Un clima enrarecido

Un recorrido por la situación mundial: crisis climática, guerra y ultraderechas en ascenso

 

Todos los fuegos

En Grecia evacuaron islas para proteger a la población de pavorosos incendios que también acecharon a Atenas y obligaron a suspender las visitas turísticas al Partenón. En otros países europeos, trombas de agua arrasaron poblaciones. En los últimos días, se padecieron en todo el sur del continente temperaturas insufribles.

Se registraron casos todavía más extremos en otras zonas del hemisferio como Arizona o Irán; en los últimos días hubo gente en Hawaii que se arrojaba al mar para escapar de las llamas. Las inundaciones en China obligaron a trasladar a cien mil personas hace una semana. Antes de eso, el humo de los incendios en el sur de Canadá volvió irrespirable el aire de Nueva York y se produjeron anegaciones catastróficas en otras ciudades de Estados Unidos. Julio resultó el mes más caluroso según todos los registros históricos. En pleno invierno, muchos puntos de la Argentina registraron temperaturas de 30 o más grados la semana pasada. No hay pruebas de que este último fenómeno corresponda al calentamiento global, pero tampoco muchas dudas.

 

Derecha o más derecha

En Alemania, el país donde se descontaba que toda pulsión hacia la derecha radical resultaría bloqueada, el más importante dirigente de la Democracia Cristiana (CDU) sugirió en una entrevista que su partido debía buscar entendimientos políticos con la ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD) en los distritos donde esta agrupación gobierna. La CDU es el principal partido del país, actualmente en la oposición. Según las siempre dudosas encuestas, AfD ha llegado a ser la segunda fuerza, superando a los socialdemócratas que encabezan el gobierno nacional de coalición con verdes y liberales. Aquel dirigente de la CDU fue inmediatamente cancelado y se desdijo. Como sea, el cinturón sanitario contra la derecha racista empieza a resquebrajarse donde era impensable que sucediera.

La ultraderecha, con diversas modulaciones nacionales, ya está en el poder en Hungría, Polonia e Italia. En Finlandia constituyó gobierno con los conservadores. Comparte con ellos, como en el resto de Europa, un firme compromiso con el ideario neoliberal, anti-sindical y anti-izquierdista. Se diferencian de sus socios por matices sobre las políticas inmigratorias, aspectos en los que al fin se puede acordar; la alejan de ellos estilos y retóricas políticas. Este último aspecto concentra el repudio del progresismo que muchas veces descuida las profundas convergencias programáticas de las distintas derechas, alineadas con la gestión económica dominante en todas partes, incluso allí donde gobierna la autodenominada izquierda socialdemócrata.

 

Defender lo indefendible

Por supuesto que el racismo de los ultra-derechistas resulta deplorable, pero no debe opacar el hecho de que sus propuestas sean tan afines a las de los conservadores en puntos centrales. Porque la ultra-derecha resulta al fin un señuelo del neoliberalismo. Mientras se habla de los horrores de la primera, el segundo sigue su curso ascendente y canaliza a través de ella un rechazo social que de otro modo se dirigiría hacia otra zona política.

Pero el conservadurismo también arriesga la autodestrucción por su cercanía a una radioactiva derecha extrema. La bancada conservadora de Finlandia, por ejemplo, defendió a un ministro ultra cuando se reveló que había mantenido contactos con grupos nazis y propuso una pensión para los veteranos de ese país voluntarios de las SS. El tema produjo una conmoción nacional y divisiones en la propia bancada conservadora que finalmente votó a favor del ministro. Poco después este debió renunciar porque surgieron contra él acusaciones aún peores. Para los conservadores la defensa de este personaje fue pura pérdida. El episodio no representa un caso aislado en la breve historia de aquella comunión política. Pocos consideran en Helsinki que semejante gobierno consiga completar su mandato.

 

Aparta de mí ese cáliz

Domingos atrás hubo elecciones en España y la dupla progresista gobernante, los socialistas del PSOE y los más izquierdistas congregados en SUMAR, obtuvo algunos escaños menos que la derecha del Partido Popular (PP) que confiaba en alcanzar una mayoría suficiente para erigir en primer ministro a su líder Feijóo. Si eso no era posible, la segunda opción consistía en asociarse a la ultra-derecha de VOX, tal como el PP ya lo venía haciendo en algunas comunidades autónomas.

Ninguna de esas alianzas en competencia obtuvo la mayoría necesaria para coronarse, pero la primera tiene a su disposición un abanico de acuerdos con partidos vascos y catalanes mientras que la segunda carece de margen para expandirse. Como el PP fue el más votado, Feijóo reclamó el derecho a formar gobierno. Esa exigencia sólo revela debilidad: en un sistema parlamentario lo que cuenta es la capacidad para tejer acuerdos que permitan sumar votos en el recinto.

Antes de las elecciones parecía que la derecha española arrasaría. Venía de ganar a nivel municipal dos meses antes; los principales medios hacían activa campaña sucia por ella. La izquierda creía que los positivos números de la macroeconomía la podía propulsar al poder. El pequeño problema era que esas cifras lucían bien en los gráficos para consumo burocrático y empresarial, pero la realidad mostraba una pertinaz dificultad para llegar a fin de mes de las familias trabajadoras debido al aumento de los alimentos, la energía y los alquileres, en parte producto de la guerra ucraniana que gran parte de esa “izquierda” apoya. Los números de la macro beneficiaban a los ricos y no al conjunto de la población.

