Todo es provisorio
Nunca se necesitó tanto un Estado sólido, eficiente, capaz de hacer cumplir la ley
¿Qué es previsible? ¿Cómo nos organizaremos para funcionar como sociedad de aquí hasta que finalmente dispongamos de la vacuna contra el Covid-19? ¿Qué medidas tomaremos para recuperarnos de la economía del aislamiento? ¿Qué pasará en el mundo de aquí a tres años, cuando tengamos que empezar a pagar el endeudamiento acumulado por los gobiernos neoliberales desde 1976?
Las preguntas se acumulan y se multiplican, mientras las respuestas parecen basarse en bibliotecas que han caducado al ritmo de las crisis superpuestas de la pandemia y de una economía mundial que estalla nuevamente.
En la emergencia, comprobamos que el único instrumento de defensa colectiva con el que contamos es el Estado, que afortunadamente está en manos de personas responsables y sensibles.
Sin embargo, nos cuesta asumir como colectivo las implicancias de esta realidad y aparecen los comportamientos adquiridos en otros tiempos más tranquilos y menos desafiantes, donde la hegemonía neoliberal estaba muy consolidada y donde la imaginación alternativa parecía seca y agotada.
Reestructuremos y veamos
La propuesta de reestructuración de deuda con bonistas privados efectuada por el gobierno de la Argentina es buena, ya que propone un fuerte recorte de intereses y un tiempo sin necesidad de efectuar pagos, pero estará aún sometida a fuerte presiones para que sea menos buena o decididamente mala. Las presiones son externas y locales. Sería un gran servicio a la transparencia política y comunicacional que se conozca públicamente el entramado de actores locales con intereses asociados al valor de los títulos de deuda externa argentina.
La clave hoy, dado el horrible cuadro económico y social, local e internacional, es no tener que pagar nada por el tiempo más largo posible. Tampoco pagarle próximamente al FMI, ni comprometer planes de ajuste. Tener las manos desatadas para actuar con eficacia.
Y usar muy bien esos tres años para sacar a la economía del pozo, darle impulso a nuevas actividades productivas democratizantes de la economía, y construir un Estado fuerte y eficiente.
Pero, ¿y qué pasa si los bonistas no aceptan?
El cuadro mundial
Repetimos frente a este escenario de estallido financiero el diagnóstico que formulamos luego de la crisis provocada por el estallido de la burbuja hipotecaria norteamericana de 2008: la única forma de salir sólidamente del cuadro de semi-estancamiento es procediendo a una gigantesca licuación de las deudas de países, empresas y familias, para poner en marcha la demanda global y el crecimiento. Eso implica un proceso redistributivo global, que las élites no están dispuestas a conceder. Dado que el verdadero remedio económico es lo único que está vedado, porque los intereses financieros predominan en los principales centros de decisión, se sigue emparchando e inflando burbujas que estimulen transitoriamente la demanda hasta un nuevo estallido. Eso es lo que vuelve a pasar en 2020.
Hay que tener en cuenta que el escenario global es extraordinariamente fluido. Venimos de unas semanas en las que se evaporó el 30% del capital bursátil en Estados Unidos, Europa y zonas de Asia. Donde el desempleo está subiendo a cifras insólitas: Goldman Sachs, uno de los mayores grupos bancarios del planeta, proyectó esta semana una tasa de desempleo del 15% en Estados Unidos para fin de año, cercana a 37 millones de parados. A su vez la calificadora Moody’s anotó ya 311 corporaciones norteamericanas en situación financiera peligrosa, cuando en el peor momento de la crisis financiera de 2008 contabilizó 291 empresas, y aún no se ha arribado en ese país al pico de la crisis. La cantidad de empresas norteamericanas en situación precaria es compatible con el dato proporcionado este miércoles por la Reserva Federal de Estados Unidos: la caída de la producción manufacturera en marzo fue la mayor de los últimos 74 años, con el 6,3% en un solo mes.
Pero no son sólo empresas. La situación externa de numerosos países se está complicando y se suceden las “recalificaciones” del riesgo crediticio de naciones que empiezan a ser vistas como potencialmente insolventes.
Mientras Joseph Stiglitz recomienda usar una “super ley de quiebras” para realizar un salvataje masivo de la economía estadounidense, la Reserva Federal de ese país ha sido habilitada para comprar “deuda sin grado de inversión” (o sea, poco fiable) y bonos de baja calificación de empresas, municipalidades y Estados norteamericanos, para tender una red de contención de la debacle, en la misma dirección que propone Stiglitz.
Si ese es el escenario en el centro económico del planeta, pensemos un poco en los plazos que tenemos por delante para resolver la oferta argentina de reestructuración. Nuestro país no está en condiciones de perder un dólar más de reservas, imprescindibles para poder importar los bienes necesarios cuando se relance la economía.
