Terreno peligroso
Un cuento de Ángela Urondo Raboy
Verifiqué el número, toqué el timbre, y unos momentos después, a la hora exacta de la cita, se abrió la puerta. El hombre delgado extendió su mano de tres dedos y me hizo pasar. En la planta baja estaba su familia, los vi de lejos en el comedor diario de la cocina. Me habían hablado tanto de ellos. Con la palma hacia arriba, me indicó la planta alta. Era una casona con escalera de madera, idéntica a la de aquella casa del pasaje de mi infancia. Una escalera de cuerpo sonoro, con nueve escalones en cada tramo y en el recodo del entrepiso la puerta de acceso al cuartito de servicio.
Había escuchado mucho de esta gente: un matrimonio con dos hijos, dedicados a las terapias alternativas. Marcos era fan. Uno de los dos chicos había escrito un libro espiritual a la edad de 4 años, best seller. En el círculo de la new age la gente lo consideraba un niño prodigio, un iluminado. Marcos decía que era un Genio, esa era la palabra, con mayúscula y seguido de un hondo silencio inapelable. El niño podía ser Genio, o incluso algo más, cercano quizás a una divinidad. Eso explicaba todo para Marcos, era la respuesta al tipo de preguntas que él se hacía. Sin embargo a mí me parecía normal. Era como un nene cualquiera, dibujando en el comedor. Algo frágil, quizás y con un terrible corte de pelo.
Mientras subía la escalera, pensaba en el peso de llamar de esa manera a cualquier niño: Genio… Qué exagerado. Había padres que se enamoraban de sus hijos de manera desmedida, o más bien se enamoraban de sí mismos. ¿Cuál era el límite? Cada padre establecía las reglas de sus experimentos. El asunto del niño Genio me daba para desconfiar. A Marcos le brillaban los ojos cuando lo mencionaba. Me hizo leer el libro. Era de extraterrestres, luz y amor. Yo pensaba que eran unos embusteros, pero no iba a emitir opinión, ya tenía demasiados problemas. Él mandaba y estaba convencido. Le daba ilusión ese niño y toda la familia mágica. Hablaba de ellos con profunda admiración, se iluminaba al hacerlo, los veneraba. Era muy raro eso, ese modo de amor teórico, fantástico, ese costado espiritual y puro, en contraste con la realidad: la constante iracundia, opresiva y persecuta. Mi hermanito menor también era un Genio, pero del fútbol, como Maradona. Yo dibujaba bastante bien, pero no iba a ser nunca una niña Genio. La infancia se me iba, sin poder quitarme la etiqueta de niña-problema. Reprobaba todo y me faltaba mucho para ser grande, para ser libre. Se me hacía tarde y nadie, ni yo misma, sabía qué hacer conmigo. Sólo quería mi música al palo, caminar pateando piedras, contar estrellas hasta desnucarme y perder la cabeza.
Me estaba metiendo en terreno peligroso. Era una pantomima, una farsa. Yo no tenía fe en ninguna terapia. Sólo quería conformarlos para que me dejaran en paz, una escena difícil de sostener. La esperanza de los demás, quizás la última.
Las casas gemelas. El pasado superpuesto. La realidad vuelta recuerdo. El tiempo fuera del tiempo. Lo abstracto, representado. Algo en apariencia mío y a la vez ajeno, me dejaba descolocada de entrada. Arriba, en la planta alta, el juego de las diferencias. En el mismo lugar donde estaba la habitación de Marcos se ubicaba el espacio terapéutico, consultorio, o como sea que se llamase. Antes de entrar pidió que me quitara el calzado. Una vez adentro guardó mi abrigo, un harapo de jean marcado con parches y tachas.
Pregunté dónde ubicarme. Adonde vos quieras, como te sientas más cómoda. No supe qué hacer y me quedé parada un momento observando el lugar. Había un diván con mantas coloridas dobladas muy prolijas y un sector con almohadones en el piso. La enorme biblioteca y las sillas Thonet del escritorio, ubicado cerca de la boca de luz. Una mesa baja con sillitas para dibujar. Todo rígidamente descontracturado. Del lado opuesto a la ventana había otra puerta, que era la entrada a mi habitación en la otra casa. Esa puerta que cortaba el espacio para no estar en el mismo lugar. Esa puerta que no siempre lograba alejarme lo suficiente. Temí abrirla y que la habitación de la casa vieja se encontrase ahí, intacta, con el empapelado de arbolitos arco iris, los juguetes por el piso y la cama verde esmeralda.
Reviví de pronto esa sensación familiar de querer escapar corriendo. El cielo no llegaba a entrar por la ventana, era apenas un recorte. Afuera, el viento movía las hojas del árbol de la puerta: un sauce llorón.
