga tirada por caballos blancos, un eunuco le sostenía sobre la cabeza una corona de laureles y le susurraba permanentemente al oído: “No eres un dios. No eres un dios. No eres un dios”. Ya entonces el protocolo intentaba vacunar contra la infatuación, esa pasión por la divinidad que ataca en el momento del éxito y el reconocimiento. En el barrio se dice: “Se la creyó”, y todo el mundo sabe de qué se trata.
Peste que ataca no sólo a los generales de la Roma imperial, se verifica en los más variopintos asuntos. Es ostensible en el deporte, la política, las más diversas profesiones y entre las artes, la literatura por supuesto no queda exenta. Los quince minutos de fama, algún morlaco, hacen de la infatuación el detonador que desata el estallido del mejor de los talentos. Conservar el podio, los aplausos y el estipendio pueden arrastrar a la repetición y a la banalidad. Pues una vez que el espejismo de tocar el cielo con las manos atrapa, resulta tortuoso descender a la superficie del planeta. Más cuando hay un público capturado por el marketing que hace devotos más del nombre que de la obra. Un indicador, por cierto falible, es cuando en la tapa del libro el nombre del autor está en tipografía mayor que el título.
Es lo que parece haber sucedido con John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) en sus últimas producciones; la trilogía compuesta por La Infancia de Jesús (2013), Los días de Jesús en la escuela (2017) y ahora La muerte de Jesús (2019). Atrás quedaron los días de aquella escritura esmerada, de la no por sutil menos contundente descripción y denuncia del colonialismo, la explotación y la injusticia, dotada de tramas poderosas y personajes de rasgos implacables. En la cima de su propio Parnaso, el autor sudafricano agrega al premio Nobel obtenido en 2003 la promesa de eternidad que le brinda la construcción de su personal evangelio. La pía referencia siempre garpa, por más que el Nazareno ni pinte en ningún renglón y sea reemplazado por David, un pibe supuestamente huérfano cuya vida queda trazada entre los seis y los once años. Caprichoso, imprudente, autoritario y probablemente esquizofrénico, el infante es proclamado por portar un mensaje merecedor de tributo: “El hecho de que tuviera o no una nube en la mente no tiene importancia porque tal vez él mismo, David, haya sido el mensaje. El mensajero era el mensaje: un pensamiento deslumbrante, ¿no te parece?” Pregunta retórica, sin escapatoria, con la respuesta embutida en el interrogante mismo, da la constante de toda la novela. Otra: poetizar la locura. Perversión, infantilismo, que a fin de existir requiere omitir que la locura, la verdadera, la psiquiátrica, es una mierda a cualquier edad.
Acompañan al pequeño esquizo personajes de nombres bíblicos y literarios, reconocibles por burgueses aburridos, esporádicos devoradores de best sellers, cuyo bagaje cultural mana del History Channel. Está Simón, que ni se asemeja al apóstol, la juega de padre putativo; Juan Sebastián, que tampoco es Bach pero dirige la academia de música; Ana Magdalena, dos en una, que fenece achurada por Dmitri, porque Dostoievski andaba cerca. Y de así en más.
A David se le da por el baile y el fútbol, no se sabe bien si porque le gusta o porque se destaca, o porque tiene gambas, o ambas; pero no importa. Lo que sí tiene son visiones: “El ritmo adormecedor de la danza, el canturreo de la flauta, inducen un estado de trance en el que fragmentos arrancados del lecho de la memoria se arremolinan en el ojo interior”. Alucina cursilerías. Leyó el Quijote en una versión infantil, creyéndolo crónica verídica, lo memoriza y reproduce; es el imprescindible cacho de cultura. Un día abandona a sus padres adoptivos y se interna en forma voluntaria en un asilo de huerfanitos. Tras una sucesión de escenas fuertes, plagadas de golpes bajos y obviedades efectistas, allí se desata el calvario.
Como la saga arranca con la emigración de la familia de un país de habla inglesa a otro hispanoparlante, donde —como todo anglosajón sabe— las cosas son más toscas, Coetzee encuentra amplias llanuras gramaticales donde desplegar un oficio imposible de poner en duda. Como abandona posiciones ideológicas de antaño, en su lugar apuesta a un artilugio más destinado a la sorpresa que a que alguien lo crea. Como siempre, escribe en la lengua materna, el inglés. Pero como lo considera “el idioma del imperio”, que “ha dejado de ser plural” y otras consideraciones políticamente correctas, ordena a sus editores que se tome por originales las versiones en castellano traducidas (en forma prolija y espléndida, hay que decirlo) por la argentina Elena Marengo. Lo que no queda claro es si las versiones en inglés se realizarán desde la española o qué: una suerte de lisérgica cinta de Moebius editorial.
Así, en criollo y desde las alturas, Coetzee le dice al lector que lo que está haciendo en ese preciso instante, leer, no lo hace como corresponde pues, ilumina: “Tienes una idea falsa de lo que quiere decir leer (…) Leer de verdad significa escuchar lo que un libro tiene que decir, y reflexionar sobre ello… tal vez, incluso tener una conversación mental con el autor. Significa aprender cómo es el mundo, el mundo tal cual es realmente, no como tú deseas que sea”. Enterada la gilada de que el mundo es como Coetzee dice que es, La Muerte de Jesús sigue latiendo hasta donde el autor se le ocurre, ya agotado de narrar tantos sucesos tan tremendos como para que ninguno tenga efectos, los actos sean sin consecuencias, en fin, no pase nada.
Fábula, distopía, alegoría, metáfora, son algunas de las figuras con las que los comentaristas contantes de la prensa dan letra a los publicistas sonantes que hacen bien las cuentas, para disfrazar lo que es llana moralina metonímica de un laburante del tipeo. Digna solución para quien no quiere descender del pedestal que supo nobelmente conseguir, ni perder el correspondiente nivel de vida. Nada garantiza —desde ya— pasar a la historia, y menos a la historia comparativamente pequeña de la literatura. Sin embargo Coetzee queda registrado como el autor con mayor número de autobiografías (seis) entre explícitas y camufladas, magno preámbulo para la trilogía que culmina con La Muerte de Jesús, donde confirma que, para ser más que un dios, no hay como escribir la historia oficial de ese dios.
FICHA TÉCNICA
La Muerte de Jesús
J.M. Coetzee
Buenos Aires, 2019
189 págs.
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