El 22 de abril vence un bono global de deuda argentina por 500 millones de dólares, y el 5 de mayo vencen 2.100 millones con el Club de París. Sobre este último vencimiento, el ministro Guzmán ya ha solicitado una prórroga de pago por un año. Pero incluso pagar los 500 millones del bono global en este contexto de enormes dificultades locales parece un lujo imposible.
El no pago en la fecha estipulada de ese bono habilita una postergación de hasta un mes, hasta la tercera semana de mayo. Muchos especialistas médicos coinciden que probablemente en esos días estaremos arribando en nuestro país al pico de contagios, internados y fallecidos.
Si los acreedores no comprendieran la situación, pretendiendo que estamos en el mundo de 2019, y reclamaran más ajuste y más sacrificio sobre el muy castigado cuerpo social argentino –ya no estamos hablando del 40% de “pobres”, sino del 80% alcanzado severamente por el parate económico— el gobierno nacional, en ese cuadro dramático de situación, inserto en un tembladeral mundial de crisis de corporaciones internacionales, países y bancos, bien podría plantarse e insistir en los actuales términos de renegociación y asumir las consecuencias. Es un problema de tiempos y contextos.
Si esa fuera la situación, tendría que cuidarse de los poderosos socios locales de los bonistas, que disponen de un insólito aparato comunicacional para transmitir a la población la opinión de los acreedores, disfrazada de análisis económico neutro.
Habrá que usar a fondo las capacidades explicativas del Presidente y su apelación a la parte racional del sentido común para explicar cuáles son los intereses argentinos. Lo que no debería ser un sustituto de un debate político profundo de todos los sectores de la sociedad sobre cuáles son las prioridades nacionales hoy. La vida política no debe ser estatizada. Sería un error que ya fue cometido.
Quizás en tres años la economía mundial esté tan débil como ahora, sin resolver ningún problema y sometida a tironeos entre los gigantes económicos para apropiarse de alguna tajada de una torta que cesó de crecer. Finalmente eso fue lo que ocurrió luego de la crisis financiera global de 2008: no se modificó básicamente nada del esquema de dominio financiero, ni se buscó una salida que no pasara por seguir engordando a los mismos ganadores previos a la crisis.
Si ese fuera el caso, nuevamente la Argentina tendría que evaluar qué caminos seguir, porque necesitará exportar más y sustituir importaciones.
Pero tampoco es descartable, de acuerdo a la magnitud de los problemas presentes, que surjan planteos y políticas más sociales, más humanas y más ecológicas en distintas partes del mundo. Que aparezcan, en los países centrales, dirigentes capaces de romper límites que se consideraban hasta hoy infranqueables y que ofrezcan ejemplos de políticas públicas novedosas que sirvan de referencia para un cambio global. En realidad, esa es la peor amenaza para las anquilosadas élites de América Latina: que del norte vengan buenos ejemplos.
De aquí a la vacuna
A medida que observamos y aprendemos, va quedando claro que la evolución de la pandemia no es como graficó Trump con la mano: el bicho viene, contagia unos cuantos, y se va. Hay complejidades vinculadas a las características de este virus en particular, a su gran capacidad de contagio masivo, a las interacciones constantes entre personas que aparentan no ser portadoras en todo tipo de actividades, y al ida y vuelta global de la pandemia, con su reaparición en lugares que se consideraban “victoriosos”. Incluso observar las recaídas de pacientes ya curados, lo que tampoco permite dar por terminada la situación de enfermedad como si ya hubiera pasado la tormenta.
Achatar la curva no quiere decir derrotar al virus, que seguirá dando vuelta e infectando gente hasta que la solución radical, la vacuna, aparezca y nos la apliquemos todxs. Se mencionan diversos tiempos para ese momento… ¿8 meses? ¿12 meses? ¿Año y medio? Achatar la curva es también asumir que habrá que “administrar” el contagio para poder ir tratando a los miles de enfermos de tal forma que queden en el camino los menos posibles. Y esa situación va a chocar contra las necesidades de la sociedad de vivir, trabajar, tener ingresos y retornar a la normalidad.
La complejidad deviene de que no es posible sostener una situación de aislamiento extremo por mucho tiempo, porque gran cantidad de puestos de trabajo dependen de que exista movimiento económico al menos cercano a lo habitual. Y porque muchas ramas de la economía se vuelven inviables por la falta de escala, etc. Peligra el ingreso masivo de la población y eso requiere respuestas que intenten compatibilizar cuidado con cierta recuperación productiva.
Ese dilema, el de cómo ir saliendo de las medidas drásticas –que son las más efectivas— es complejo y se está discutiendo en muchos países. ¿Cómo retomar la normalidad, cuando la causa de las medidas de excepción persiste?
