Tratado de corrupción
La privatización del funcionamiento del Estado
Es impresionante como en esta época de novedades e incertidumbres se naturalizan con gran impunidad social las peores conductas de los hombres y las instituciones. Pareciera que la persona pública se ha independizado de la ética que rige el comportamiento de los hombres. Es así como la supuesta emergencia justifica cualquier proceder, por deleznable que sea.
Me refiero a la corrupción que se ha instalado en los procederes del gobierno recién constituido. No es otra cosa la privatización del funcionamiento del Estado mismo, que es por esencia lo público, lo de todos, lo del conjunto, lo que instituye la idea de país, de nación.
A partir de ser funcionario (Presidente, legislador, juez o funcionario de cualquier nivel) se pertenece a lo público y se debe entonces a los límites de esa pertenencia. Privatizar el Estado es una contradicción en sus términos, que habilita decir “fuera el Estado”, desde el Estado. Podrá solicitar la ayuda de cualquier privado en su funcionamiento, previa contratación o designación al efecto, en cuya circunstancia esa prestación o colaboración pasa a ser pública. No hay otra forma de ejercer la función pública: cualquiera otra es corrupción de la peor categoría, como es privatizar la gestión propia del Estado (art. 246, inc. 1, Código Penal).
Es lo que ha estado ocurriendo, entre otros, con Sturzenegger, por ejemplo, que funciona como asesor privado, y aun en reuniones de gabinete sin tener una designación formal en el Estado, y es el autor, junto con un numeroso conjunto de estudios jurídicos privados y otros asesores, de la confección del DNU 70/2023 (el propio doctor Barra no niega que ello pueda haber ocurrido) y del proyecto de Ley Ómnibus. También, según la publicación de Infobae del 2 de enero del corriente, se informa que al 15 de diciembre dicho señor Sturzenegger no era todavía funcionario ¿Habrá sido nombrado luego? ¿Y a partir de cuándo y con qué cargo?
La evidente privatización de la propia actividad estatal también ha sido públicamente señalada por la ex secretaria Legal y Técnica del anterior gobierno, la Dra. Vilma Ibarra, quien reseñó con precisión la ausencia de sustanciación administrativa del DNU 70, lo cual ya permitiría alegar su nulidad absoluta. Sin embargo, está publicado en el Boletín Oficial y tiene a todo el país en ascuas. Estas irregularidades, aparentemente formales, pero que suponen el accionar válido del Estado, ¿no implican un estado de corrupción del Gobierno? Esto denota su ausencia como garante de su propio accionar público.
Pero avanzando en el propio DNU, que naturaliza con total desparpajo el desconocimiento de las reglas básicas del procedimiento administrativo estatal, se propone allí el direccionamiento de una eventual adjudicación de un servicio esencial para el país, garantía de soberanía, a un poderoso hombre de negocios norteamericano dueño de una empresa global afín en el tema. La impunidad es tal que la cuestión es comentada como una expresión exótica, como si no fuera el acto de un monarca en la edad media, sin tener en cuenta que, por mucho menos que eso, la actividad mediática se ha encargado de promover durante los últimos años la actividad de los tribunales imputando de numerosos delitos a determinados funcionarios, casi siempre sin pruebas.
Si bien el delito de corrupción que está implícito en aquella normativa no se ha concretado aún, la tentativa está vigente, pero una sociedad anestesiada sigue viendo la película. La corrupción también se evidencia en otros rubros del decreto y en otras tentativas presidenciales, proponiendo exenciones impositivas vía convenios con países extranjeros, cuyo obvio objetivo tiene nombres y apellidos de empresarios importantes del país.
Qué es la corrupción, más allá de la figura penal que se le adjudique, sino este inmenso compromiso anudado en ese decreto y en el proyecto de ley, llamada ómnibus, que tiene como destinatarios a empresarios nacionales o extranjeros a quienes se beneficia con las abundantes normas mencionadas.
Es importante señalar que la profunda transformación regresiva de la economía argentina, con sus consecuencias sociales, y la transgresión de su institucionalidad y del estado de derecho no podrían realizarse sin abordar fórmulas basadas en la corrupción de la normativa constitucional y apoyada en la asignación de beneficiarios de los cambios por fuera de los canales normales y habituales del funcionamiento de la República.
