Vice segundo de la UCR de Berazategui, era amigo de Lázara y de Alfonsín y presidió la APDH local
A poco de su nacimiento el 7 de junio de 1947, Jorge Moyas estuvo en brazos de Vicente Solano Lima, futuro vicepresidente de la Nación (1973), amigo de su abuelo paterno. Por otro habitué de la familia, creció entre anécdotas acerca de Alfredo Palacios, a quien llegó a ver en una visita al Zoológico. Como pasaba con frecuencia por la Plaza de Mayo, veía al presidente Arturo Illia en sus salidas para alimentar a las palomas. Esas indirectas relaciones con la política, sumada a su espíritu inquieto e inconformista, habrán de vincularse para siempre con otro futuro mandatario de quien supo por los diarios: Raúl Alfonsín.
Nieto de un conservador popular, sobrino de un “eterno intendente de América”, por el PJ, era hijo de una pianista “recibida con León Fontova, director de la orquesta del Colón, que pudo haber sido concertista, así como papá hubiese sido futbolista, ya que jugó en Morón y en Estudiantes, pero se anularon entre ambos”.
A los 15 años, cuando se mudaron a Remedios de Escalada, en el conurbano sur, ya silbaba la marcha radical, en tiempos de Arturo Frondizi, en los que vislumbraba un canal para su mediana rebeldía. Era de los que cada tanto le llevaba a su padre el aviso de que debía acompañarle a la escuela o no le dejarían entrar.
Egresado en 1964, salía de hacer gimnasia en la Asociación Cristiana de Jóvenes e iban a la Plaza para ver a Illia, con cuyos funcionarios Eugenio Blanco y Stubrin padre –secretario de Energía– se relacionó por medio de su tío Rolando, pero no llegó a trabajar en el Gobierno porque primero debía cumplir con el servicio militar obligatorio.
Como la convocatoria tardaba en llegarle, fue al Regimiento de City Bell, donde se negaba a hacer las filas de espera, tiempo en el que, a la mesa de un bar cercano, leyó en un periódico que, por un mitin, había sido detenido un tal Raúl Alfonsín.
Durante el Onganiato, discutió con otros soldados respecto de salir a reprimir una protesta. Soportó la amenaza del calabozo. Decidió que aceptaría cualquier castigo. Al final no se realizó el acto, pero sería amonestado por otro motivo. Antes de que llegara la orden de arresto, se ofreció a hacerle la transferencia del auto a un superior. Así escapó.
Vestido de colimba, sin avisarle al padre ni decir que él trabajaba ahí, se presentó en la metalúrgica Tamet a buscar empleo. Fue aceptado. Llegó a ser electo delegado de la UOM pero duró 45 días, cuando, ante un paro, descubrió al secretario del Sindicato en Avellaneda, Luis Guerrero, negociando en secreto con Pedro Lombardero. Empezaban los ‘70, años en que aquel patrón habría de ser blanco de un atentado de la guerrilla.
Ya con Juan Perón en el gobierno, fue delegado en ASIMRA por dos años. Esa vez, cuando no le dieron un prometido aumento, hizo huelga solo. Ganó. Con su esposa, Liliana Martínez, sacaron un crédito Hipotecario, con el que se verían frustrados tres veces a la espera de la casa, antes y después del Golpe del ‘76, cuyos efectos no tardaron en verificar. Perdió su empleo el 1° de junio de 1978 durante el proceso de cierre de empresas. Se fue a enderezar y cortar alambres.
Por fin, en 1980, por sus cuotas pagas al Banco estatal, recibió un departamento en el barrio Luz, de Ranelagh, por lo que después de una década en Escalada se mudaron a Berazategui: “Trabajaba en La Noria, mi vecino, en Hurlingham… Así, casi todos, por lo que mucha gente perdió el empleo”.
Hacia 1982, mientras era subgerente de supermercados Disco, sucursal Liniers, participaba con Fernando Richezza en un grupo político sin visibilidad hasta que los militares desembarcaron en las Malvinas, conflicto bélico al que se opuso. Como por entonces se decía que los ingleses podían cerrar el paso del cercano Río de la Plata, pintaban los edificios del barrio con cruces rojas como parte de las acciones civiles.
Con la consiguiente apertura democrática que siguió a la derrota, aceptó la invitación de Richezza a ir hasta Avellaneda para un acto de Alfonsín, con el que varias veces se sostuvo la mirada. “De entre 200 ó 300 personas, después le preguntó a Fernando por el que estaba a su lado. Era yo. ¡Mirá la atención que prestaba!”, le contó a El Cohete a la Luna, en lo que sería su última entrevista.
En enero de 1983, se afilió. En el Comité de Berazategui, sentado bajo el cuadro de Hipólito Yrigoyen, ordenaba padrones y ensobraba boletas. Empezó a seguir al líder de Renovación y Cambio a todos lados salvo al cierre de campaña en Ferro: Ese día debía ir a buscar una donación de lácteos para un jardín de infantes al costado del estadio. Prioridades son prioridades.
