TODOS LOS NOMBRES, EL NOMBRE
Otro septiembre Otro Septiembre
Que ironía la del lenguaje. El lenguaje manipulado, claro está. Antes las gentes de pro eran quienes gozaban de probidad, virtud asociada con la rectitud y la honestidad. Hoy no quiero ni pensarlo. Pero lo pienso. Porque la ola de odio que se está generando no deja de afectarnos. Contamina la atmósfera y no solo alentando al virus. Esto me lleva casi 20 años atrás, al 11 de septiembre de 2001. Un par de semanas después de la terrible tragedia de las Torres Gemelas decidí volar a Nueva York a solidarizarme con mis queridas amistades y con la ciudad que tanto quise. Manhattan, para ser más precisa, esa isla que tiene pensamiento propio. Cada vez que ganan los republicanos sus habitantes proponen cortar los puentes —esas amarras— y zarpar a la deriva, separándose del país que los traiciona.
Así, viajé en un avión casi vacío dispuesta a escribir unas columnas. Jamás ejercicio del periodismo me costó tanto como aquél. Aterricé de madrugada, a las ocho mis queridísimos Carol Feldman y Jerome Bruner me esperaban para el desayuno. Habían puesto un barbijo al lado de mi plato, para defenderme del humo y del atroz olor que contaminaba el aire mientras se iban extinguiendo las últimas brasas.
Son varios los puntos para asociar con el aquí y ahora. El odio, sin ir más lejos, que había estallado en todo el país, en ese caso contra los emigrantes en general y sobre todo los árabes aunque nada tuvieran que ver con Al Qaeda. Una ola de odio desatada, salvo en Manhattan, sobre todo en el Village, Soho y la zona sur. Muestras de solidaridad se encontraban por allí a cada paso, de empatía en el duelo.
Hubo para mí un día de alivio en medio de todo aquel espanto, lejos del humo remanente y del olor a carne chamuscada. En su bella chacra en Rheinbeck, Annie Leibovitz festejaba su cumpleaños y su avanzado embarazo. Hacia el atardecer, Susan Sontag reunió a un pequeño grupo de amigos y nos leyó, con su bella voz baja, Rip van Winkle, el cuento de Washington Irving que transcurre sobre el río Hudson, no lejos de allí.
Más tarde, y ya a solas, le pregunté a Susan, criticada por las palabras no suficientemente empáticas que había escrito sobre la tragedia, si habría dicho algo distinto de haberse encontrado en Nueva York cuando sobrevino el horror. “Estaba en Berlín”, me dijo ella, “y vi todo por la tele en tiempo real, como tanta gente. Me conmoví, por supuesto, pero creo que me habría conmovido más de haber estado acá y conocido algunos de los muchos nombres de las víctimas”.
A casi veinte años de distancia de esa escena, como una especie de despertar de Rip van Winkle, saco dos conclusiones. Una, lo bien que le vendría al planeta Tierra que su población en pleno, al igual que el personaje de Irving, o como bella durmiente en su castillo, nos durmiéramos no por cien ni por veinte, al menos por un año, y lo dejáramos totalmente en paz. Sería una hibernación, no necesitaríamos alimentos ni tendríamos angustia alguna, y después despertaríamos quizá más conscientes y empáticos.
La segunda conclusión no es para nada fantasiosa, consiste en preguntarme hasta qué punto se generaría tanto odio y desprecio mal encaminado si de nuestros muertos, que en general sólo conocemos por cifras computadas a diario, conociéramos el nombre propio.
El nombre
Cuanto más larga es nuestra vida, más amistades iremos perdiendo en el camino. Es el duro precio de seguir chapoteando por estas costas. Pero de golpe estamos en inimaginable pandemia, muere contagiado un amigo muy cercano y ni podemos ir a abrazar y acompañar a su querida familia. Y vemos a les otres, eses que andan sueltes por el centro de la ciudad contaminando hasta la atmósfera con sus improperios y huevazos y actitudes extemporáneas, faltas de toda consideración por el otro y de empatía.
¿Libertad, lo llaman? Libertad un carajo, la falta absoluta de responsabilidad es incompatible con ese noble sentimiento.
Vuelvo a preguntarme si sacando del anonimato al número de muertes, les odiadores seriales dejarían de escupir tanta bilis, dejarían de descargar su bronca ciega y sin examinar, bronca que no le pueden manifestar al invisible virus. Estas muertes de ahora son casi desapariciones, si bien no forzadas, igualmente difíciles de imaginar. Pienso en los muros de nombres, en la larguísima bandera de las Madres. Y en el presente contexto, pienso en la Catedral de Lima donde el domingo 14 de junio se celebró la misa de Corpus Cristi en una nave tan solo poblada por 5.000 fotos con sus respectivos nombres de víctimas del Covid-19.
Carlos Brück, el amigo fallecido pocos días atrás, podría haberme dado una respuesta lúcida y esclarecedora. Era un gran conocedor del alma humana, y también de su ausencia o sus mezquindades. Psicólogo nato, psicoanalista tras profundos estudios, escritor y fotógrafo ocasional pero agudo, creó la Fundación al Sur y la revista-libro Mal Estar (“saber mal estar, como aquello que se despliega en el entrecruzamiento; artefacto textual, dispositivo de cruce”) donde el psicoanálisis y la cultura, sobre todo la literaria, se dan la mano.
