¡Tengo el poder!
La realidad de la moneda y de la cultura exige un Estado en aumento, no en disminución
Las 83 páginas del Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) Número 70, Bases para la Reconstrucción de la Economía Argentina, fechado el 20/12/2023, cuyo contenido fue dado a conocer en un discurso pronunciado por el Sr. Presidente en cadena nacional a la noche de ese día, expresa la convicción de los liberales de que el tamaño del Estado (como porcentaje del Producto Interno Bruto, el PIB) puede ser el más pequeño que ellos deseen. Curiosamente, el artículo 2 del decreto se titula “Desregulación”, y dice que “la reglamentación determinará los plazos e instrumentos a través de los cuales se hará efectiva la desregulación” para que queden “sin efecto todas las restricciones a la oferta de bienes y servicios, así como toda exigencia normativa que distorsione los precios de mercado, impida la libre iniciativa privada o evite la interacción espontánea de la oferta y de la demanda”. El problema verdadero de cómo asignar costos y beneficiarios —esto es: ganadores y perdedores— no se puede esconder. Es que el Estado existe para regular, que lo haga a favor de uno y en contra de los intereses de otros es un asunto. Pero otro bien distinto es que pueda abstenerse de regular. No puede. Su naturaleza la dicta los actos administrativos que sanciona con fuerza de ley; es decir: la regulación. El decreto “desregulador” da buena fe de ello.
Al darle una vista a las razones de por qué el Estado llegó a la prominencia que llegó en los países desarrollados —conforme lo acredita el siguiente cuadro— y que ese aumento, como respuesta a las demandas de la acumulación de capital, es ineludible como medio para sostener el crecimiento, se infiere que si el objetivo político de los liberales argentinos es consolidar Belindia, entonces empequeñecer al Estado es parte de la orden del día.
Pero así como no se puede tapar el sol con las manos, tampoco, sin pagar onerosos costos, se puede obviar que el hecho político fundamental desde la segunda mitad del siglo XX hasta la fecha es la maduración del proceso de las sociedades administradas por el Estado, conforme así lo estableciera Daniel Bell —hasta hace unas décadas la referencia sociológica de Harvard—. Se llegó a esta situación desde que fue necesario salvar al sistema de la crisis. Luego, por las exigencias de una economía de guerra y el aumento de los compromisos militares enmarcados en la Guerra Fría, y continuó a causa del papel estratégico de la política fiscal en los niveles de gasto y planes de inversión. Finalmente, las exigencias sociales van en aumento y a gran escala, determinando los reclamos de las sociedades por salud, educación, administración de justicia, entre otros. En todo el panorama mundial, las decisiones pertinentes clave a la sociedad y a la economía se centran en la esfera política.
Con los gastos públicos cercanos al 50 % del producto bruto de 8 países que explican algo más del 70% del producto bruto mundial (y que, por lo tanto, son ejes de la cultura occidental, es decir, sus valores y símbolos) los principales problemas políticos resultan ser la incidencia de los impuestos y la asignación de las partidas presupuestarias. Evidentemente, la tesis ampliamente propagada que atribuye el origen de las crisis padecidas por la Argentina al tamaño del gasto público —hecha carne y eje del DNU 70— es al menos inconsistente a la vista de la comparación internacional. Lo interesante del caso es que la Argentina siempre tuvo un Estado entre pequeño y muy pequeño durante el transcurso de las cuatro últimas décadas en que operó el importante aumento del sector público en los países industriales.
Mucho ruido, pocas nueces
La pregunta es por qué razón, entonces, se continúa con esa argumentación que, por ejemplo, en la difícil coyuntura argentina —de pronóstico reservado— articula todo el comportamiento a suerte y verdad del gorilazo gobierno actual. Para encontrar una respuesta, resulta pertinente buscar las razones teóricas que han llevado a prescribir, por un lado, la detente del tamaño del Estado; y por el otro, la poca efectividad conseguida para ese objetivo, dado el nivel alcanzado en los países desarrollados.