Él se sentó en silencio en uno de los grandes almohadones, mientras yo recorría el espacio. Sin zapatos ni chaqueta era como andar desnuda. Desarmada. Blanda. Observada. Llevaba unas medias vergonzosas, vulnerables, una absoluta incomodidad concentrada en los pies, después de todo el día en la escuela. Nunca me habían hecho descalzar para hacer terapia. Pero esto era distinto. Alternativo, claro.
La anterior había sido una experiencia tradicional, con una mujer robusta de pelo canoso que usaba siempre el mismo vestido de jean entero, con cinturón de cuero y cinco dedos en las manos. ¿De qué querés hablar?, me preguntaba ella y yo no sabía qué hacer, qué más decir, ni qué pensar en ese lugar donde todo se hacía eterno. No sabía cómo entretenerla. Cómo llenar el tiempo. Era chica. ¿De qué hablábamos entonces? Todo lo que quedaba flotando era la urgencia por no quedar sin palabras. Ese miedo al silencio. Ahí, al menos, tenía claro dónde sentarme. Había un sillón para ella y otro enfrente para mí. Ella nunca decía nada. Tenía la sonrisa leve, contenida en un gesto permanente de asentir con la cabeza. Su consultorio quedaba por la Recoleta, era un lugar oscuro y beige. Viajaba siempre sola. Tenía que bajar del colectivo en el edificio gótico de la Facultad de Ingeniería en la avenida Las Heras. Era a media cuadra del cementerio. Al finalizar cada sesión, me iba con mi sensación de vacío a caminar por la vereda de los muertos. Todo era hermoso e inútil. La ostentación del culto a la muerte, en un mundo incapaz de rendir culto a la vida.
No había pasado tanto tiempo desde entonces, pero habían pasado muchas cosas. Ya no era la misma. No me incomodaba incomodar, me había acostumbrado. Tenía un problema irremediable: ser el problema. No quería hacer nada ahí que me pusiera en evidencia. De qué hablar ahora. No me salía una sola palabra. No quería develar ninguna pista. El hombre de tres dedos sostuvo el silencio y no molestó. Este silencio fue creciendo, era un buen lugar para pensar y escucharme. Había encontrado dentro mío un diálogo interno donde todo estaba permitido, sin necesidad de mandatos ni consensos. En la biblioteca encontré cosas interesantes: libros, adornos, un espejo, pequeños instrumentos musicales. Toqué al pasar unas piedritas con simbolitos dibujados y recién ahí él se levantó como un rayo e intervino. El primer día me leyó las runas. A la semana siguiente, el I-Ching. Eran textos encantadores, de alto simbolismo poético. Bellos, profundos quizás. Yo me dejaba llevar por las imágenes. No prestaba atención, pero lograba que se pasara la hora. Era un descanso.
Dormía poco en esa época. Soñaba despierta. Había un Diego en mi sueño, con tatuajes de Motörhead, jeans rotos y cresta de pelo largo. Lo había conocido en la la escuela años antes. Una vez, en la puerta, me había convidado de su cerveza. Ese día me di cuenta de que tenía una boca hermosa. Los labios gruesos, el diente roto. Nunca antes me había gustado alguien así. Soñaba con él. Nos perdimos un tiempo cuando nos echaron del colegio. No lo vi durante meses, hasta aquella noche cuando nos encontramos en el patio de Obras en medio de un recital, a la salida de los baños, donde se iba a tomar agua y otras drogas. Sin decir nada me agarró de la mano y no me volvió a soltar. Me llevó con él al pogo sin perderme nunca, como si fuésemos uno. Después saludamos a todos los amigos en la esquina y nos fuimos, a perdernos por ahí. Debajo de la autopista fui su mujer. Ahí también había un sauce petiso, era eléctrico y sus ramas bajaban hasta el suelo como un refugio.
¿En qué estás pensando?, interrumpió el sueño el hombre de tres dedos, rascándose la cabeza. Me delataron el suspiro y las mejillas rojas. Sorprendida, tuve que hablar. Es un chico. No es mi novio, pero estoy enamorada. Nos vemos a veces. Es hermoso.
Ahí caí en mi propia trampa. Me vi explicando sin que nadie lo pidiera que no me iban las ataduras, pero que no por eso se trataba de un amor menos verdadero. Me escuché y me callé la boca.
El hombre de tres dedos tomó la palabra. Había perdido el tono I-Ching y su voz se volvía la de un predicador. Hablaba del amor como un compromiso que se establece. No iba a entender nada de amor libre, de generar lazos poderosos, cómo elegirse sin amarras. Me hablaba como a una nena, y de algún modo lo era, pero no así. Como si el amor fuese un blanco camino al altar, todo empaquetado con puntillitas de la tienda de la señora Olson. Cómo le iba a contar. Cómo le iba a decir que la verdad estaba en esos besos húmedos, en los pantalones bajos, escondidos dentro de un zaguán, en el tintineo de las tachas del cinturón. Cómo explicarle algo. Me hablaba como si estuviese explorando los primeros besos, y yo hacía años que había revoleado mi virginidad. No me había hecho falta un novio para probar de todo, para amar y cojer todo lo que me cabía, aunque no sabía si coger se escribía con Ge o con Jota. Estaba enamorada de esta forma de amor, que lo único que tenía de especial era el sentimiento de deseo. El mío.