Tuve el privilegio de escribir un breve prólogo para su último libro, Ningún espejo refleja la pasión. “Aura es lo que tienen estos textos que son cuentos, que son testimonios y son memorias, que son reflexiones y apuntes interiores. La experiencia del aura, dice Benjamin, nos lleva a levantar la mirada. A percibir aquello que vibra más allá de los sentidos”, anoté.
Tanto podría decir del talento de Carlos Brück, más bien su sabiduría, de su rica y plácida personalidad. Pero opto por dejarlo hablar a él, en esa voz que por estar escrita nunca habrá de acallarse. Se trata de “un texto que se aprovechó de un insomnio pasajero”, según me escribió. Me lo envió por mail a fines de febrero. Luego nos cayó encima la pandemia, y en estos últimos días el dolor de su muerte.
Extimidad es el extraño y bello título. Extimidad, palabra que indica –hube de aprenderlo— que lo más íntimo está en el exterior, como un cuerpo extraño.
¿Qué estás haciendo acá? Una pregunta que no es otra cosa que la alusión a la impertinencia de querer estar ahí, donde como en tantas películas se puede asar un pollo a la luz de la luna. Donde se puede encontrar un cuerpo grácil a la luz de la luna, donde la luz de la luna es la canción que legiones de chicas y muchachos vestidos de traje bailan en la fiesta de egresados en la Universidad.
¿Qué estás haciendo acá? ¿Cuando los próceres platenses, solo agrimensores, abogados, médicos, fuerzas vivas del lugar, entonaban felices todos juntos “gaudeamus igitur”?
El himno que les correspondía por ser médicos, abogados y agrimensores egresados en una tierra cortada y dividida a cuchillo y diagonales con un escuadrón de teodolitos, símbolo de la medida incorruptible.
¿Qué estás haciendo acá? en un recinto que hacía de templo donde personas mayores cubiertas con lazos de cuero que después supe se llamaban filacterias y cajitas de madera cuadrada que no imponían respeto aunque me habían dicho que guardaban páginas de libros judíos sagrados.
Pero el canto a la inoportunidad era conversar a los 11 años con la chica del perfil más bello y mirada más natural que podía ser compasiva o interesada en ese chico que mostraba como una proeza sus conocimientos de matemáticas, listos para superar las pruebas del colegio.
Pero el momento en que la epifanía podía ser una implosión es cuando irrumpía la fantasía, nada más que la fantasía de esa pregunta, estando en el lugar más protegido de la casa, el baño por supuesto, tratando de averiguar qué era eso que sugería Memorias de una princesa rusa, con un título mucho más atrevido que las revistas porno llamadas Dinamita o Cabeza Fresca que un ángel guardián con toda la franqueza necesaria desparramaba como un aviador que se liberaba del arnés luego de la caída y dejaba libre la seda de una textura tan sensual que podía acompañar la pierna de una mujer.
Es cierto: Sex Pol fue una de las mejores palabras compuestas que acuñaron los soviéticos en su afán de nomenclar cualquier actividad que reuniera el Manifiesto Comunista con el sexo y con el aparato moral del Estado.
Claro que Maiacovski y Malevich le dieron todo otro giro a eso (lo que no significa que ese giro fuese todo lo triunfante que sus acciones podían predecir en otra moral), pero aun así yo no estaba en condiciones de apreciar la potencia fallida de esas acciones.
“¿Que estás haciendo acá?”, fue la pregunta que se planteó cuando ingresé al Colegio Industrial acompañado por un grupo tan particular que a futuro incluyó un jugador profesional de póker, un militante de la rama facha de Tacuara, un compañero cuyo nombre comenzaba con un prefijo de nobleza y que rápidamente nuestra ignorancia transformó de Von a Bon y un oficial guardia cárcel que años después quizás me salvó al vida en épocas difíciles y arbitrarias, o lo que es más posible, jugó a que me salvaba la vida.
Mientras otros se preocupaban más en serio de hacerlo, pero sin ningún gesto benefactor en esos años de plomo a los que uno terminaba (y sé que voy a decir una inoportunidad más) acostumbrado y vomitando a la canalla, a la doblez y como me pasó a mí, que fui expulsado de una institución pública y que muchos años después me hizo preguntar qué estaba haciendo yo allí.
A veces y contradiciendo los manuales de Náutica y el río amenazante, la desorientación mueve la Rosa de los Vientos para algún lugar que responda a esa interrogación. Entonces esa brújula cuelga una flecha que dice que sea seguida. Que al final no hay un destino dorado porque no hay destino asegurado, pero que siga.
Entonces ciertos juegos de palabras que me gustaba practicar y las novelas policiales que me fascinaban leer me hicieron soportables la psicología existencial, la eurobiología y las psicomatemáticas que nada tenían que ver con los matemas ni con leer a Freud por indicación de Lacan para saber, sin garantías, que estaba ahí porque si.
Y que entonces alguna vez, ahora, iba a decir con escritura propia una respuesta sin necesidad de final feliz, eso que resulta una maldición que no permite jugárselas.
Carlos Brück se la jugó, y a fondo. Pero con su ingente y sutil sentido del humor se burlaba de sí mismo y solía decir que en realidad él era un simple maestro mayor de obra. Ahora entiendo. Sí, fue Maestro Mayor de la Gran Obra, la alquímica, porque supo ser el artífice de la amistad y unir a los seres más dispares que en el encuentro, en lugar de sacarse chispas como sería de prever, generaban y generan el oro de la empatía.
Magia única y personal que sigue viva en todos quienes tuvimos la fortuna de frecuentarlo, en el diván o fuera de él, como yo.
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