Un caos de diseño
Milei no es el Joker: nada menos caótico que el poder del Estado puesto al servicio del establishment
En julio de 2008 se estrenó Batman: El caballero de la noche (The Dark Knight), la segunda parte de la trilogía dirigida por Christopher Nolan sobre el famoso millonario con calzas y máscara de murciélago, interpretado por Christian Bale. A su lado brilló Heath Ledger, quien interpretó al Joker de una forma nunca antes lograda.
El personaje de la cara maquillada surgió a la par de Batman. Sus creadores –Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson– lo hicieron aparecer en el primer cómic de la saga publicado en 1940 por la editorial DC Cómics. Se inspiraron en El hombre que ríe, película del director expresionista Paul Leni (basada, a su vez, en la novela original de Víctor Hugo) que retrata la vida de Gwynplaine, el hijo de un noble inglés desfigurado por orden del rey. El resultado lo condena a una sonrisa terrorífica que lo aleja de todos.
Hacia el final de El caballero de la noche, el Joker le explica su filosofía de vida al maltrecho Harvey Dent, el fiscal de distrito de Gotham City, un héroe devenido villano: “¿Realmente parezco un hombre con un plan, Harvey? No tengo un plan. La mafia tiene planes, los policías tienen planes. ¿Sabes que soy, Harvey? Soy el perro que persigue un auto. No sabría qué hacer si alcanzara alguno. Sólo hago cosas. Odio los planes. Los tuyos, los de ellos, los de todos. Maroni tiene planes. Gordon tiene planes. Son personas esquemáticas tratando de controlar sus mundos. Yo no soy así. Yo les muestro lo patéticos que son sus intentos de controlar las cosas (...) Instaura un poco de anarquía, altera el orden establecido y todo se vuelve caos. Soy un agente del caos. ¿Y sabes qué tiene el caos? ¡Es justo!”
En otro momento de la película, el Joker quema una pila de dólares frente a la mirada azorada de un mafioso. Una escena que tal vez replique otra de la vida real, mucho más modesta: cuando el cantante y compositor Serge Gainsbourg quemó un billete de 500 francos en directo desde un set de televisión. Claro que en el caso del cantante, un provocador casi profesional, no se trataba de instaurar el caos sino de denunciar al fisco francés por quedarse con el 74% de sus ingresos (recordemos que la alícuota máxima del impuesto a las Ganancias en nuestro país es del 35%).
Al contrario del autor de La canción de Prévert, el Joker no tiene objetivos o agendas declaradas que cumplir, ni siquiera criminales. No busca robar bancos, traficar estupefacientes o asesinar por dinero. Como lo explica con honestidad brutal, odia los planes y se define como un agente del caos. Considera, accesoriamente, que de ese caos podría aflorar un sistema más justo que el actual, pero sin que eso explique su accionar. De ahí surge su peligrosidad. ¿Cómo controlar a alguien que no se interesa por el dinero ni tampoco le teme a la muerte?
El Presidente de los Pies de Ninfa suele definirse como liberal-libertario o incluso como anarco-capitalista, y algunos de sus entusiastas más jóvenes lo comparan con el Joker. En realidad, tiene muy poco de liberal pero mucho menos de anarquista. En efecto, es difícil imaginar que un anarquista, es decir, una persona que busca abolir el Estado y, por extensión, toda autoridad o control social que le quite grados de libertad al ciudadano, pueda colocar a la Ministra Pum Pum al frente de la Seguridad o incluso a Luis Caputo, el Toto de la Champions, en el ministerio de Economía.
A diferencia del archienemigo de Batman, el papá de Conan sí tiene una agenda, un modelo detallado que busca implementar a como dé lugar, con una mayoría de perdedores y unos pocos ganadores. El caos generado –el que constatamos cada mañana frente a un nuevo aumento de tarifas, una nueva suspensión de trabajadores o un nuevo agravio desde el gobierno– no es sinónimo de descontrol sino todo lo contrario: se trata de un caos planificado, un caos de diseño.
Los empresarios más ricos del país que recibieron con frenesí al Presidente en los lujosos salones del hotel Llao Llao, con vistas al Nahuel Huapi, jamás aplaudirían a un anarquista que les propusiera incendiar el país para ver qué queda. Al contrario, festejaron a alguien que defiende con obstinación de perro fiel (vivo o muerto) sus intereses y utiliza para ello todo el poder de ese Estado que dice querer destruir. Mientras el Toto de la Champions pisa los salarios, la Ministra Pum Pum pisa a los manifestantes. No existe nada menos caótico que el poder del Estado puesto al servicio del establishment.
El Presidente de los Pies de Ninfa no busca destruir la sociedad, sólo una parte: la que según sus mandantes, sobra. Quiere terminar con la anomalía populista que tan bien describió Javier González Fraga, presidente del Banco Nación durante el gobierno de Cambiemos: “Le hicieron creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior”.
No hay nada azaroso, no hay anarquismo alguno. Es un plan de negocios preciso, escrito en los aterciopelados estudios jurídicos de las principales empresas del país. Es, en resumidas cuentas, una gigantesca transferencia de recursos de abajo hacia arriba, como las que ya padecimos con la última dictadura cívico-militar, con los gobiernos de Carlos Menem, con el de Fernando De la Rúa y el de Mauricio Macri, el primer tiempo del gobierno de la motosierra.
Milei no es el Joker.
Es José Alfredo Martínez de Hoz.
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