Desde la asunción en diciembre, descansó unos meses. Cuando regresó, hacia marzo, encontró gente que no había visto antes. Ya era amigo de muchos funcionarios, como el que viajaría a armar los destinos del Presidente, Carlos Castro, que salía con documentos importantes de la Casa Rosada y se tomaba el colectivo 17 con rumbo a su casa en el conurbano sur, por quien sabría que ciertas deliberaciones políticas, por temor a los micrófonos, se hacían en los baños.
Nacido en el Día del Periodista, su primera aproximación a los medios fue desde el órgano del Ateneo Illia, presidido por el diputado provincial Daniel Del Corral, hacia septiembre de 1984. Para el año siguiente, también en Berazategui, colaboró con el programa 180 segundos para el tango, como tiempo después lo haría en FM Cristal, además de estar entre los primeros columnistas de los periódicos Realidad o Art. 14.
Mientras Alfonsín gobernó, no molestó en pedir nada para sí aunque militó en los Ateneos Integrados y en el Comité Nacional. Cuando su amigo ya no era Presidente, se alineó en su defensa. Así participó en la organización de la visita a Berazategui, hacia 1992, en un acto a pleno que signaría el comienzo del regreso a la escena nacional.
En 1993 fue pre candidato a diputado provincial y, aunque había perdido la interna, en la nueva confección quedó 6° suplente. Siempre pegado al socialista Simón Lázara, fue de los primeros en enterarse del Pacto de Olivos para la reforma de la Constitución, de lo que sólo habló con su esposa. En 1994, recibiría otra vez al ex presidente en su ciudad.
Con los recuerdos de aquellos años, empezó a escribir un libro inédito sobre “Raúl, mi viejo amigo, de quien hablo como persona, no como funcionario ni político; del ser humano que conocí”.
En ese escrito inconcluso relata anécdotas, como cuando el candidato, después de gastarse su efectivo en rifas, debió hacer dedo en la ruta, algo que “repitió ya como Presidente, ante un aterrizaje de emergencia”.
Otro borrador que dejó Jorge Moyas versa sobre la historia de la pena de muerte en la Argentina y su inutilidad; un trabajo que encaró ya como presidente de la APDH de su ciudad.
En 1999, ante la posibilidad del regreso de la UCR al gobierno, Moyas fue jefe de Prensa de la campaña de la Alianza en Berazategui, en apoyo a Fernando De la Rúa, un centro derechista de quien siempre estuvo en contra y a cuya asunción se negó a ir pese a estar invitado.
Vio por TV su caída en 2001, internado desde el 7 de diciembre, con diálisis, día por medio, en lo que persistiría durante diez años, tres meses y nueve días.
No obstante, los jóvenes acudían a su guía para llevar adelante la APDH en la que tallaron el periodista Daniel Sueldo, los abogados Dante Morini, José Luis Casariego y un conocido desde 1980, Antonio Olano, quien le llevaba los hijos a escuela y quien le contó que tenía un hermano desaparecido en Tucumán, caso en el que con los años habrá de comprometerse al punto de recibir un llamado del Fiscal en aquella provincia por el hallazgo de una fosa común. Igual compromiso tuvo con el hallazgo de huesos en una cantera en Ranelagh.
Desde los años ‘90 había recibido tres amenazas que, casi siempre, creyó ligadas a la política.
Si no preguntaban, no les hablaba del radicalismo a ninguno de sus “ocho nietos más tres del corazón”; como a sus cuatro hijos, jamás intentó afiliarlos porque creía en “la autodeterminación de las personas”.
Después de haber sido precandidato a diputado con Alfonsín, cuando pudo regresar a la política, colaboró en armar la tercera sección para “Ricardito” (h) e integró la boleta de concejales de Gustavo González –actual consejero escolar–, en cuya Asociación de Estudiantes Universitarios (ADEU) presentó su primer escrito Un camino, varios relatos (2014). Por eso, hacia finales de 2017, había pedido repetir aquel acto, que le diera tanta alegría, con su nuevo volumen, El polvoriento camino de la memoria, lo que se postergó debido a su salud.
Aunque no simpatizó con Mauricio Macri, calló sus disidencias pero también cualquier forzado apoyo; aceptó ser vice 2° de la UCR local –porque lo honraba y honraba a quienes lo incorporaron a la lista– mientras su andar se veía dificultado por los efectos del trasplante.
Llamaba “hermana de la vida” a la receptora del otro riñón del mismo donante, una mujer que vive en Nueve de Julio –paradójico pueblo natal de Jorge–. En ese círculo vital que cerró como un caballero, previó despedirse de todos en sus últimas horas. Quién sabe si llegó a enterarse que los médicos avisaron a la familia acerca de la dificultad de mantenerlo más allá de la máscara de oxígeno.
Fue velado con los signos de sus pasiones: la campera roja del Club Atlético Independiente y la boina blanca.
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