TROTAN EN SOLEDAD
La epopeya de docentes y estudiantes en tiempos de pandemia
Sin dudas una de las palabras del año es “empatía”. Se asocia a otra palabra procedente del griego antiguo, “simpatía”, que implica la capacidad de sentir/sufrir (pathos) con otra/o (sym). Su versión latina es “compasión”. La empatía habla de un estar en el interior del sentir del otro, de ponerse en su lugar.
Más, mucho más de lo que pensamos, en medio de esta crisis nuestra sociedad está en pie por la empatía. O mejor dicho por la circulación e intercambio de empatías. Las empatías son de ida y vuelta. Y se dan en las distintas esferas de la vida del país.
Porque también la empatía se expresa en las decisiones que definen las políticas públicas. Por ejemplo: correrse del falso dilema “salud vs. economía”; instalar inicialmente una cuarentena estricta para reforzar el sistema de salud; establecer el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y el programa de Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP) como herramientas para paliar lo que la caída de la actividad económica y de la movilidad humana suponen; proveer de fondos a institutos de investigación tanto para el diagnóstico como para el tratamiento del coronavirus; facilitar acuerdos con laboratorios de otros países que desarrollan vacunas contra el virus; favorecer la donación de plasma; proponer una contribución extraordinaria de las grandes riquezas para generar un ingreso en las arcas estatales que permita hacer frente a los gastos en el contexto de la caída de la recaudación; y muchas cosas más.
Empatía hecha políticas públicas. Con el plus de que estas medidas se tomaron en uno de los peores escenarios de endeudamiento externo y caída de la actividad económica de la Argentina post-crisis 2000-2003. Pero los gobiernos que tienen ante sus ojos al pueblo, a los pobres del pueblo y al desarrollo nacional, hacen estas cosas. Incluso en lo inédito que la historia pueda disponer. Y lo hacen a tientas, muchas veces entre ensayo y error pero sabiendo cuál es el objetivo.
La reina del Plata
Pero la Ciudad de Buenos Aires es otra cosa. El alineamiento inicial del gobierno de Horacio Rodríguez Larreta con el gobierno nacional y la honesta gestión de su ministro de salud Fernán González Bernaldo de Quirós no son suficientes para ocultar otras dimensiones del manejo de la crisis.
No quiero detenerme en los aspectos estrictamente sanitarios, porque hay quienes pueden hacerlo con una solidez que no poseo. Por caso, me dicen que si la Ciudad de Buenos Aires fuera un país independiente –así lo sienten muchos compatriotas del resto del país y no pocos porteños– tendría la tasa de muertos por millón de habitantes más alta del mundo: 1.520. Segundo estaría San Marino con 1.243. (¡Cómo nos gustaría ser un pequeño país europeo!) Pero no me meto en ello. A ver si además tengo que decir que esto ocurre con el agravante de que es la jurisdicción con la mayor oferta sanitaria del país y que, por último, tiene una de las tasas de letalidad más altas de Argentina. (Todo esto lo digo siguiendo las prolijas y completas estadísticas de La Nación.)
No. Evito el tema. Y me autolimito a vociferar (algunas) protestas docentes. Y lo hago desde mi acotada experiencia en un instituto de educación superior de gestión privada. Y de lo que escucho de colegas, familiares y amigos que ejercen la docencia en todos los niveles de la educación en esta contradictoria y amada Buenos Aires.
Desde el 16 de marzo los docentes, como muchos otros sectores de la vida socioeconómica del país, tuvimos que reconvertirnos para ejercer nuestro oficio en la modalidad virtual. Sin dudas ni fuimos ni somos la excepción. Pero las posibilidades que las instituciones educativas –sean de gestión estatal o privada– igualaban en el escenario de la presencialidad, tanto a docentes como a alumnos, las desarticuló la virtualidad.
¿Qué quiero decir? Un aula es un aula. No es “mi” aula. Es el aula del jardín, de la escuela, del colegio, del instituto técnico, del profesorado, de la universidad, en la que el docente ejerce su profesión. Y lo que digo del aula debe aplicarse a todos los recursos didácticos con los que cuenta una institución educativa, pobre o rica: pizarrón, tiza, papelógrafos, fibrones, mapas, bibliotecas, “filminas”, computadoras, cañones y otras armas.
De pronto, plataformas educativas mediante –Moodle, Classroom, Edmodo–, el aula y todos sus dispositivos interactuaron con el hábitat del/de la docente. ¡Y de las/os alumnas/os! Y así ocurrió que ser docente se convirtió en una actividad 24/7 –como dirían los millennials o centennials, ya me perdí–, donde para decir algo onda siglo XIX cada trabajador no sólo puso su fuerza de trabajo sino también su capital. ¿Capital? Sí: computadora, notebook, netbook, laptop, tablet, celular, conectividad, “datos”, electricidad y el espacio de su casa, que no estaba de antemano “vestido para la ocasión” (gracias, Serrat).
