TODO TIENE QUE VER CON NADA

Un abúlico y embrollado protagoniza la desconcertante segunda novela de Ariel Urquiza

 

Aquel personaje que aspire a protagonizar un cuento o novela sabe que será sometido a arduas, elaboradas exigencias. Del aspecto físico podrá despreocuparse, ya que el autor habrá de otorgarle las características que requiera la trama, mientras que el lector le agregará lo que le falte y le quitará lo que le sobre, si todo va bien —beneficios de la literatura—. Habrá de portar un semblante enigmático y parlamentos sarcásticos, si se trata de un relato policial o de misterio; banal y algo frívolo en caso de una historia con ribetes románticos; así como conformarse con apariciones sorpresivas, esporádicas y violentas si debe componer una ballena blanca. Como sea, el personaje principal será el carácter más detallado en condiciones variables, profuso en matices, pasible de empatía, más allá de si actúa de héroe o villano, antihéroe o víctima.

Ninguno de tales atributos, para sorpresa del lector, son otorgado por Ariel Urquiza (Tres Arroyos, 1972) al actor principal de su segunda novela, Parte del caos, al punto que ni nombre le adjudica. Probablemente tampoco esa nominación sea necesaria para el soliloquio de más de doscientas páginas de un fotógrafo cuarentón desenvolviendo surtidos fragmentos de su existencia. Por cierto carente de circunstancias extraordinarias, enlazadas a instancias relevantes de la historia reciente o partícipe de enredadas madejas familiares o sociales. Sería injusto afirmar asimismo que en su vida no pasa nada, aunque los sucesos que llega a recortar ni a él mismo le suscitan emociones o efectos destacables. El relato transcurre en una atmósfera interior invariable, previsible, de tono monocorde, como si nada fuera capaz de alterar una homeostasis aferrada a su destino. Rasgos de estilo que se replican en una escritura acorde, nutrida a partir de un diccionario escaso, poco atento a las reiteraciones, de despeinadas gramática y sintaxis, con situaciones cada tanto carentes de causas o consecuencias. La voz narrativa escribe como habla y habla como piensa. Panorama en el que cuesta determinar el factor que impulsa a la irremediable continuación de la lectura.

 

El autor, Ariel Urquiza.

 

Suele afirmarse que a los cultores del oficio o arte fotográfico es erróneo pedirles grandes discursos, pues es a través de las imágenes la forma de expresarse. Como los jueces mediante sus fallos. Ambas condiciones se han demostrado de toda falsedad. Incluyendo a esa constante primera persona del singular, voz relatora protagonista, para quien todo ser humano u ocasión parecen resultarle iguales, incluyendo a si mismo. Ese optimismo al que acostumbran las contratapas le adjudican los pesares de la melancolía, descripción plausible de tratarse de un adjetivo e improbable si se apunta a un sustantivo diagnóstico, puesto que las condiciones tampoco están dadas. Más aproximado sería considerar que al hombre poco le interesa la gente; más aún, poco y nada le interesa.

Como fotógrafo no ha logrado destacarse: trabaja en un diario como retratista de entrevistados, privado del fotoperiodismo callejero y de los ensayos de investigación; en los abundantes ratos de ocio es enviado como auxiliar de archivo. Aún cuando alguna de tales tareas pueda resultar de algún interés, él nada le encuentra y, si algo aparece, pronto se esfuma. Su vida personal podría considerarla un fracaso, si alguna vez hubiese fantaseado con un instante triunfal. Reproduce en cierto modo la silenciosa chatura que el prejuicio vulgar le adjudica a los pueblitos aislados en las llanuras de la patria. Por más que el hombre haya atravesado hasta la adolescencia la vida en uno de esos pueblos, por cierto sacudido por un sinnúmero de sismos intestinos, en su conjunto descoloridos dentro de la misma bolsa.

Algunas pistas puede sin esfuerzo el lector detectar al modo de antecedentes en breves retazos esparcidos a lo largo del relato. Al evocar sus inicios en la afición fotográfica, acota que esas placas “generalmente estaban deshabitadas, no había lugar para personas. Con el tiempo, de a poco, empecé a incorporar algunas. Si eran varias, me centraba en una y desenfocaba al resto. Hasta se me dio por sacar fotos de personas de espaldas. No de una manera casual (…), sino que les  pedía que posaran de espaldas. La primera foto que le saqué a mi familia fue así”.

 

 

Que transcurriera una vida sosa para nada implica que nunca pasara nada. Casi podría conjeturarse que se trata de un observador de la nada misma, en hechos y palabras. Al relatar un ominoso viaje por el oeste de los Estados Unidos en ómnibus, los pueblos que sirven de escala se enclavan “en el medio de la nada”, una y otra vez, aún para distintas locaciones pero en la misma página la geografía es suplantada por el lugar común. Recurso al estereotipo con ambiciones, destinado a “apagar el motor que constantemente narra y que hace tanto ruido, el dispositivo que se me instaló en la conciencia y que me está corriendo de mi, tanto que por momentos me siento poseído”. Impostura de dramatismo psicológico y/o torbellino existencial, agotado al transcurrir un par de líneas.

Crónica inicial de una pareja en caída libre con una mujer al parecer empoderada, intelectual y talentosa, se estrellan sin estrépito al promediar la narración, enchufándose en forma alternada un niño de siete años con ostensibles dificultades para relacionarse con el mundo habitado. Apenas una porción significativa dentro de la existencia del protagonista, la paternidad intenta hacer vibrar alguna de sus fibras. Como las escenas de infancia pueblerinas, se desgajan en porciones breves, yendo y viniendo de una historia a otra, sin enlace evidente aunque en una continuidad tan tensa como amable para la lectura. Curioso, atinado efecto, instala dentro del mismo rango escenas poco significativas con el par de circunstancias más relevantes del relato.

Por un lado, el encuentro profesional con un extravagante teólogo que le solicita una sesión fotográfica y, al día siguiente de concretada, se suicida. Acto que lanza al sujeto a una investigación sin propósito definido, le ocupa sin desmesuradas obsesiones y lo introduce en un derrotero místico que lo atrapa, como todo, sin penetrarle. Por otra parte, el intercambio de chats a través de una red antisocial con un filósofo costarricense, ante quien se hace pasar por una seductora azafata retirada, atraído por una serie de fotografías reales, tomadas durante un affaire años antes. Así como dan lugar a vicisitudes intermedias, ambos acontecimientos transcurren en forma paralela durante el relato, hasta extinguirse sin agotarse.

Curiosa novela carente de situaciones abarcativas de un desencadenante a un anclaje, Parte del caos es un relato saltimbanqui de una escena a otra, sin concatenación determinada. Ariel Urquiza desliza como al pasar, al promediar el relato, de qué puede tratarse tamaño fervor caótico. Sin que asuma ribetes explicativos, expresa: “Todo puede ser un gran absurdo, hay espacios, pequeños resquicios, en los que nuestra razón puede clavar sus raíces. Somos parte del caos, sí, pero no cualquier parte. Somos la parte que lo reconoció y le puso nombre”. Con una pizca de buena voluntad, la narración condensa sinsentidos que van de la anécdota a la redacción; denuncia el conformismo berreta de la falaz pretensión explicativa, tan en boga, “todo tiene que ver con todo”, cuando el conectivo “tiene que ver” ninguna articulación lógica designa y, por ende, nada tiene que ver con nada.

 

 

FICHA TÉCNICA

Parte del caos

Ariel Urquiza

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2024

224 páginas

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