Toque de queda

Un cuento inédito del maestro Julio Maier

 

Érase un día impensado y un país lejano al de la residencia habitual de Edmundo cuando fue invitado a visitarlo. Para él ese país era poco menos que imaginario. Primero lo ubicó en un mapa pues, a pesar de conocer el continente en el que se insertaba, no conocía sus límites, ni tenía idea alguna acerca de sus vecinos. El país de la invitación quedaba lejos, muy lejos, y más lejos aún quedó cuando se enteró de las idas y vueltas que había que dar para alcanzarlo. Para colmo de males, Edmundo no poseía dinero extranjero y sus ingresos no alcanzaban para comprar divisas extrañas, seguramente necesarias en un mínimo para atravesar las escalas previas de su viaje, también desconocidas para él. Edmundo era joven, aunque ya maduro; imaginaba el rubor que sentiría si, por alguna razón desconocida, le cobraban algún dinero en alguna de las escalas. Pidió prestada una suma de maravedíes de bolsillo a un conocido y emprendió el viaje con temor de primerizo, aun cuando no lo era; pero en la ocasión anterior la experiencia había sido muy otra: la invitación había comenzado en el primer aeropuerto de su país, precisamente con dinero de bolsillo para vencer aquellos temores. Se prometió a sí mismo no pedir ni un café ni en el avión ni en los aeropuertos y sólo consentiría lo que le sirviera el personal del vuelo, sin responder a sus preguntas; avalaba este comportamiento con su confesión de no hablar el idioma extranjero de la línea aérea, que, en verdad, conocía.

Por entonces y para agravar su temor, Edmundo sufría por un malestar que suponía grave —temor habitual en él—, cuyo origen y su diagnóstico no habían sido todavía precisados. Le habían practicado estudios médicos de rigor, todos ellos soportados con horror y a duras penas, precedidos por la ingesta de medicamentos o sustancias más horribles aún, desagradables al extremo desde cualquier punto de vista. Llegó así cuasi enfermo —al menos así se sentía él— a destino, en aquel país lejano, luego de pasar etapas previas en su viaje aéreo, todas desconocidas, cuyos aeropuertos también le eran extraños. Por fin, aterrizó en la ciudad a la cual lo invitaban. No sólo la ciudad era desconocida para Edmundo; tampoco sabía si alguien lo esperaba en el aeropuerto; tenía conciencia de que entre los papeles de viaje estaba el nombre del alojamiento, pero no lo buscó ni recordaba dónde lo había guardado. En verdad, quería y rogaba por volver a su país de residencia, para lo cual imaginaba no encontrar a nadie en el aeropuerto, acontecer que lo habilitaría para intentar regresar inmediatamente, incluso sin buscar la comunicación escrita de su invitación, que contenía el paradero en aquel país lejano. Luego sostendría que la comunicación no le había llegado o, por error, no la tenía consigo. Edmundo sabía que ese sentimiento era producto de su timidez, característica personal que no expresaba hacia afuera sino que convivía con él desde adentro de su ser sin que nadie se enterase. Nunca sospechó la aventura que lo esperaba en aquél lejano país, ni el valor que esa visita tendría para su vida futura.

Pero, por lo contrario a los dictados de su imaginación, lo esperaban sus anfitriones. Eran varios jóvenes y lo llevaron a un hotel internacional cercano al aeropuerto, donde se desarrollaría el acontecimiento para el que había sido invitado, tipo de alojamiento —hotel de lujo— que visitaba también por primera vez. Como se sentía mal, sólo atinó a pedir que lo dejaran descansar inmediatamente y le avisaran una hora antes de la ceremonia de apertura para vestirse y asistir a ella. Edmundo alcanzó a percibir que ese modo de comportamiento suyo no le había ganado la simpatía de sus acompañantes ocasionales. No bien acomodó las pocas cosas que traía consigo se tendió en la cama y se durmió, para ser despertado horas después, según lo había pedido.