La reducción del tamaño del Estado, o de establecerlo tan bajo como fuere posible, independientemente de qué se entienda por tan bajo, lo proporcionan los criterios basados en León Walras, el economista suizo de fines del siglo XIX, padre de la corriente neoclásica en la cual se inscribe el criterio que anima al DNU 70 a propender por “la interacción espontánea de la oferta y de la demanda”. “En una economía walrasiana, el Estado no tiene ningún papel positivo a desempeñar, de modo que la regla constitucional es simple: cuanto menos Estado, mejor”, dicen A. Przeworski y F. Limongi, polítologos de la Universidad de Chicago, en un paper académico. En total concordancia con Walras, casi para la misma época, Vilfredo Pareto (quien heredó la cátedra de Walras en Lausana) deducía que la distribución del ingreso la ocasiona la productividad de la economía y, por lo tanto, el Estado a través de los impuestos es completamente ineficaz y contraproducente para redistribuir los ingresos. La denominada Ley de Pareto fue ampliamente desmentida por los hechos, no obstante continúa inspirando los análisis actuales refractarios al gasto público, entre otros el del DNU 70. Pareto terminó sus días siendo senador de Mussolini.
En el mismo sentido apunta el breve ensayo que Joseph Schumpeter, hijo de la tradición de Walras y Pareto, escribió a fines de la Primera Guerra Mundial. Schumpeter señalaba que antes de la Primera Guerra el Estado no podía elevar los impuestos o pedir créditos más allá del 5 % del producto bruto del país que se tratase. Durante la Primera Guerra los Estados contendientes recaudaron sumas elevadísimas, recurriendo —incluso los beligerantes más pobres como Austria y Rusia— a la emisión de bonos de guerra, que en pocos años superaron el total del PIB. Schumpeter advirtió que antes de la guerra, cuando los recursos eran limitados, los gobiernos habían tenido que elegir entre pocas alternativas. Predijo que al desaparecer esas limitaciones, los gobiernos no podrían resistir a las demandas, especialmente a las fundadas en “necesidades sociales y morales”. Y que todo esto crearía una economía nueva en la que las presiones inflacionarias se convertirían en endémicas y el aumento de la presión fiscal iría en detrimento de la acumulación de capital y el aumento del ingreso. Exactamente igual a lo que un siglo después cree el actual gobierno argentino, contra toda evidencia histórica diciendo lo contrario.
Ya en los ‘80, dos investigadores del FMI, Vito Tanzi y Ludger Schuknecht, realizaron diversos estudios empíricos sobre las consecuencias del aumento del gasto público en los países de la OCDE desde el inicio de la Primera Guerra hasta el presente, al amparo de la idea que de esa manera proveen de evidencia suficiente para evaluar las consecuencias negativas que engendra un aparato estatal sobredimensionado en sus atributos y funciones. Para Tanzi y Schuknecht, “quizás el nivel de gasto público no necesite ser más alto que, digamos, 30 % del PBI para alcanzar la mayoría de los objetivos importantes económicos y sociales que justifican la intervención del gobierno”.
Estos autores parecen resignados a que nunca se reducirá a los niveles que postularon. Sin embargo, tomando como base el año 1980 y refiriéndose a la situación del gasto público en el conjunto de los países de la OCDE para el año en que despuntó el tercer milenio, se congratulan de que “durante las dos décadas pasadas algunos países tuvieron la capacidad de reducir sus gastos públicos en cantidades considerables. El promedio de gasto público, que alcanzó un pico de 52 % del PBI en el transcurso de los últimos 20 años, en el panel de 22 países industrializados, cayó por casi 7 % del PBI y actualmente es levemente inferior al porcentaje de 1982”. Es decir, alrededor del 45 % del producto bruto.
Tanzi y Schuknecht reconocen que “no mucho se sabe acerca de las tendencias de largo plazo sobre la actuación económica del gobierno o sobre la composición del gasto público. Más importante, hay poca evidencia (o discusión alrededor de) las ganancias sociales y económicas acerca del creciente papel del gobierno en la economía”.
Al no haber en su argumentación ninguna hipótesis sobre el funcionamiento macroeconómico a corto y largo plazo del sector público, la propuesta asume la forma de dique para contener el mal comportamiento de los agentes económicos, que es lo que genera un aumento desmedido del tamaño del sector público. Es por eso que metodológicamente Tanzi y Schuknecht (y con ellos todo el espectro neoclásico, tal como se materializa en el DNU 70) se enfrascan en determinar si los bienes públicos están bien o mal gestionados, o que una gestión mejor, obviamente, bajaría su costo; o que esto se lograría privatizando el sistema jubilatorio, el sanitario y la educación universitaria. Sobre esas cuestiones, sin embargo, Tanzi y Schuknecht sólo opinan que “llegar al nuevo nivel requerirá reformas radicales, un buen funcionamiento de los mercados, y una eficiente actuación reguladora del gobierno”. Y que la gente se quiera, ¿por qué no? Desde que Tanzi y Schuknecht, se convirtieron en los autores que en el plano internacional más orgánicamente trabajaron la idea de bajar el gasto público y, entre nosotros, reforzaron la idea gorila argentina de achicarlo, la temática perdió casi por completo peso académico, quedando como una bandera política liberal irrenunciable, con fundamentos teóricos muy débiles y sobreviviendo a pura falsa consciencia.
