TRINITROTOLUENO Y TIPOS MÓVILES
Modos de lucha, modos de escritura, un paralelismo que subraya la asombrosa novela ácrata de Víctor Godgel
Quisieron apropiarse del amarillo, del verbo cambiar, del país, del mundo, del infinito y más allá. Ahora reclaman propiedad privada sobre el término libertario. Nada menos. Neofascistas de cabotaje, reciclados. ¡¡No pasarán!! Cientos, miles de anarquistas se revuelven en sus tumbas haciendo resonar sus voces ante la usurpación nominal. Ni amo, ni dios, ni patrón, ni partido, claman desde el fondo de la Historia. Pioneros abanderados de los derechos de los desposeídos, de la justicia social y la lucha de clases, sembraron la simiente de los movimientos socialistas, comunistas, aún peronistas y democrático-burgueses. Desde la segunda mitad del siglo XIX, los auténticos libertarios cultivaron modos de lucha propios de la época, que morigeraron los de la etapa anterior (aceite hirviendo desde la terrazas, como contra las invasiones inglesas), y anticiparon las menos cruentas de la fase siguiente (las masas populares tomando las calles, los piquetes). Aunaron la acción directa (atacar al explotador en el lugar de la explotación) hacia el enemigo y desarrollo cultural hacia el camarada. Trinitrotolueno e imprenta de tipos móviles. Los anarquistas, la libertad la ejercían, luego la relataban.
No en vano la movida ácrata floreció entre tipógrafos y linotipistas, obreros gráficos cuya tradición de lucha avanza de un siglo a otro: recuérdese la Federación Gráfica Bonaerense de Raimundo Ongaro y la CGT de los Argentinos donde publicó Rodolfo Walsh, sin ir más lejos. Noble e insalubre profesión en sus inicios, en la que el trabajador se consustanciaba con las letras entre los tóxicos vapores del plomo. Inmejorable nicho ecológico para centrar los noventa y dos años de peripecias protagonizadas por Floreal, sus compañeros, vecinos del Abasto y Almagro, familiares, descendientes y arrebatados lindantes. Flora y fauna del siglo XX que crece, se aferra, muta o desparrama por disyuntivos y entrelazados vericuetos de las clases sociales hasta llegar a ese fresco tridimensional que es hoy, palpitante e incomprensible sin aquel ayer. Síntesis desplegada con detalle, generosidad y profusión por Víctor Goldgel (Buenos Aires, 1978), escritor, historiador, multifacético investigador, (por esas injusticias raras de la argentinitud, poco reconocido por estas playas) renueva su vigencia con la de muchas maneras asombrosa novela Modesta dinamita.
Situada durante el velorio del protagonista en una modesta biblioteca popular de la inundada Avenida Juan B. Justo —que es preciso cruzar aferrándose a una soga que la cruza, o en un botecito impulsado por un pequeño motor fuera de borda—, más o menos entre Córdoba y Corrientes, frente a una estación de servicio Esso con teléfono público; está todo dicho. La historia traza un puente con el verano austral de 1924 en una Buenos Aires con doscientos mil judíos, los senadores nacionalistas “asesores de la Standard Oil, la Anglo Persian, el Bank of New York y el frigorífico Anglo. Por incitar a la huelga te daban seis años; por resistencia a la autoridad, cuatro; por sabotaje, ocho o nueve. Simón Radowitzky seguía preso. El Presidente era un juerguista que había tenido problemas para terminar la escuela secundaria y había sido deportado al Uruguay; su esposa, una soprano portuguesa. De ministro de Marina tenía un paraguayo xenófobo que hablaba japonés”. Arranque sucinto en uno de los pocos párrafos en tercera persona, dentro de las casi trescientas páginas en que los relatos quedan en la voz de los sucesivos personajes, en otras tantas primeras personas, sin el menor atisbo de superposición, literatura subjetiva ni sujeción yoica; por el contrario. Proeza lograda a fuerza de acción constante, montada sobre un bastidor como de novela rusa, pero donde suceden cosas en forma incesante.