Cuando llegó al salón de apertura del acontecimiento, se dio cuenta de que no conocía a nadie y, aparentemente, nadie lo conocía a él, por lo que tomó asiento casi al final de la sala, medroso de ir hacia adelante, donde todo el mundo se abrazaba, sonreía y se saludaba, menos él, un perfecto desconocido. Por fin comenzó el acto de apertura. Luego de varias palabras de oradores, para él sin nombre, en su mismo idioma natal pero con acentos o tonadas muy diferentes a la suya, un coro polifónico cantó el himno nacional, una marcha militar similar en ritmo a aquellas de la mayoría de los países de la zona a la que él mismo pertenecía. Inmediatamente después, el coro encaró una bella canción popular de amor, muy simple y pegajosa. Alguien le informó posteriormente que se trataba del himno popular del país, cuyo autor había fallecido algunos años antes en un accidente aéreo. La canción lo atrapó para siempre; guardó su melodía y su ritmo en su memoria, melodía y ritmo que, según rumores, pertenecía a un músico pobre, obligado a venderla al autor consignado por el orden burocrático para poder comer, según sucede en más ocasiones que las imaginadas por los oyentes o los lectores. Aunque luego la escuchó traducida a un ritmo más de moda, que también le gustó, siempre conservó en sus oídos aquella primera impresión sonora, según la cual él todavía hoy entona o silba esa canción. Con los años buscó una grabación coral que se la recordara de modo perfecto según el origen de su cariño por ella, pero nunca pudo hallarla; sólo coleccionó grabaciones singulares, con voz o instrumentales, todas hermosas por una u otra razón, especialmente por el instrumento musical autóctono de rigor para tocarla o cantarla. En su búsqueda, hasta halló una grabación univocal antigua, perteneciente a una actriz connacional muy popular, por cierto, una excepción, ya que hoy resulta prácticamente imposible escucharla en los medios o en los reductos musicales de su país, a no ser que Edmundo mismo la entone. Como toda canción popular es muy simple en su belleza. Hace escasos días, casi cincuenta años después, Edmundo conoció por casualidad a otra persona, de un país también lejano, pero de nuestra misma órbita cultural y linguística, que la conocía, la tenía grabada y la reprodujo para él: ¡cuál sería la sorpresa y la emoción de Edmundo! Pues esa canción comenzó, sin que él se diera cuenta, su idilio con el pueblo de aquel país lejano, casi único en su género, que aprendió a querer y a apreciar, sentimiento luego acrecentado al conocer más de su historia y de sus penas, comenzadas ya hace más de mil años.

Edmundo no era hipocondríaco, pero atribuía a su enfermedad imaginaria el hecho de extrañar su casa y querer regresar. Lo cierto es que todo ese ambiente suntuoso, que vivía por primera vez, no lo conformaba ni le resultaba simpático y pronto advirtió que el disgusto era más ideológico-político que natural. Sus anfitriones le habían dicho de entrada que el país era gobernado por militares como producto de un golpe de Estado y que regía la ley militar, norma que había impuesto un toque de queda a partir de las ocho de la noche, razón por la cual le requerían que, en lo posible, no abandonara el hotel sin permiso de sus custodios o en compañía de alguno de sus anfitriones como acompañante, y no lo hiciera nunca después del toque de queda, que duraba toda la noche, hasta las siete de la mañana. Por lo demás, cuando llegó al hotel se dio cuenta de que estaba rodeado de policía militar, según le dijeron después, para seguridad de quienes se alojaban allí. Parece que esta realidad molestó más a Edmundo que toda debilidad física y, precisamente por eso, para él tampoco sus anfitriones le caían demasiado simpáticos. Luego conoció al presidente del acontecimiento, un conservador, si de calificación política se trata, famoso por haber sufrido un ataque guerrillero. Averiguó muy rápidamente que esos militares eran sumamente violentos con la fuerza pública en sus manos. Para colmo de males, sus víctimas eran, por lo general, habitantes de pueblos originarios o académicos; entre otras hazañas, habían terminado con la Universidad del Estado, con fama en la región, y matado, encarcelado o sometido al exilio a sus defensores. Ya conocía esa realidad desde su patria, de modo que la noticia no hizo más que acrecentar su incomodidad, su impulso al regreso con su familia. Si Edmundo se quedó allí sin protestar y cumplió con su —en alguna medida— conchabo fue porque su propio país no le brindaba seguridad ni orden democrático; más bien lo colocaba en peor situación, dado su interés patriótico por su devenir, que siempre lo acompañó; en cambio, en aquel país lejano sus avatares políticos no le interesaban demasiado en general, tan sólo lo molestaban. Para explicar su decisión de quedarse allí y cumplir la misión que extraños a él le habían comisionado, se podría decir, con un refrán popular, que, de regresar, salía de Guatemala para internarse en Guatepeor.