Es por ello por lo que la crítica a la legalidad de esta normativa y la búsqueda de canales institucionales para impedir su avance es un deber imperioso de toda la sociedad. Lo cual no impide advertir que este conglomerado atípico contiene una esencia de corrupción en los articulados comprendidos.
El avance arrasador sobre las leyes y otras normas por decreto, en un caso, y por ley, en otro, ha sorprendido y abrumado a la sociedad y a los políticos, embarcándolos en la necesaria discusión sobre su legalidad, pero también en los efectos devastadores que tendrán sobre la economía y el equilibrio social. De alguna manera, en el tema que trato de desarrollar, las consecuencias y contenidos de aquella normativa intentan ocultar la esencia de corrupción que implica todo este proceso.
Es hora de correr el velo de este singular engaño a escala descomunal que nos limita en la apreciación de los valores en juego, sin por eso distraernos en la lucha por la anulación de las propuestas del macri-mileísmo. Simplemente insistir, ante parte de la sociedad que utilizó la idea de corrupción con el aporte central de algunos medios como arma política para colonizar las mentes de las clases medias, que estamos ahora sí ante una corrupción monumental y organizada.
Los exhaustivos análisis que surgen de las medidas de amparo planteadas ante los tribunales, así como los abundantes trabajos especializados que se publican sobre los contenidos del DNU y la Ley Ómnibus, son como un tratado de corrupción presentado livianamente ante nuestros ojos como proyectos políticos de cambio. En ese sentido, y sólo en ese sentido, hemos caído en la trampa de considerar solamente el carácter inconstitucional de las propuestas. El “Tratado sobre la corrupción” ya tiene publicación y autoría, nada más le falta la encuadernación. Quizás pueda surgir algún conflicto por los derechos de autor, pero está claro que este tratado fue elaborado para el eventual triunfo del Cambiemos liderado por Macri y enarbolado por la discípula Bullrich. Ante la ausencia de otra literatura, el inesperado Presidente, mal que le pese, debió recurrir al único trabajo privado existente para darle forma y contenido a su gobierno.
La alevosía con que se han adjudicado parcelas de poder económico, y también político, a los grandes conglomerados nacionales y extranjeros con voracidad por las empresas y recursos del país conforma el contenido de este Tratado.
Por si alguien se siente ofendido o agraviado por estas líneas, y más allá del abundante fundamento penal que le quepa a cada una de las medidas incluidas en el tratado, queda claro que es un acto de corrupción, según el Diccionario Espasa de la Lengua, “alterar y trastocar la forma de una cosa; o, echar a perder, podrir; o, sobornar, cohechar; o, pervertir”. Y según el de la Real Academia Española: “Deterioro de valores, usos o costumbres; o, en las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización indebida o ilícita de las funciones de aquellas en provecho de sus gestores”. Podría agregar los significados que la literatura política, en traducción especialmente mediática, ha significado en nuestra historia reciente. Pero queda claro que este último significado, sin mengua de los anteriores que lo complementan, está retratando el proceso en el que se ha conformado el “Tratado de la corrupción”, versión ordenada de diciembre de 2023, DNU y proyecto de ley de público conocimiento. Está claro también que esa normativa surge de la actividad privada, favorecida por el funcionario público que los presenta para su aprobación. Y la pública aceptación del hecho de que ha sido elaborado por personas de la actividad privada para su provecho.
Con alguna aceptación de parte de la sociedad, que conoce perfectamente el origen de los proyectos, imposible de haber sido elaborados en el contexto de la función pública y sus procedimientos. Pero también del contenido, como ya se ha expresado, de los destinatarios, en su gran mayoría beneficiarios directos de esas normas.
La existencia en ambas normas —decreto y proyecto de ley— de algunas propuestas —las menos— de alguna validez no modifica el hecho central de que la gran mayoría modifica o deroga leyes y otras disposiciones de una manera tal que trastoca el funcionamiento y los valores de la economía y la sociedad argentina por una vía inconstitucional, con beneficiarios expresos, que es lo que denominamos corrupción institucional, y que al otorgarle el poder absoluto al Presidente, caen en la calificación que a él, a los funcionarios, legisladores o jueces “que las formulen, consientan, o firmen” les da la Constitución nacional: “de infames traidores a la patria” y los condena “a la pena consiguiente”.
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