Patrón dólar
Una cosa es tener enfoques teóricos sobre la cantidad de moneda y otra distinta esgrimir una teoría del valor, que trata de explicar por qué el valor de un sombrero equivale al de dos sillas y así para el precio de todos los bienes reproducibles y servicios de la economía, cuyo paso necesario es desvanecer la moneda en el intercambio para evitar tener que vérselas con el desorden y las disputas de poder con que viene acompañado. Es hundimiento de la cabeza en la arena lo que hace Walras y con él todos los neoclásicos, que lo siguen hasta la actualidad. De ahí a creer firmemente que el Estado parasitario es el que perturba las relaciones mercantiles a través de sus manejos monetarios, media nada más que la aplicación coherente de los teoremas de la economía “pura”.
De ahí a proponer bajar la incidencia del Estado en la economía, corresponda o no, media la ausencia en el análisis de las relaciones entre el sector público y el sector privado alrededor de la moneda. En esta relación moneda-sectores público y privado, hay que tener presente que el 15 de agosto de 1971 los Estados Unidos suspendieron la convertibilidad del dólar, y por primera vez en la historia comenzó un régimen de inconvertibilidad universal. El llamado “embargo del oro” transformó simultáneamente a todas las monedas en nominales. Si hasta entonces era parcial la posibilidad de aumentar en conjunto salarios y ganancias, de ahora en más era factible mejorar los salarios sin mellar las ganancias. Por el contrario, con la convertibilidad mundial del dólar rigiendo, si los trabajadores lograban un aumento de sus salarios tenían derecho a una porción mayor del stock del oro. Como ese stock aurífero habilitaba —vía convertibilidad— una cierta cantidad de moneda, entonces los empresarios tenían derecho a menos oro.
Con la inconvertibilidad del dólar a escala mundial, los empresarios tienen la capacidad ex–post de volver nominales los aumentos de salarios reales otorgados ex-ante. Si por razones políticas permanece real, se debe a que se combinó una sanción a la baja de la tasa de beneficio y un incremento de la productividad. En estas circunstancias debe considerarse que el ascenso en los salarios no lleva en sí mismo la capacidad de engendrar inflación, aunque cuando se registra inflación esa mejora ocurrió. La dinámica contemporánea en la cual la moneda fluctuante —una simple unidad de cuenta— abrió la puerta para que mediante la inflación y el aumento del gasto público se desconecten el salario nominal del real para preservar relativamente la rentabilidad frente a la rigidez de los salarios nominales
Los aumentos de salarios se tornan reales cuando se fusiona una sanción a la baja de la tasa de beneficio y un incremento de la productividad. Entonces, esas razones políticas son las que explican el crecimiento del tamaño del Estado en las democracias industriales, el cual significaba el 37 % en 1973 y hoy ronda el 47 %, pues lo que se permitía con una mano al mercado, que aumente los precios y engruese la masa de beneficios, se los retira con la otra mediante el más viejo expediente del orden público: los impuestos; ante la necesidad de hacer viable la democracia a través de la redistribución del ingreso.
EL DNU 70 está vendiendo liebre por libertad. El funcionamiento real de la moneda y de la cultura exige un Estado en aumento, no uno en disminución. Para los intereses bien entendidos del movimiento nacional, no basta con denunciar el latrocinio que acompaña este tipo de accionar de las almas horribles y quedarse ahí. Si no se desentraña la falsa escuadra en la que se asientan estas políticas, es porque se carece de hipótesis factibles de reemplazo y eso incluso deslegitima las eventuales denuncias, en tanto se convierten en coberturas de los vacíos conceptuales. Lo ocurrido en esta materia en el país desde el Rodrigazo de junio de 1975 hasta mayo de 2003 es buena prueba de ello. Y lo que viene sucediendo desde diciembre de 2015 hasta la fecha también. Conocer los hechos por sus causas sustancia el poder político. El curanderismo, tan típico de los monetaristas argentinos —como los del actual gobierno—, es su debilidad intrínseca.
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