El padre del niño Genio no estaba preparado para tanta realidad. Buscaba saber por qué me atraía este hombre que de inmediato catalogó de inaceptable y fuera del canon, ajeno a cierto círculo. Pura discriminación. Sin tener idea, ni asomar un dedo a mi realidad, repetía la palabra marginalidad. Hay que ver por qué buscás lo distinto, me decía, mientras se acariciaba la barbilla con la punta de los dedos, bajando hasta tocar el cuello de su camisa rosada. Acomodaba el chaleco de lana suave, incómodo se frotaba las rodillas, peinando hacia adelante el corderoy de su pantalón claro y poco canchero. Sus medias siempre estaban blancas, impecables, como recién compradas.
Mi pulover negro era largo, estirado hasta las rodillas y en los brazos, los puntos estaban rasgados hacia arriba desde los agujeros por donde pasaba los dedos hasta los codos. Siempre era el mismo uniforme. Las medias de la vergüenza aprendí a dejarlas dentro de los borcegos, en la puerta del consultorio, junto a sus zapatitos náuticos, tan de moda.
¿Quién podía decir lo que era normal y lo que quedaba al margen? ¿Qué determinaba la pertenencia o la impertinencia? ¿El logo del chaleco, la cantidad de dinero en el banco, los diplomas, los libros leídos? ¿La cantidad de dedos, de agujeros abiertos, o de hijos Genios? ¿Qué era todo ese esfuerzo por demostrar, por pertenecer? ¿Qué tenía de malo querer salirse del molde? Mis pantalones rotos, mi chaqueta, las mangas, mis medias, eran la huella de cada emoción de las que estaba hecha mi vida. ¿Por qué te vestís así? ¿Por qué no podés ser normal?, me decían todo el tiempo en casa. Me distinguía y se lo estaban cobrando. Estaba dejando de lado todo ese universo mullido de pasteles luminosos. La ropa nueva, sin historia, esa ropa de shopping a la última moda, hecha por mano de obra esclava, para ser esclavas, para ser igual a todas las chicas de la escuela y del club. Al carajo con ese disfraz, inservible para sentarse en la vereda, revolcarse en el pasto o dormir en el suelo. Las chicas siempre estaban pendientes de levantarse un pibe con auto, en lugar de buscar autonomía. A mí me parecía que de un modo ultra conservador, estaban regaladas. Me daba bronca, pero no había muchas opciones tampoco. La independencia tenía un alto costo. Quería creer que a mí no me compraba nadie. Me encantaba la calle como espacio de libertad con sus leyes y códigos, con sus peligros latentes. Una jungla salvaje, sólo para entendidos. Qué podían entender del mundo real estos medio hombres, cuidados como cristales, vestidos como capullos de algodones. Esos iluminados hacedores de niños Genios. Encandilados, especuladores. Yo prefería hurgar en las sombras, en lo que esconde la oscuridad. La verdad tenía que estar en otro lado. Quién sabe donde, pero en alguna parte afuera de ese pequeño universo concebido por personas con camisas rosadas y zapatos mocasines náuticos. Diego era todo lo contrario, una mezcla de ser cavernario y del futuro. Era una verdad posible. Sin embargo lo único que le importaba a este hombre era hablar de mi atracción hacia lo marginal, con cara de preocupación y acento negativo. Durante varias sesiones volvió sobre el tema. No importaba dónde empezáramos, siempre encontraba la vuelta a lo mismo, al origen del enamoramiento. Como si mi amor pudiera estar equivocado.
Sentado cerca de la ventana, propuso un juego de asociaciones libres. ¿Qué tiene de especial este chico? arrancó. Es él, es único. Recordé su boca, sus besos. Es hermoso. Distinto a todos. Me encanta. Dejé de dar vueltas y me senté en el suelo. ¿Distinto de qué?, insistió. Distinto de todos. Me gustan otras personas, pero Diego más. El piso era de madera y estaba sin plastificar. Era una madera hermosa, veteada con relieves suaves. ¿Qué más? ¿De qué más es distinto este muchacho que tanto te atrae en particular? Era todo el tiempo la misma pregunta, formulada de diferentes maneras. No le podía ver bien la cara. La luz de la ventana recortaba la figura del hombre en negativo y se filtraba a través de los rulitos esponjosos de su pelo. Allá afuera había sol. Los brotes del sauce brillaban. Parecía que lloraban de alegría. ¿Distinto de qué?, me preguntaba todo el tiempo. Distinto de vos. Distinto de todo. Fuera de aquello que establece la sociedad. ¿Qué sociedad? ¿Quién establece las reglas de esa sociedad de la que este sujeto es distinto? Agotada, le dije que ni idea. Que a mí Diego me parecía hermoso, pero que igual se quedara tranquilo: no estábamos juntos. Intentaba bajarle el tono a la situación. Yo lo amaba y él me amaba, pero nada más. Quería defenderlo, defenderme. Pedir socorro, piedad.