La gran noticia de las elecciones españolas fue que la derecha recalcitrante no se impuso. El progresismo resistió en España. Un caso único, por el momento, en un continente extenuado por la desigualdad, la incertidumbre, la guerra, la inflación y el termómetro. Feijóo mintió descaradamente en el único debate presidencial al que asistió. Ante las evidencias fotográficas de sus excursiones marítimas con un narco gallego argumentó que cuando se produjeron su contramaestre era un simple contrabandista.

El heredero del monarca lumpen Juan Carlos I, Felipe VI, no sabe a quién llamar para formar gobierno en España. Si convoca a su preferido, Feijóo, corre el riesgo de arrojarlo de la sartén al fuego, puesto que no le alcanzan los números y sufriría una derrota explícita, definitiva. Si, en cambio, prueba con Sánchez, es posible que este logre la magistratura para el PSOE, pero luego tendrá que gobernar y tampoco tiene apoyos firmes en el parlamento para una gestión estable. Sánchez podría redoblar su apuesta y llamar a nuevas elecciones cuyos resultados son muy inciertos. Su reconocida audacia a la hora de revertir situaciones que parecían perdidas podría no funcionar otra vez. El cansancio del electorado juega en su contra.

 

Surrealismo ibérico

Para completar un escenario surrealista, la llave del escenario político español está en manos de Puigdemont, un dirigente catalán exiliado en Bruselas a quien se le acaban de retirar las inmunidades parlamentarias europeas. Los módicos siete votos en las Cortes españolas de su partido Junts per Catalunya son decisivos para Sánchez. El lawfare ibérico reaccionó la misma noche de los comicios pidiendo su extradición, puesto que ya nada lo protege.

Aunque luego se postergó la medida, se acusa al líder de Junts de haber organizado un referéndum irregular por la independencia de Cataluña cuando estaba a cargo del gobierno autonómico. Por supuesto, el expediente contiene otras acusaciones, elevadas por las dudas, al mejor estilo jujeño. El lawfare es cosa habitual en las más variadas geografías democráticas; afecta, por ejemplo, a Trump —no por ridículos cuadernos, sino por buenos motivos—, quien brinda titulares a diario en la prensa hegemónica de Estados Unidos. El motivo de fondo es que el establishment no logra frenar de otro modo su incontenible candidatura a la presidencia.

Junts es una formación neoliberal que ama hablar catalán, no tanto para disfrutar en libertad la narrativa de Mercé Rodoreda, sino para asegurarse la plusvalía en su propio espacio nacional, aunque esta se exprese en el idioma universal de los números. En el laberinto español, cabe imaginar un escenario en el que su líder decida sobre el destino del sistema español desde la cárcel. Entretanto, la Europa democrática aplaude, aliviada, la excepción ibérica. La expansión de la derecha, sumada al rampante ascenso de su variante extrema, se frenó en una punta del continente, aunque abrió un dilema político de difícil solución.

Todo parece llevar a concluir que en España, como en casi todo el mundo democrático occidental, lo más probable es que pase cualquier cosa. Fragmentación, polarización, crímenes y mentiras, desafección y bruscos e inesperados cambios configuran el escenario público de la actualidad global. Mientras la economía parece des-globalizarse, buscando el nearshoring —la proximidad de las cadenas productivas para no depender de China— el paisaje político del diverso mundo, en sus rasgos básicos, se vuelve cada vez más asimilable.

 

Campo minado

Pero en este panorama extraño a la vez que homogéneo subsisten diferencias absolutas. Ucrania representa una de ellas. Allí se desarrolla una guerra brutal. Un impactante artículo aparecido en The Washington Post informó que ese país tiene un territorio equivalente a la extensión de Uruguay, plagado de minas de distinto tipo, en su mayor parte sembradas por los rusos para fortalecer sus líneas defensivas. Las bombas de racimo provistas a Ucrania por Estados Unidos hacen probable que ese territorio se vuelva todavía más mortífero y difícil de pacificar después de la guerra porque lo llenarán de pequeñas bombas a las que se tardará muchos años en detectar y neutralizar. Eso sin contar los recursos necesarios para reconstruir un paisaje devastado por la guerra. El fondo de inversión BlackRock ya mostró su interés en el negocio.

El fin de semana pasado Ucrania convocó a una reunión en Arabia para discutir la paz. Asistieron actores relevantes como la India, Brasil y China. El consejero de seguridad nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, viajó al encuentro para reforzar su fracaso, si hubiera hecho falta. Porque Ucrania propuso la retirada rusa a sus fronteras previas a la anexión de Crimea y no ofreció nada a cambio. Es curioso que una de las partes combatientes, sin duda invadida ilegalmente, pero en una situación militar muy difícil, pretenda que una propuesta así pueda siquiera ser tenida en cuenta. Moscú, por cierto, no fue invitado a la reunión.

Una de las proyecciones que circulan entre los analistas es que la guerra de Ucrania acabe como la de Corea. Rusia consolidaría sus posiciones adquiridas sobre algo más del 20 por ciento del territorio rusófono de aquel país. No se firmaría un acuerdo de paz y se mantendría una tensa calma militar. Lo que restara del territorio bajo soberanía de Kiev sería pertrechado por la OTAN y continuaría representando una amenaza para Moscú.

Como nadie apuesta a una victoria de Kiev, otra posibilidad sería que Ucrania colapse y se rinda ante el Kremlin. Al igual que en el escenario anterior, con esa victoria Rusia sólo dominaría una zona en ruinas, pero lograría la neutralidad de Ucrania. Esto desencadenaría una crisis en la OTAN. El territorio ucraniano no invadido sería entonces abandonado por sus aliados occidentales. Ya se retiraron de Kabul sin mayores complejos, dejando un desastre tras de sí. Lo hicieron una vez, lo pueden hacer de nuevo.

 

 

 

 

 

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