Así las cosas, los primeros que se acercaron a él sólo al final del acto para saludarlo fueron dos funcionarios de un país vecino al visitado. Uno de ellos sobresalía por su físico grande, enorme, de elevada estatura y algo robusto, y respondía al nombre de Paulo. Sorpresa para Edmundo que no los conocía. El interés, en el caso, era preguntarle si visitaría su país por invitación de sus autoridades. Paulo era algo más joven que Edmundo; en pocos días hicieron buenas migas, amistad que culminó con la aventura que juntos vivieron. Se trató de la desobediencia a la orden de queda. Hartos de permanecer encerrados de lujo en un hotel autosuficiente, quisieron conocer la ciudad y contaron con la complicidad de jóvenes del país anfitrión que los invitaron a una fiesta familiar y popular, para llegar a la cual debían atravesar el centro de la ciudad. La empresa era riesgosa pues la fiesta musical era de noche, fuera de las horas en las que era permitido transitar conforme al bando militar, aun cuando los jóvenes amigos los pasaron a buscar antes de la iniciación del toque de queda, para conocer algo de la ciudad, y prometieron devolverlos después de vencido ese horario, en la madrugada. Y era peligrosa por anticipado, porque el bullicio juvenil, al parecer no prohibido en forma expresa por el bando, provoca un disgusto evidente en las tropas de la policía militar, aspecto harto conocido al menos por Edmundo. Pero, además, algo salió mal o no coincidió con el plan imaginado. Luego de conocer lugares históricos de la ciudad, ya nochecita, después del toque de queda, debieron atravesar en el automóvil de sus amigos, con más pasajeros que los previstos, la valla de seguridad de los militares en el centro de la ciudad, semiescondidos entre los jóvenes naturales del país, con permiso para conducir hasta algo después del toque de queda por residir en su propia casa y tener autorización para asistir al acontecimiento cultural que se desarrollaba en el hotel mentado. Todavía había algo de luz natural, que se convirtió en penumbra cuando intentaron atravesar el centro de la ciudad. Allí, junto a los edificios gubernamentales de rigor, existían retenes militares que los detuvieron y obligaron a identificarse. Paulo intentó hacerlo con un pasaporte diplomático que llevaba en el bolsillo interno del saco. El movimiento alimentó la sospecha de un ataque en el militar que lo interpelaba, al punto de que sacó su arma de fuego como para disparar contra Paulo. Todos quedamos mudos. Por suerte el disparo no se produjo, por la airada advertencia de los demás compañeros, pero fuimos conducidos él y yo al chasis o acoplado de un camión estacionado al oscuro, incluso oscuro por dentro, con una lucecita pequeña en su final, que iluminaba tímidamente una mesa. Un militar, aparentemente de mayor graduación al aprehensor, miró los pasaportes de mi amigo y mío, y nos interrogó acerca de nuestras actividades en el país. Él escuchaba nuestras parcas respuestas, parecía requerir documentación probatoria de nuestros dichos que nosotros no portábamos allí, y casi nada decía, sólo preguntaba. Al cabo de un tiempo preguntó si habíamos sido instruidos según la recomendación de no abandonar el hotel de residencia. No pude ni puedo apreciar el tiempo que pasó entre la pregunta y la respuesta positiva, que contenía alguna explicación irracional acerca del por qué de nuestra inobservancia del toque de queda, por el temor que sentíamos en esos momentos, a merced de los agentes militares, todos armados hasta los dientes, que, prácticamente, nos habían tomado prisioneros. Momentos después, que tampoco puedo precisar, el militar de más alta graduación que nos interrogaba nos indicó que podíamos salir del camión hacia la calle y cerró con una explicación detallada del camino que debíamos recorrer para hallar a nuestros anfitriones que, aparentemente, ya habían sido liberados. Efectivamente, caminamos unos cientos de metros y encontramos a quienes nos condujeron a la fiesta familiar, casi fuera de los límites de la ciudad pero en dirección opuesta a nuestro alojamiento. La algarabía de la fiesta, en la cual se volvió a repetir la melodía pegajosa que constituía el himno popular, esta vez cantada por todos, sirvió de distensión para nosotros y para quienes habían habían vivido el episodio comentado. Incluso hasta nos animamos a cantar, a pedido, algunas canciones de nuestro lugar de origen. Ya a la madrugada regresamos al hotel. De día pedimos luego conocer la universidad, con status constitucional en ese país, pero el intento fracasó y fue imposible cumplir ese anhelo.

El episodio dejó sus huellas. Edmundo visitó el país de Paulo, su compañero de aventura, entonces ya su amigo, con una invitación que este obtuvo de sus autoridades, aprendió a querer ese país como el suyo y regresó varias veces a él. La amistad creció y se trasformó en amistad familiar, incluso con visitas relativamente frecuentes y recíprocas, pese a la distancia. Ellos también crecieron en sus respectivos oficios y se quisieron casi como hermanos hasta la muerte de uno de ellos, que parece haber sellado el final de las visitas y el envejecimiento de la amistad familiar. Edmundo tampoco pensó que, con el correr del tiempo, llegaría a vivir en aquel país lejano, sede de la aventura, a conocerlo íntimamente y también a sentirlo como propio.

 

 

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