Su voz de taladro había dejado de ser acolchonada y amable. No habría que confiar en personas que no ensucian las medias. Diego jamás se pondría un chaleco como ese. Siempre el cocodrilo boquiabierto. Me levanté y empecé a dar vueltas por la habitación. Me miré al espejo. Corregía el maquillaje que me había puesto a la mañana, cuando apareció detrás de mí. Me miró a los ojos a través del espejo, apoyó su mano de tres dedos en mi hombro y sin me soltarme, me giró hasta quedar enfrentados. Su cara se transfiguraba. No quería mirarlo, parecía otra persona. Bajé la vista. Busqué las hermosas líneas del suelo, suaves como colinas, como dunas de arena acariciadas por el viento. Yo no sé qué hacía ahí, dándole el gusto. A quién.
No sé cuándo lo dijo, pero lo dijo: Pensá. Diego te gusta porque es lo opuesto a tu Papá.
Lo trajo así, directamente. Sin anestesia. Lo introdujo en el consultorio, en el espacio terapéutico, o como se llamase ese lugar. ¿El que avisa no traiciona? Lo metió de prepo en mi intimidad. Yo jamás lo había nombrado y más que nunca me callé. Más que nunca me sentí abusada mientras lo escuchaba decir en un tono más grave y pausado del habitual, que solamente se podía odiar a quien se amaba mucho. Y acabó diciendo: Vos amas a tu Papá, y recién entonces con una palmadita, me soltó el hombro.
Toda la habitación se llenó del olor desagradable de la mañana durante el desayuno. Marcos al despertarse, su beso obligado y rasposo. Café con leche y queso. El papel del diario extendido. Las preguntas, los puntos de vista, los temas de conversación. Todo eso que me asfixiaba, entraba de pronto y me hacía temblar. Era una reacción involuntaria que intentaba contener, mantener fuera del alcance del análisis del hombre de tres dedos. Una sacudida, como un latigazo lento. Una ola que iba subiendo desde los pies para explotar en el plexo corriendo todo de eje, desarticulando de raíz el sistema nervioso, desde la cabeza hasta la punta de los dedos.
Intenté dejar los ojos fijos en el suelo. Arriba todo era vértigo. Mejor perderse en los relieves de la madera, explorar las dunas, concentrarse en los diferentes tonos, maíz y caramelo, viajar, imaginar que me puedo ir a otra parte, a una playa dorada debajo de una palmera.
Intenté con toda mi fuerza desplazar el olor a Marcos de la escena. Desviar mi atención. Pensé fuerte en música, pero no lograba seguir ninguna melodía. El hombre de tres dedos era tenaz, insistente.
Tenía que esperar al menos dos años más para alcanzar la mayoría de edad, para liberarme. Era una eternidad. Mientras tanto, estaba atada a todo este circo. Tenía que acceder, decir que sí. Al único que le quería decir que sí siempre era a Diego, al olor a almendras de su piel. Abrazarme a su modo de sacar pecho, a su boca ancha, a su tremenda actitud. Ninguna otra cosa yo amaba. Qué podía entender un hombre con un hijo Genio. Qué le iba a explicar. Que mi pulsión a escapar de los márgenes excedía a ese hombre Marcos, al que él insistía en llamar tu Papá.
Hubiese querido abrir la ventana y saltar agarrada de las lianas del sauce, alcanzar la calle y correr, con las manos sangrando, alejarme entre las balas hirientes hasta alcanzar ese lugar lejano y fantástico, donde alguien como Diego me esperaría para ser libres.
Pero no. Nada de eso era posible. Debía volver a casa, recuperar mi chaqueta, volver a mis medias rotas, calzar mis zapatos. Bajar por la escalera de madera para salir de ese laberinto, de ese encierro mental.
Nueve escalones en cada tramo y en el recodo, la puertita a la pequeña habitación de servicio, igual a la de aquella casa que me tocó habitar en la infancia.
Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. La puerta del entrepiso entreabierta y del otro lado, la mujer del hombre de tres dedos, la madre del niño Genio, junto a Marcos.
Ambos sonreían. Tenían cara de saberlo todo.
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