En una de las innumerables reuniones virtuales de este año eterno comentaba una docente que en su edificio de veinte pisos, viviendo en la planta baja, sólo había un rincón de la casa, de un metro cuadrado, donde tenía señal de celular para sostener sus clases de 8 de la mañana a 10 de la noche. Porque cuando a un/a docente la/o contratan en una institución educativa no le preguntan cuál es su posibilidad de acceso a la tecnología.
¡Y qué decir del costoso oficio de ser alumna/o en estos tiempos! Todo lo que imaginemos será poco.
Hablando de capital: en Capital Federal –sigo en modo siglo XIX–, a diferencia de otras jurisdicciones del país, no nos facilitaron la conectividad a los docentes. Ni nos pagaron por ella. Sólo nos dieron un “plus” con el sueldo de septiembre cuyo valor máximo fue de 1.000 pesos. Leíste bien: mil pesos en el distrito más rico de Argentina.
No sería tan grave si no fuera porque el gobierno de la Ciudad dejó sin efecto el aumento a otorgar con el sueldo de julio acordado en la paritaria celebrada con los gremios docentes. O sea, no sólo cobramos el mismo sueldo de abril: nos sacaron un aumento pactado por los mecanismos institucionales establecidos.
Para los que hablan de institucionalidad.
Para los que se horrorizan con las confiscaciones.
Por eso resulta a la vez revelador y “rebelador”, depende para quién, el discurso de la “vuelta a clases” utilizado incluso por el Ministro de Educación de la Nación. ¿Vuelta a qué? ¿A lo que no dejó de ocurrir? Explicámelo mejor. Soy un buen alumno. En serio. Me siento. Agarro papel y lápiz. Dale.
Nadie, pero nadie, duda de que no hay vínculo que no implique la cercanía, la presencia, el contacto. Cada sociedad de este bendito planeta sufrió y sufre la pandemia, el confinamiento, la cuarentena, el lockdown, el couvre feu… Nuestro país habita la cultura del contacto físico: el estrechamiento de manos, el abrazo, el beso, el mate compartido, el tocarse al hablar. Encontrarse con alguien y mantener dos metros de distancia nos transmite la sensación del no-encuentro. Y sin embargo, el encuentro aconteció y acontece en medio de la pandemia.
¿Que sería lindo volver a las aulas, los pasillos, los patios? ¡Claro que sí! Pero hablar de “revinculación escolar” es partir del supuesto de que la vinculación en todo este tiempo no existió. No hace falta decir que nada fue igual. Pero sí hay que decir que lo logrado en medio de esta crisis única es sorprendente. Y ciertos conceptos arrojados al debate público son casi ofensivos para aquellas/os que sostuvieron contra todo lo previsible una propuesta académica, que además supuso el acompañamiento afectivo en todos los cruces que una institución educativa puede tener: docentes, alumnos, no-docentes, administrativos, directivos…
Empatía, decíamos al inicio de esta nota. Reservas monumentales de empatía fueron puestas en juego, en una actividad que apeló a las mayores y mejores reservas de cada una/o.
Algo más. La vuelta a clases se da con la estrategia sanitaria de la “burbuja”: grupos acotados de alumnas/os con una/un docente, con un máximo por metro cuadrado, ambientes ventilados, medidas de higiene, etcétera. Burbujas que guardan menos cuidados sanitarios que los del fútbol profesional. Obvio. Pero padres y propietarios de algunas instituciones educativas (de gestión privada) presionaron para que esto ocurra. Quizás algunos necesitaban justificar sus gastos, otros sus cobros.
¡Ah! Prometo que es lo último. Trascendieron titulares que hablan de la continuidad de las clases en enero. Y del inicio del ciclo lectivo 2021 en febrero. Parece que hay que recuperar no se sabe qué. Y menos aún, con quién y para quiénes.
El promedio mental de la clase media argentina suele vociferar cual verdad revelada que “el problema del país es la falta de educación”. Lugar común que da pertenencia y ubica al quien lo dice un escalón arriba de los demás: el de los educados. Porque la educación es algo que siempre le falta a los otros. Para ese promedio, este año seguramente profundizó aquel drama fundante.
¿Cómo explicarles que la pandemia muy probablemente haya significado uno de los acontecimientos que más saber existencial generó en las últimas décadas en el mundo y en nuestro país? ¿Cómo sacarlos de su propia burbuja para poder mostrarles ya no el discurso de un gremio sino la epopeya silenciosa que alumnas/os y docentes están llevando a cabo?
Gracias doctora
Esta semana, en un club de barrio me hicieron el test serológico, el de los anticuerpos, que es ¡gratuito! para los docentes de la Ciudad de Buenos Aires. Sólo por unos días. El ahorro del aumento salarial de agosto no da para tanto.
“Podés ir a trabajar”, me dijo la médica socarronamente, como quien dice: “No te queda otra”. Claro. Desde el 16 de marzo que estoy de vacaciones.
Pero quiero decirle dos cosas, doctora. Tengo una empatía sin fin hacia su enorme trabajo en medio de esta crisis; aplaudí cada noche por usted, a veces en soledad. Y además le agradezco enormemente la provocación para escribir estas largas líneas.
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