Un relato de 'buscas' que va de Villa Celina a Duchamp, casi sin escalas
No tenía demasiados motivos para cruzar la General Paz, salvo para ir de vez en cuando a Flores —nuestro centro— a bailar en El Viejo Correo, o alguna vez al norte, a Margarita de Avenida Cabildo, o al sur, a la Cueva de Bernardo de Irigoyen, para ver los primeros recitales de Viejas Locas; pero en 1995, harto ya de salir a volantear o laburar de promotor por dos mangos en medio de las fábricas que cerraban, conocí a una chica de la cual me enamoré y con quien descubrí una nueva forma de ganarme la vida. Ana era medio jipi y yo un típico stone de jardinero, kickers y pañuelito al cuello. Ella me enseñó a hacer artesanías en alpaca y parsecs y así fue como, a los 24 años, conocí Plaza Francia.
Al principio estaba aterrorizado. Las potenciales clientas eran todas chicas hermosas, lolitas del Olimpo que habían bajado de sus departamentos al verde césped con el mate para charlar de sus cosas, quizás estudiar y de paso escucharlo a “Silvio Rodríguez”, quien puntualmente tocaba frente a la loma de la Recoleta. Para mí, todo era novedoso: desde el Museo de Bellas Artes hasta el pan relleno caliente, el pan del continente para toda la gente, ¡qué bueno que estaba!
Los primeros intentos fueron previsibles y, por supuesto, fracasos. Como buen amateur, sólo me limitaba a preguntar, cajita en mano y sin mirar a los ojos: “¿Quieren ver anillos? ¿Quieren ver colgantes?” La respuesta era siempre la misma: “No, gracias”. Era un bajón. Entonces la fui a buscar a Ana, que vendía en la otra punta de la plaza. Cuando la encontré, estaba rodeada de cinco o seis adolescentes histéricas que se peleaban por probarse los anillos. ¿Pero cómo era posible? Me quedé a un par de metros observando, estudiando la situación. Ana no decía: “¿Quieren ver anillos?” Decía: “¿Quieren deleitar sus ojos con unos objetos maravillosos? ¡Tienen inmensos poderes afrodisíacos!”
De a poco yo también me fui soltando y comprendí que la fuerza estaba conmigo, la fuerza del lenguaje. Aros, pulseras y colgantes ahora tenían nombres: “Eleva tu glamour hasta las nubes”, “Osadía nocturna”, “Brillitos embriagadores”. A fuerza de adjetivos, en los años siguientes lograría pagar la luz, el gas, el teléfono.
Tengo que reconocer que los primeros “objetos maravillosos” eran bastante feos, colgantes de parsecs con distintos motivos y caras que teñía con anilina y patinaba con alcohol. Pero lo que garpaba eran los nombres, las historias que contaba. El ladrón, El indio, El hombre riñón, eran personajes con los cuales me estaba encariñando y en un momento me costó venderlos. Valían tres pesos cada uno y a finales del '95 pude decir que los domingos a la tarde eran un éxito.
A veces, si la persona me caía mal, no se lo vendía, le reprochaba no ser digna de ese objeto maravilloso, y cosas ingenuas de mi primera etapa idealista de vendedor ambulante. De todos modos, al final del día, las cajitas quedaban casi vacías. Había que reponer cada vez más seguido y los personajes se fueron diversificando.
“Todo se vende”, decíamos con Ana, y esto nos despertaba algo de curiosidad. Un día se nos ocurrió, como chiste interno, hacer un objeto tan feo que fuera imposible de vender. El primer intento fue un colgante en forma de corazón, horrible, al que le escribimos con alfiler: “Cara comercial”. Se vendió el primer domingo que lo llevamos. Con el paso de las semanas nos esforzamos en hacer distintas cosas, una más fea que la otra, tratábamos de “esconderla” en los lugares menos visibles del muestrario, pero no había caso, porque “todo se vende”.
—Bueno, me decidí, voy a hacer un collar de mierda, a ver qué pasa.
Fui al campito de Villa Celina, donde el Rafa guardaba los caballos y junté un poco de bosta. En casa amasé pelotitas con pegamento. No las pinté ni las barnicé, para que conservaran su color y parte de su olor. Las engarcé con alambre de alpaca y después las uní. Esa semana fui a Plaza Francia y dije la verdad: este es un collar de mierda fresca, hecho con bosta de caballo de Villa Celina, hecho así y asá. Caminando entre las lolitas del Olimpo, tal vez pensaba que era un justiciero o un vengador contra el mundo, la sociedad capitalista y la sociedad de consumo. Hasta que un chabón me preguntó:
—¿Cuánto vale?
Me quedé duro y no supe bien qué contestarle, porque ahí me di cuenta de que no le había puesto precio. Le dije:
—Pero mirá que está hecho de bosta, podés sentirle el olor…
Traté de convencerlo para que no lo comprara pero se había entusiasmado, decía que era una obra de arte, habló del surrealismo, del dadaísmo, de Duchamp y no sé quién más.
Creo que se lo dejé a cinco pesos.
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