Por lo tanto, habrá que convivir con una situación que no se resolverá en dos o tres semanas más, y que requerirá ser administrada con nervios de acero y con un contacto orgánico, permanente y sistemático con todos los sectores afectados, tratando de evitar que las políticas de aislamiento generen daños productivos y personales irreparables.
De impuestos puntuales y permanentes
El proyecto de Impuesto a las grandes fortunas parece contar con razonable simpatía popular, y con la previsible resistencia de muchísimos más que las 12.000 personas que sería alcanzadas por sus disposiciones. Las características del proyecto permiten introducir en el debate público un tema central que viene siendo omitido sistemáticamente, que es la pésima forma en que está distribuido el ingreso en Argentina (y en el mundo), y al mismo tiempo posee ciertas características que lo hacen más potable en términos de viabilidad política: sólo abarca a una ínfima minoría poblacional, es por única vez, y tiene fines específicos y muy visibles.
Es útil y necesario, y tiene un sentido político fundamental, que es iluminar uno de los aspectos centrales de la realidad menos transitados, lo que refleja la predominancia de la agenda neoliberal en las últimas décadas en el debate público nacional.
Por supuesto que para el mediano plazo habrá que encontrar fuente de financiamiento que no afecten ni a los más vulnerables, ni a las golpeadas clases medias, ni a los empresarios que estén dispuestos a realizar inversiones productivas. En ese sentido, debería empezar a considerarse un conjunto de nichos en los que hasta ahora el Estado no ha podido o no se ha atrevido a incursionar, y que tienen que ver con la evasión y elusión impositiva.
Se sabe, por ejemplo, que actividades extractivas como hidrocarburos y minería, pagan impuestos de acuerdo a lo que le declaran al Estado haber extraído, mientras los organismos estatales tienen escasa o nula capacidad de control y verificación de lo declarado. Se dice que hay una parte de la producción agropecuaria exportada que no está registrada en la documentación de Aduana y que es de una magnitud significativa, contando para realizar la maniobra con el sistema corrupto tanto en el aparato estatal como en puertos privados. Lo mismo estaría ocurriendo con la abundante pesca que se realiza en el Mar Argentino, donde el Estado no ha desplegado un sistema eficaz de verificación de la captura realizada por importantes flotas extranjeras. ¿Cuántos recursos fiscales legítimos se escurren por estas vías? Para ello no hay que establecer nuevos impuestos, ni asfixiar a sectores productivos, sino hacer cumplir la ley y eliminar nichos de delincuencia económica.
Ante el proyecto de Impuesto a las grandes fortunas, Confederaciones Rurales Argentinas emitió un comunicado el 13 de abril donde sostiene que “el reclamo de empresarios que desempeñan actividades productivas generadoras de divisas y de puestos de trabajo, respecto de la urgente necesidad de comenzar a transitar un camino de reducción de una presión impositiva que ya antes de la pandemia implicaba un asedio fiscal insostenible, choca de frente con la pretendida creación de un nuevo impuesto de emergencia y por única vez (como tantos otros que existen desde hace años y bajo la misma premisa inicial) que algunos sectores del Gobierno propician y tratan de justificar bajo el manto de la necesidad de ayuda solidaria al mejor estilo Robin Hood: continuar asfixiando a quien produce para repartir a los sectores más carenciados”. CRA se confunde y confunde: el impuesto no afecta el patrimonio ni la rentabilidad empresarias, sino a las fortunas individuales de gran envergadura, que pueden haber sido adquiridas de múltiples formas. Y concluye el comunicado de la CRA con el siguiente párrafo: “Como nunca antes, la dirigencia política argentina tiene la oportunidad de evitar la recurrente costumbre de perseguir, oprimir y castigar al buen empresario, aquel que arriesga, invierte y produce sin prebendas ni subsidios, y así ayudar a dejar atrás un modelo de país que sólo parece premiar al delincuente”
No sabemos a qué se refiere la CRA en cuanto a perseguir al buen empresario, ya que sólo en un clima intelectual de liberalismo extremista se puede considerar que cobrar impuestos es perseguir empresarios, pero estamos absolutamente de acuerdo con la CRA en no premiar a los delincuentes. En ese sentido, es importante avanzar en las investigaciones sobre las 950 cuentas que grandes afortunados argentinos tienen en el exterior, que no le declararon al Estado durante el blanqueo macrista, por el equivalente a 2.600 millones de dólares, según información difundida recientemente por la AFIP.
Nunca como en este momento, el bien común de lxs argentinxs choca con los intereses minoritarios de bonistas, evasores, especuladores y corruptos, y nunca como hoy se necesitó tanto un Estado políticamente sólido, eficiente, capaz de hacer cumplir la ley.
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