Trabajadores, revolucionarios, conspiradores, aún los aspirantes a burgueses despliegan una solidaridad recíproca en la que el lector se explica algunas formaciones ideológicas contemporáneas, formateadas en paisajes hoy extintos: “El régimen económico era burgués. La calle era pública, el juego no lo había inventado ninguno de nosotros, los equipos se iban armando al tuntún, de cada cual se esperaban pases según sus capacidades y a cada cual se le perdonaban los errores según sus necesidades, pero el balompié era uno sólo y tenia propietario. El dueño podía seguir jugando hasta cansarse (…) y en algún momento se cansaba, porque los viejos lo hacían levantar a las tres de la mañana para que ayudase en la panadería de Agüero y Lavalle en la que después íbamos a entrar a expropiar con Scarfó”. El “mono sapiens” del centenario hablaba canyengue, tano, ruso, turco, idish, lunfa; se iba olvidando de la religión, competía con los rojos y los camisas negras. Sus armas, frugales, con bajo margen de error y alto riesgo, eran la caja tipográfica y el bullicioso invento de Alfred Nobel.
El peronismo no aparece ni por casualidad. Lo que de modo alguno resulta azaroso ya que a cada instante en Modesta dinamita emerge su pueblo, al desenvolverse la serpentina de la clase, recorrer los aires y posarse en todos los rincones. Goldgel rescata las voces singulares de aquellos lenguajes, objetos, ademanes, hasta los respectivos tedios y tilinguerías: “Aunque es feminismo en realidad no es político, es más de acompañar, como hacía la tía con Floreal. Además, con una novia alemana no creo que piense que para ayudar a los que no tienen haya que sacarles a los otros. En Europa todos tienen algo. No existe la pobreza. Hay individuos. Cada persona aprende a proyectar su potencial, porque en el fondo esa es la única forma. Buscar adentro, no afuera. Yo debería pensar menos y subir más por la cuerda, pero acá con los gritos y un cadáver es difícil concentrarse”. En una punta u otra del ovillo el apretado tejido respira, se hace y se deshace para volver a recomponerse en otro tiempo y otros personajes. Sucesión de protagonismos capaz de reunir a “los obreros del texto” más o menos tirabombas, falsificando papel moneda de curso legal para repartirlo entre el pueblo a fin de descuajeringar la economía nacional. Plan pergeñado por el economista ácrata Silvio Gesell —padre de Carlos, el fundador de la Villa ídem—, en algún momento se acuna con el violín de Alfred Einstein —a la sazón de visita en el país, conferencista en el Colegio Nacional Buenos Aires—, y Carlos Gardel cantando el Feliz Cumpleaños en un pandemónium de verosimilitud arrasadora.
La versatilidad literaria en Modesta dinamita alcanza cordilleras, se zambulle en valles, explora desfiladeros históricos. Atrapa a tal punto que deja al lector expectante frente al monólogo de un animismo antimístico (anarco, al fin y al cabo), en el que el plomo [Pb (0H)2] dice: “¡Ojalá vuelvan tus tiempos! Porque mi único destino no puede ser las baterías y las pilas. Me gusta ser munición. Me gusta ser pintura. Me gusta ser combustible. Me gusta que me tiren con calcio. Me gusta incluso ser plomada de pesca. ¿Pero batería? Formalmente protesto el confinamiento cruel a que me someten. ¿Para aprisionarme me liberaron? ¿Qué es esto? ¿El capitalismo? No le deseo al peor de mis enemigos quedar en la misma celda que el ácido sulfúrico. ¿Cómo no va a amar la causa libertaria el que ha conocido esos goces y también ese encierro? No puedo esperar que los seres humanos simpaticen con un metal tan alejado del oro, eso lo tengo claro desde hace miles de años. Pero si no por simpatía, háganlo por interés. ¿O no me estuvieron escuchando? Les conviene”.
FICHA TÉCNICA
Modesta dinamita
Víctor Goldgel
Buenos Aires, 2021
288 páginas
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